Móstoles (Madrid), monumento al maestro.
El debate sobre el denominado pin parental- en los términos
agresivos y banales en que se está desenvolviendo- constituye una mera
irrupción, en mi opinión innoble, de la política en la escuela. Cuando los
partidos políticos quieren desviar la atención sobre problemas serios o
necesitan titulares para evitar la irrelevancia, meten a la educación por medio,
porque la escuela puede con todo, lo aguanta todo. Y mientras tanto sus
necesidades verdaderas quedan sin cubrir.
Sin embargo, el asunto es muy importante, determinante para
la sociedad, y merecería una reflexión mucho más seria. Porque lo que subyace
en el fondo es la pregunta nuclear: qué es la educación y quiénes son sus
agentes.
Los hijos están bajo la tutela de los padres, y
subsidiariamente, durante el horario escolar, lo están de los profesores, que
estamos obligados a mostrar con ellos- lo dice así la ley- la solicitud de un buen padre de familia.
Los padres tienen el
derecho y el deber de educar a sus hijos en sus creencias, y la sociedad tiene
el deber de transmitir su herencia cultural, sus usos y costumbres, lo que
constituye sus cimientos – en nuestro caso los cimientos de una democracia
occidental y un Estado de Derecho-. En España, la transmisión del “modo de empleo de una
sociedad del occidente democrático”, la realiza la escuela a partir de las
leyes educativas. Cuando hablamos del derecho a la educación nos referimos a
eso. Porque eso es educar en lo que compete a la escuela, por eso es
obligatoria la educación, por eso no se permite a las familias que impidan a
sus hijos, por ejemplo, aprender a leer; por eso es tan importante que las
leyes de educación estén bien redactadas y partan de amplios consensos sociales
y políticos, por eso es tan importante un pacto de Estado por la educación.
Las actividades complementarias a las que alude el pin parental son obligatorias, evaluables
y desarrollan contenidos de la ley de educación vigente, que hasta el día de
hoy es la LOMCE, promulgada por el PP. Puedo referir las que realizan mis
alumnos: la policía municipal viene a hablar sobre educación vial, la policía
nacional sobre los peligros de las redes sociales, para abordar los ecosistemas
establecimos una videoconferencia con el destacamento del ejército español en
la Antártida, ha venido un experto en oratoria para dar claves sobre cómo
hablar en público, el abuelo de un alumno- experto en egiptología- vino a
contarnos claves de la civilización egipcia…, todo ello al ritmo de los
contenidos establecidos en la programación del curso. Los profesores
organizamos esas actividades porque pensamos que enriquecen a los alumnos, los
padres las conocen, el consejo escolar del centro y la inspección educativa las
aprueban. Si surgen a mediados de curso y no se pueden haber incluido en la
programación anual- como sucedió con la oportunidad de la Antártida- somos los
propios profesores quienes estamos obligados a filtrarlas desde un punto de
vista ético y, por supuesto, desde el momento en que las familias dejan a sus
hijos a nuestro cuidado, contamos con que confían en nosotros.
Establecer
suspicacias, abrir brechas en la confianza entre padres y profesores es un
juego peligroso que nunca debe iniciarse para obtener rédito político. Los
colegios no pueden ser un campo de batalla. Los profesores cumplimos con la
responsabilidad que hace recaer sobre nosotros la sociedad. Si no lo hacemos
así, respondemos ante la justicia con uno de los reglamentos disciplinarios más
duros de Europa.
El propio consejero de la Comunidad de Madrid ha afirmado que
en este aspecto no hay ningún problema. Y sin embargo estamos escuchando y
dando titulares a afirmaciones tremendas. Qué pena.