Dice Cicerón que los
amigos son pilares de la vida. Yo cuento con la amistad de personas que me
acompañan aun cuando estén ausentes, me enriquecen las horas y los minutos, me
curan los males y me reviven. Pienso en ellas a diario y me siento como una
guardiana de tesoros. Cuando haga mi balance final, tendrán un puesto de
privilegio.
Uno de estos amigos ha
tenido que pasar una temporada en Lituania, a orillas del Mar Báltico. Es un
lugar de inviernos casi eternos donde el primer mes del año se llama Enero el Terrible.
Desde allí me ha escrito unas palabras que, como siempre, me han hecho pensar.
Dice:
Ya en esta tierra de frío inquebrantable, profundo, aterrador.
El frío aquí tiene una vida propia, una forma de ser desconocida para
nosotros, es como si existiese también en otro idioma y con otras claves.
Realmente uno no se puede imaginar la adaptación a esto. Un frío intenso,
total, que lo llena todo. Aquí no se puede decir ¡qué frío! Nos miramos y nos
quedamos sin lenguaje que lo defina.
Me ha impresionado mucho
esta descripción del frío como si fuera un sentimiento y no una sensación. Me
he dado cuenta de que este frío inquebrantable
se parece a una clase de dolor. Y es que hay algunos dolores en la vida tan
intensos y profundos, tan totales, que no se puede hablar de ellos. Son los que
nos causan las personas que amamos: un miembro de la pareja al otro, los hijos
a los padres, los padres a los hijos...
Algunas veces uno tiene que alejarse de alguien a quien ama para seguir
viviendo. Dice Cioran que los acontecimientos más importantes de la vida son
las rupturas, y que ellas son también lo último que se borra de nuestra
memoria.
Cuando una persona
siente esta clase de dolor le pasa como a mi amigo con el frío polar, que no se
imagina cómo terminará adaptándose a él. Sin embargo, en el fondo del alma, muy
escondida, alienta desde el principio una certeza: para sobrevivir habrá que
perdonar.
Hannah Arendt dice que
la única posibilidad de dar marcha atrás en el irreversible daño que nos causamos
unos a otros es la facultad de perdonar. El perdón profundo – el que absuelve
un dolor inefable- es una facultad, un valor impreso en lo más hondo del ser
humano.
Pero las heridas no se
cierran sólo con la voluntad. ¿Qué hay que hacer para perdonar?
La respuesta me la trae
Lituania. Estaba buscando un poema para enviar a mi amigo como despedida ante su
aventura y encontré estos versos del poeta lituano Milosz:
Hazme caso.
Tiéndete bajo un árbol
bien nutrido con barbas de musgo.
O bajo cualquier árbol.
Tiéndete sin música ni pensamiento.
Sueña en el vacío
de la malgastada nostalgia.
Y sonríe sin rencor
a lo que te ha abandonado.
Ya está. Se perdona abrazando al
tiempo y convirtiéndolo en compañero de un viaje interior en el que abramos de
par en par todas nuestras puertas con esa llave maestra que es la voluntad de
vivir; se perdona con un esfuerzo constante y diario para no malgastarse en la
nostalgia; se perdona con trabajo y entrega a los demás, mirando para adelante;
se perdona con esperanza, esto es esperando con paciencia la manifestación de
nuestra capacidad para la renovación.
Una persona puede sufrir durante
muchos años el dolor de una herida causada por quien hubiera debido amarle
bien, pero siempre llegará el día en que pueda sonreír sin rencor a lo que le
ha abandonado. Porque esa primavera del perdón es tan cierta como la que llega
cada año al hielo de Lituania, aunque al principio del invierno esté igual de
escondida.
Me gustaría decirle a quien se siente
ahora hundido en la nieve hasta la cintura, que el perdón profundo llegará una
mañana sin previo aviso, brotando de la propia esencia. Y quien sufre hoy un
dolor inefable podrá tumbarse sonriendo al sol de la vida, bajo el árbol pleno
de su propia historia, lleno de musgo por tantos inviernos pasados, pero lleno
de hojas verdes y de frutos también.