La RAE define “innovar”
como “mudar o alterar algo,
introduciendo novedades”. Si nos damos cuenta, es una definición
tranquila porque no supone destruirlo todo y volver a empezar sino descubrir el
elemento que perturba e incidir sobre él. Por eso innovar en educación es algo
cotidiano y posible. Se trata de un esfuerzo consciente por hacer algo en clase
que no se hacía el día anterior, el curso anterior.
Son muchísimos los
docentes que están modificando la manera de enfrentar su trabajo cotidiano. Tal
vez se sienten interpelados por una certeza: si un maestro de 1915 despertara
después de haber estado dormido durante cien años, encontraría intacta la
manera de dar clase porque no ha cambiado en un siglo. A pesar de ello, miles
de profesores nos hacen ver que, poco a poco, la tarea docente va
modificándose. En primer lugar porque es muy difícil dar la espalda a la
sociedad digital, pero también porque los profesores comenzamos a comprender
que las características de los alumnos actuales– heterogeneidad, estímulos
externos, cambio de valores familiares- nos obligan a salir de nuestra “zona de
confort”, aquella en la cual había una tarima desde la que se controlaba y se
hablaba a un auditorio silencioso. A día de hoy, si fuera de la escuela casi
todo está cambiando, también se va modificando lo que sucede en el interior. Y
es precisamente en las aulas donde surgen las mejores propuestas de mejora. A
diario.
En este sentido, el
profesor José Blas García, de la Universidad de Murcia, ha difundido a través
de varias plataformas on line una interesantísima reflexión sobre la
innovación que ha titulado sonoramente como “Soy un sinvergüenza educativo”.
Algunas claves de su propuesta son: cambiar la manera de agrupar a los alumnos
en clase. Dejar de lado la distinción tradicional en mesas separadas y situar a
los chicos de tres en tres o de cuatro en cuatro, para que interactúen,
compartan y aprendan a respetar el espacio de los otros. Al menos una vez al
día, realizar alguna actividad grupal, para que encuentren sentido a esta
manera de situarse y se sientan miembros relevantes de una unidad intermedia
entre el pequeño individuo y la gran clase. Formar grupos equilibrados,
heterogéneos en la medida de lo posible pero sobre todo pensando en cada alumno
y en lo que puede aportar y recibir de los demás. Asignarles roles pero respetando el margen de
actuación y dejando tiempo para que la primera solución a cualquier conflicto
parta del propio grupo. Esto implica esperar y observar antes de intervenir al
primer impulso, al estilo tradicional. Estas y otras muchas propuestas acercan
el aula al aprendizaje colaborativo, una de las claves de la enseñanza activa e
innovadora. Para José Blas García – y también para mí- es la mejor manera de
favorecer el dominio de las técnicas de inteligencia emocional y social que constituyen
hoy uno de los grandes objetivos del proceso educativo.
Por supuesto esta innovación
tranquila supone perder el miedo a las herramientas digitales. No podemos negar
ni su existencia ni su impacto en la vida de los chicos así que debemos
incorporarlas con criterio, sin improvisar, sabiendo en todo momento para qué.
Creo que ese para qué de las TIC es
más importante que el cómo.
Innovar es también
incidir en los valores personales sin despreciar el conocimiento, preparando bien
las sesiones y planteando ejercicios que desarrollen el pensamiento sistemático,
la memorización y la conexión entre aprendizajes. Es el tiempo de que los alumnos sean los protagonistas. Innovar es dedicar
tiempo al diálogo con ellos, crear un clima de seguridad y confianza, que el
aula sea un lugar en el que estar a gusto y comportarse con sinceridad. Debemos
conocer no solamente su nivel de aprendizaje sino sus deseos, sueños e
intereses. Así seremos mejores profesores porque adecuaremos las clases a esos
intereses y, en la medida de lo posible, los satisfaremos.
Innovar es también apreciar
a los alumnos como personas singulares. En el día a día esto se traduce en favorecer el desarrollo de sus múltiples
inteligencias, ofrecerles clases ricas, flexibles y variadas, potenciar lo
mejor de cada uno, valorar en voz alta los logros y no solo los fracasos.
En fin, dejarse llevar por Agustín de Hipona, un pedagogo que lleva veinte
siglos en vanguardia: “La educación que no viene motivada por el amor,
desprestigia a la persona del educador y no beneficia a los educandos.” No es la primera vez que lo más innovador es
lo más clásico.
La innovación tranquila
comienza a asomar tímidamente pero con pasos seguros en las aulas. Y no lo ha
hecho por donde hubiera podido ser más previsible: no ha venido de la mano de
las tecnologías, tampoco como consecuencia de grandes proyectos: leyes
educativas, estudios pedagógicos... Son
los docentes concretos quienes la ponen en práctica un día tras otro, y esa es
una cuestión distinta al grandilocuente proyecto; esencialmente va de trabajo pequeño,
convencido y valorado.
Las grandes mareas son
simplemente olas que llegan incansables a la orilla, unas tras otras. La
oportunidad de la innovación educativa es como esas olas. Está incidiendo ya
sobre muchos centros, así que el docente que acepte esta dinámica puede estar
seguro de colaborar en un verdadero movimiento de cambio educativo global que
puede impregnar la educación de tal manera que, como ha afirmado en muchas
ocasiones el profesor José Antonio Marina, todo el sistema cambie a mejor y por
completo en cinco años.
Artículo escrito para el periódico Escuela.