BIENVENIDOS

Bienvenidos a esta sala de profesores. Gracias por compartir conmigo las ganas de pensar sobre educación.



viernes, 23 de julio de 2021

Salud

 



Hace tiempo, una persona profundamente religiosa me dijo que el pecado original se nos notaba, sobre todo, en la incapacidad para resolver el hambre, la pobreza y el desamparo de la humanidad. Como si, dentro de nosotros, algo defectuoso nos impidiera aumentar con nuestras acciones la belleza de la Tierra.

Porque esta Tierra que nos empeñamos en enfermar es bella, perfecta en su equilibrio, armoniosa en sus formas y sus colores, asombrosa en su furia y consoladora en su calma. Y el ser humano es bello también: en la mirada poética y curiosa de la infancia, en la sabiduría y fragilidad de la vejez, en los dolores de un parto y los ensueños de amor, adolescentes sea cual sea la edad en que se vivan.

Sin embargo cada generación tiene su guerra, cada una tiene sus crisis; todas, su profundo dolor. No lo causa la muerte como consecuencia inseparable de la vida, sino como consecuencia del egoísmo, la desidia, la banalidad o la furia del hombre lobo para el hombre.  

Siempre hubo quien se aventuró en el mar en pos de sueños, hoy se nos desborda en desesperación y llanto. “Avanzas, avanzas y nada más puedes hacer. Todo lo que dejaste atrás ya lo las perdido”- escuché decir a un muchacho que había pasado dos años caminando por el Sahel y uno completo sentado junto a la valla de Melilla. No era joven más que en la edad claro. Había alcanzado con honores el doctorado en tristeza.

También nos desborda la cara más descarnada, los puros huesos de un sistema económico que nos asegura el pan- a veces solo un mendrugo- pero crea profundas desigualdades. Y así, en las esquinas de nuestras ciudades, en vez de correr el aire y refrescar a quien va a su labor diaria, circula el dinero con su corte: la tiranía de lo económico, el consumo desenfrenado. Y entonces la pobreza ya no es una condición humana que debemos resolver entre todos, sino un fracaso humillante de la vida del pobre, a quien los medios bombardean con el asombroso nivel de vida del rico.

Nos desbordan también la soledad y el silencio ocultos en los dobladillos de esta sociedad de la comunicación, donde todos hablamos con todos, o eso creemos, mientras nos empapa la homogeneidad cultural. Y ya hay quien, a pesar de contar con miles de “seguidores” se ahoga de soledad. Pero que no cunda el pánico, vocean. Siempre será primavera en los grandes almacenes aunque tiritemos con los escalofríos de las pandemias.

El mundo entero está enfermo de un virus antiguo. No es este Covid 19 nieto de las pestes que golpean a la humanidad desde el inicio de la historia. Estamos enfermos de egoísmo, nuestro pecado original. Y es una enfermedad tan extendida que solo puede aliviarse con un remedio: agrandar el tamaño y la fuerza de lo sano.

Salud es la oración intensa de quienes dedican su vida a rezar en las clausuras. Confieso que yo, humildemente, todas las mañanas al despertar pienso en ellas, en las monjas que rezan, porque estoy segura de que en sus ruegos incluyen a mis hijos y su generación, heredera de nuestras ruinas. Sé que también intuyen problemas y sufrimientos presentes y futuros de los que yo, siempre bien informada de las noticias, no tengo ni la más remota idea.

Salud crean las manos de quienes cuidan enfermos, limpian mocos y babas de desvalidos, iluminan la mirada de los niños, escriben poemas que cauterizan heridas, componen música que nos lava por dentro.

Trajo salud al mundo la vecina que una tarde, durante los meses de confinamiento, puso en tu puerta un bizcocho casero. Trajo salud la panadera que no cerró el pequeño local porque su pan alegraba al vecindario. Trajo salud el enfermero que abrazó a tu madre moribunda cuando tú no podías acompañarla en la hora final. Trae salud hasta el conductor desconocido que frena para que crucemos tranquilamente el paso de cebra. Y entonces, a base de pequeños destellos, comprende uno que la humanidad sigue adelante porque hay mucha, muchísima salud.

Nacimos con la enfermedad original impresa en el alma, y con el secreto de su curación impreso también en nuestros recovecos. Aportar salud, bienestar y cuidado para este mundo enfermo son las tareas que explican por qué estamos hoy aquí, por qué seguimos viviendo después de nacer y por qué todavía no nos hemos marchado.

“¡Un poquillo de luz, por el amor de Dios!” Así titula el poeta manchego Valentín Arteaga un libro que habita en mi mesilla de noche. Luz para iluminar nuestro propio interior. Aire fresco de la confianza en otros y de la alegría. ¿Por qué no hablar de ellas, de la confianza y la alegría? La salud de este mundo enfermo depende también de nuestras ventanas.

miércoles, 14 de julio de 2021

El mensaje secreto

 




Mi abuelo Manuel, a quien siempre llamé Papá Lolo, era astrónomo. Trabajaba como asistente de los astrónomos jefes en el Observatorio de San Fernando, que preside con su cúpula dieciochesca aquella zona de la bahía de Cádiz. Por supuesto, dominaba las matemáticas y durante la guerra civil se ocupó en desentrañar los códigos numéricos con que estaban cifrados los mensajes. Una mañana de marzo del año 1938, aquellas fórmulas desvelaron la noticia del hundimiento de un gran barco, el crucero Baleares. Había sido torpedeado durante la batalla del Cabo de Palos y setecientos ochenta y cinco de los mil miembros de su tripulación habían muerto. Entre ellos, casi todos los marineros, que eran naturales de San Fernando y la bahía. Demudado, trasladó el mensaje al Estado Mayor, que le ordenó secreto absoluto. Y tuvo que permanecer en silencio durante tres semanas mientras las madres y las novias de aquellos muchachos- que eran sus vecinas- hablaban esperanzadas del regreso. Él se cruzaba a diario con aquellas mujeres, huérfanas ya de hijos, a quienes impulsaba cada mañana el anhelo de volver a verlos. Y su corazón de hombre bueno se consumía en la llama negra de aquel secreto.

Durante muchos veranos de mi infancia, cuando nos sentábamos después de cenar a la fresca del patio, mi abuelo recordaba esa historia. Y siempre, siempre, lloraba al contármela. Las lágrimas de Papá Lolo me enseñaron lo terrible, lo inhumana que es la violencia; lo terrible, lo inhumana que es la guerra.

 

domingo, 4 de julio de 2021

La adultez emergente. O no.

 


Como a muchos, me resulta difícil asimilar que, después de un año de inmenso esfuerzo y sacrificio en los centros educativos, afrontemos una quinta ola de COVID 19 a causa de unos bachilleres en viajes de fin de curso cuyas imprudencias estaban programadas de antemano y fueron conocidas, aceptadas y pagadas por sus familias. Es como si a jóvenes que van a entrar en la mayoría de edad legal no se les pudieran pedir renuncias porque les provocaríamos una rabieta. Pero no estamos solos en esto; se trata de una tendencia que comparten todas las sociedades avanzadas.

Un informe publicado recientemente por la revista médica británica The Lancet titulado The age of adolescence ha situado la nueva edad de término de la adolescencia en… ¡los 24 años! Confirma además que las primeras experiencias adolescentes llegan a través de Internet a la vida de los niños y niñas aproximadamente a los diez años, por lo cual la etapa de la adolescencia aumenta su duración hasta una longitud insólita hasta ahora en la historia de la humanidad, en la cual siempre fue una transición, a veces breve, a la vida adulta. El estudio afirma literalmente: “La pubertad más temprana ha acelerado el inicio de la adolescencia en casi todas las poblaciones, mientras que también el retraso en su finalización ha elevado la edad de término a más allá de los 20 años. Paralelamente, el retraso en el momento de las transiciones de roles, incluso la finalización de la educación, el matrimonio y la paternidad, continúa desplazando las percepciones populares de cuándo comienza la edad adulta”.

 

Así que los jóvenes de dieciocho años de hoy pueden adoptar actitudes y hábitos que tal vez corresponden a los doce nuestros y de nuestros padres. Ya estamos observando cómo, imperceptiblemente, muchos retrasan la consecución del carnet de conducir, porque ya no les apetece lograr ese antiguo rito de paso. Por supuesto, el gran rito de paso a la vida adulta, que es el empleo y por tanto la independencia económica, se ha retrasado casi una década, y esto ya es parte de la construcción social y no de la voluntad particular de nuestros hijos. Pero si es verdad que la escasa y precaria oferta de empleo no les ayuda, también lo es que nosotros mismos catalogamos como “todavía joven para tener hijos” a una pareja de treintañeros en la que ambos trabajan.

El retraso del final de la adolescencia marca ahora una nueva etapa de la vida, entre los 18 y los 29 años, que se denomina “la adultez emergente”. Viene marcada por la dilatación temporal de la dependencia familiar pero, a pesar de ella, me parece muy importante- e incluso vital para el futuro como sociedad- que sepamos exigir a la gente joven el cumplimiento de sus responsabilidades.

Siempre con el apoyo de su familia, deben comprender que sus acciones tienen consecuencias y  que ellos- protagonistas de su vida- son quienes han de empeñarse en resolver sus problemas. El sentido común debería prohibirnos a los padres, por ejemplo, ir a pedir una revisión de examen a un profesor de bachillerato, hacer cola para la matrícula universitaria mientras los interesados duermen- estampa común en estos días de julio- o acompañarlos hasta la misma puerta en una entrevista de trabajo. Es cosa suya. Tienen derecho a asumirla.  

La adultez emergente puede terminar convirtiéndose en un cascarón irrompible. Me preocupa.

 


[1] Sawyer et alia, The age of adolescence. The Lancet, 2018. https://www.thelancet.com/journals/lanchi/article/PIIS2352-4642(18)30022-1/fulltext