BIENVENIDOS

Bienvenidos a esta sala de profesores. Gracias por compartir conmigo las ganas de pensar sobre educación.



jueves, 21 de diciembre de 2017

ENCUENTROS. Mi nuevo libro.



Acabo de publicar un nuevo libro con la editorial San Pablo. Se llama Encuentros y está compuesto por reflexiones personales y algunos relatos cortos que he denominado parábolas. 

Como pequeño regalo de navidad reproduzco el principio. Va con mis mejores deseos para todos en estos días y siempre.


El poeta Pablo Neruda cuenta en sus memorias que en el año 1949 se vio obligado a huir de Chile, su país natal, y hubo de cruzar los Andes para llegar a la Argentina. Hizo aquel tremendo viaje a caballo, acompañado por un grupo de guías. Atravesaron túneles de piedra y desfiladeros salvajes, vadearon ríos helados y tuvieron que rodear enormes peñascos. Una mañana, súbitamente, llegaron a una pradera “acurrucada en el regazo de las montañas”. La atravesaba un riachuelo de agua clara, la pintaban de colores miles de flores silvestres y estaba enmarcada por un cielo intensamente azul. Allí se detuvieron. En el centro de aquel círculo mágico se hallaba la enorme calavera de un buey. Neruda observó asombrado cómo los guías que lo acompañaban dejaban monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso, como una ofrenda de pan y auxilio para los viajeros que llegaran allí después que ellos. Al terminar, danzaron alrededor de la calavera abandonada “repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron”, y Neruda comprendió “que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas regiones de este mundo.” Comprendió que el ser humano necesita pan, auxilio y encuentros. 

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Hace muchos años[1], mis hijos, mi marido y yo acudimos a un estreno de cine. Nos había invitado el protagonista principal, uno de los mejores actores españoles, que era - y sigue siendo - amigo nuestro. La película se llamaba “La casa de mi padre”.  La encontramos cargada de valores y nos gustó muchísimo.
Cuando regresábamos a casa íbamos charlando sin parar, encantados. Sobre todo los chicos. El más joven de los dos, con su talante de sabio y su curiosidad por todo,  decía: "Es una película muy buena. Se entiende perfectamente que el conflicto es un desencuentro, ya no me lo tienen que explicar". El mayor estaba muy emocionado por haber compartido algún rato con aquel gran artista. Yo notaba que tenía ganas de contarme algo y, cuando se acostó, me acerqué a su dormitorio. Entonces él me dijo esto que escribo sin añadir retórica: "Mamá, le he dicho a nuestro amigo que él me había cambiado la vida y puede pensar que soy un exagerado, pero no exagero nada. Yo tengo una teoría sobre la vida, y como soy tan visual y todo lo veo en imágenes y en colores mientras lo pienso, es una teoría gráfica. Pienso que la vida es una línea, pero no una línea ya trazada sobre la que andamos sino una línea que nosotros mismos vamos trazando mientras vivimos, como si tuviéramos siempre en la mano un lápiz. Cada persona que se cruza con nosotros, aunque sea un niño que nos ha mirado una mañana, mueve la línea un poquito, la desplaza unos milímetros porque ha entrado en nuestra vida. Y así la línea va formando rectas, curvas, subidas o bajadas, picachos y espirales, unas veces da vueltas para volver al mismo punto, otras se estira muchísimo hacia el horizonte, o se quiebra y luego se recompone. Y él, desde que ha entrado en mi vida, ha movido mi lápiz con experiencias insólitas, me ha hecho pensar, me ha dado grandes oportunidades de aprender que nunca me hubierais podido dar vosotros o conseguir yo solo, y está formando en mi línea un dibujo completo. Por eso le di las gracias."
Aquella noche, insomne y emocionada, comprendí que mis hijos ponían en palabras un aspecto esencial del ser humano: cada vida singular está edificada sobre los encuentros con los demás. Y aquella noche fue para mí también un bello encuentro con ellos, en el cual tuve acceso a  su visión del mundo y comprendí que eran mayores ya, bellos por dentro y reflexivos.

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El dibujo de nuestra vida es original, único, armónico, significativo, imprevisible. Nunca es banal ni absurdo. Siempre está abierto y se enriquece con nuevas formas y colores, con nuevas personas dispuestas a mover el lápiz. Como se desarrolla en un espacio y un tiempo determinados, entre seres singulares y a partir de hechos concretos, necesitamos el encuentro de persona a persona. Y esto es así aunque a veces nos recorra el escalofrío del momento insociable y anhelemos la soledad que permite reconstruir las vivencias; o aunque nos sumerjamos de vez en cuando en el anonimato de la multitud y nos guste ser bañistas a plena piel en una playa atestada, o hinchas que corean la misma consigna en un estadio de fútbol.
Ya sea en la construcción a solas de nuestra singularidad, ya sea saliendo a conocer experiencias por los caminos del otro, cada encuentro ayudará a nuestro lápiz a trazar nuevos senderos, cimientos sólidos donde edificar la esperanza.
Porque la vida es el encuentro.




[1] He contado ya parcialmente esta anécdota familiar en el libro La flor de la esperanza. Sin embargo, es aquí, en Encuentros, donde adquiere su verdadero significado.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Lo pequeño

Resulta que Madrid es la capital europea que cuenta con más árboles. Sin embargo - y aunque notemos su presencia - no creo que la mayoría de quienes vivimos aquí sepamos cómo se llaman, cuántos años tienen o si dan fruto. Y es que en el ritmo vertiginoso de una ciudad se pierde un tesoro, el aprecio por el valor de las cosas pequeñas.
Este defecto puede llegar a convertirse, si no tenemos precaución, en un “mal de escuela”. Y no voy a hablar ahora de la naturaleza sino, literalmente, de las cosas pequeñas hechas por las personas.

Los profesores vivimos rodeados de las pequeñas cosas cotidianas, de las herramientas corrientes, de las actitudes de los niños y de sus inquietudes. A diario convivimos con ellas pero no nos fijamos porque se han hecho invisibles bajo la enorme capa de las cosas “trascendentales” – terminar el temario o preparar la evaluación- en que nos ocupamos.

Sin embargo estas cosas pequeñas son las mejores manifestaciones de la dignidad y la capacidad de la especie humana, e incluso sirven como motor de confianza en la pervivencia de la humanidad. Las miradas, los gestos, los rasgos de los niños, su creatividad ante un problema, sus dibujos, sus regalitos agradecidos,  aquello por lo que ríen, lo que les emociona o disgusta… Todo forma parte esencial de la belleza de la docencia. Son, aunque no nos demos cuenta, la fuente de la juventud eterna de un maestro y la gasolinera de su vocación.

“Escribe cinco cosas buenas de cada uno de tus alumnos”, me retó una vez ese gran psicólogo y gran hombre que es Javier Urra. Dicho así, parece fácil. No lo es. Para mi vergüenza, y aunque sé las notas que sacan en los exámenes, tal vez no los conozco lo suficiente.

La docencia está llena de pequeños momentos que vivimos a diario sin darles valor alguno, como si fueran naturales. Pero son muestras de la capacidad del ser humano para resolver problemas complejos, manifestaciones de la inteligencia verdadera, que no es la acumulación de conocimientos - hoy los tiene un ordenador - sino la intuición. Así que, antes de que llegue la jubilación, tengo el propósito de gustarlas mejor, de valorarlas más, de mirar con más afecto a los niños que me miran, de agradecer su disponibilidad para creer lo que digo, para obedecer lo que mando. Para agradecer su confianza en mí. Estoy hablando de trabajar más despacio, pararse para admirar el dibujo sencillo, para escuchar una historia pequeña, cotidiana, tal vez insustancial para mí pero tan trascendente para el niño. Y de paso, por qué no, pararme para pensar en lo que hago y mirar cada día, uno por uno, a los ojos de todos, para así educarlos con la sencillez de mi presencia.


Me propongo valorar un poco cada día la belleza de tantas cosas pequeñas como pasan en mi clase.