El novelista, editor y crítico literario Alberto Gómez, de Carpe Noctem, ha escrito esta maravillosa reseña de mi novela La Ventana. Le estoy muy agradecida.
La ventana, una distopía en forma de tragedia clásica
La
ventana, última novela de Carmen Guaita, narra la historia de una
maestra, Venecia, en un futuro en el que la educación tal y como hoy la
conocemos solo existe para la élite. El resto se ven obligados a ser educados
por un sistema de Inteligencia Artificial que los moldea para trabajos precarios
o para lo que la obra llama “el ocio”, equivalente aquí a perder el tiempo en
actividades no tanto lúdicas como inútilmente absorbentes, drogadictas.
Es central en la trama, por lo tanto, el papel
de los maestros y, en concreto, el estilo personal, cercano y socrático
(mayéutica) de la educación tradicional. Y en relación con esa importancia, la
idea de que si por un lado es necesario que los maestros pidan y gocen de mayor
reconocimiento social, no pueden permitir que este se logre a costa de ver la
educación reducida a un lujo para aquellos que puedan pagarla. La educación, la
verdadera educación, solo lo será, dice esta novela si es humana, cercana y
para todos.
Sumen a este, el mensaje clave de que los niños necesitan
tanto a los maestros como estos a aquellos. Porque esa vocación de enseñar y de
aprender, ese instinto, es la razón principal de ser de esta novela.
En este sentido, la propia experiencia personal
de la autora –que dejó una cómoda carrera para volver a ser maestra en un
colegio humilde de Madrid− es el cimiento vital sobre el que se levanta una
obra que es tanto una defensa de la educación como, desde ese punto de vista
biográfico, un llamado a “igualar el pensamiento con la vida”, en expresión de
Azorín. Es decir, a actuar de acuerdo con lo que se piensa, sin negociaciones
con la propia comodidad, adultamente.
Formalmente, dos son, a mi entender, las
columnas que sujetan esta novela. En primer lugar, su clasicismo, entendiendo
por tal dos cosas: su propósito moral y su empleo de los recursos y estructuras
de las tragedias griegas para hacer avanzar la trama. Destaca a este respecto
el hecho de que en la trama el idioma elegido por la élite mundial para ser
educada y para comunicarse entre sí sea el latín. Un hecho que permite a la
autora darnos a entender cómo las humanidades van más allá de estudiar latín o
de conocer bien las principales obras griegas. De lo que se trata, en cambio,
es de celebrar la naturaleza humana, uno de cuyos epicentros es la vida social
entre iguales: “entre personas vivo”, uno de los lemas de la novela.
También destaca en el entramado moral de esta
obra la idea de que la cultura no es ni alta ni baja, sino que solo es cultura
si está accesible para todos, es decir, si es popular. Y que, por lo tanto, no
se puede hablar de que una persona es culta solo por saber latín o porque sabe
de memoria algunos pasajes de los autores clásicos. La cultura solo es posible
entre los otros y para los otros. “La cultura sigue viva porque el ser humano
la necesita”, se dice. Más allá de la tecnología y el ocio, porque nos habla de
lo que nos hace verdaderamente humanos y porque enciende la capacidad de pensar
por uno mismo y de enfrentarnos al misterio de nuestra propia existencia.
El segundo pilar de la obra y en relación con
ese clasicismo, es su idealismo, su renuencia −¿su renuncia?− a avanzar bajo la
férula dictatorial de lo veraz. La
ventana es una novela simbólica, de pura ficción. Todo sucede en ella
ordenado como por una acuciante necesidad. Como en las obras clásicas, el azar
no existe en esta novela. Al contrario, todo es destino. Porque lo importante
no es la veracidad de lo que se nos cuenta, su verosimilitud, sino el hecho
puro, la parábola que nos narra cómo el hombre, una vez más, trató de ir más
allá de la naturaleza –esta vez, a través de la destrucción del planeta y de la
inteligencia artificial− hasta caer en la hybris
y atraer el castigo divino.
Fruto de ese clasicismo es también el mencionado
simbolismo, que encontramos en los nombres de los personajes, en los espacios
que ocupan (Mérida y su teatro romano, por ejemplo), en los autores que evocan,
en los libros que citan… Así, el otro protagonista de la obra, también de
nombre clásico, el joven Alcibíades –guerrero y alumno preferido de Sócrates−,
se convierte en el símbolo de la esperanza en un futuro parecido a nuestro
presente, donde maestros y alumnos puedan volver a estar reunidos en las aulas,
convertidas en un espacio de educación socrático.
Y es que como la propia obra dice (p. 78): “Los
seres humanos, además de cosas concretas, necesitan símbolos… y los artistas
muestran los símbolos”. Este ha sido el propósito de la obra: ofrecernos
símbolos con los que interpretar el mundo que habitamos, la realidad que nos
toca crear y que creamos cada día, con nuestra actividad o nuestra pasividad.
La única duda es saber cómo recibirá el lector
medio este encadenamiento de símbolos y casualidades, esta obra tan alejada del
canon realista-decimonónico; si no le parecerá, acaso, un defecto de realismo
lo que es una virtud de clasicismo e idealismo.
La novela es, en todo caso, un apasionado toque
de corneta ante el peligro de convertir en privativo de unos pocos el que es el
pegamento fundamental de las sociedades: la educación. Y también un grito ante
el desprestigio, o directamente el abandono, de las humanidades y del caudal
clásico de la cultura que en esta obra de Carmen Guaita es defendido tanto en
contenido como en forma.
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