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domingo, 5 de junio de 2016

Yo sufro, yo acoso



Hace apenas una semana, y para abordar en clase el gravísimo problema del acoso escolar, conté a los alumnos de 5º de primaria la historia del niño acosado que, convertido ya en adulto y cirujano, tuvo que operar a vida o muerte a su acosador. La clase entendió la moraleja sobre el sentido cíclico de las situaciones vitales. También, por supuesto, el dilema moral. Todos menos uno apostaron de manera espontánea por la solución más humana: el médico salvó la vida del paciente. Sin embargo, un chiquillo que ha vivido problemas serios de violencia familiar, optó por la venganza. Para él era la solución más lógica. Ni sus compañeros ni yo logramos que cambiara de opinión. El debate fue muy intenso, salieron a la luz algunos problemas que permanecían ocultos y la sombra del acoso escolar - un fenómeno que se desarrolla siempre en el ecosistema de los niños - planeó sobre mi aula.  “Yo sufro”. “Yo acoso.”

Desde el momento en que los niños abandonan el mundo protegido de la primera infancia y se encuentran con retos que deben resolver solos, comienzan la andadura de su propia vida. El modo en que afrontan los problemas que se les plantean depende de un importante conjunto de factores que actúan todos a la vez: el carácter, la construcción psicológica, la educación que reciben, el medio cultural y la actitud misma de la sociedad para con ellos.
Un problema al que todos deben enfrentarse es el conflicto con los iguales: la discusión, el enfrentamiento o la mera cesión de derechos inevitable en cualquier laboratorio de convivencia, sea la escuela, el parque o la oficina. Ya decía Kant que nuestro rasgo más característico como seres humanos es “la insociable sociabilidad.”

Los conflictos son imprescindibles para la socialización plena del pensamiento, para ver a los otros en cuanto que son “otros que yo” y tenerlos en cuenta. El conflicto enseña al niño a ajustar las relaciones con los miembros de su grupo, a percibir claramente tanto los sentimientos que le inspiran los otros - con quién conecta y con quién no- como los que él inspira en los demás. Se realiza de esta manera y de forma natural la selección entre afines que es consustancial a la amistad.

Por supuesto, la palabra “conflicto” implica solamente los hechos incluidos en su definición: pelea, problema, diferencia de opinión, discusión. Es decir, una situación en la que hay bandos y contendientes, natural en el enfrentamiento entre iguales; algo muy diferente a la agresión, o al acoso escolar, en los que hay verdugos y víctimas. Esta primera distinción es fundamental para abordar las conductas sistemáticas de acoso y violencia escolar en toda su complejidad y dándoles la importancia que se merecen. Y debemos tomarlas en serio porque están sucediendo a nuestro lado, en cuanto volvemos la espalda.

La agresividad intimidatoria entre escolares no es nueva. El matón es un personaje antiguo ¿Quién no es capaz de recordar las novatadas? ¿Quién no ha tenido un mote o ha vivido con desesperación el día en que estrenó las gafas? Sin embargo, muchos nuevos factores inciden en que las acciones sistemáticas de acoso tengan en nuestros días derivaciones más graves, sean más violentas y despiadadas y, en muchos casos, queden impunes. Precisamente porque los niños viven un momento de especial indefensión en una sociedad agresiva, que los colma a la vez de derechos y de desprecios, es momento de que los centros escolares se conviertan en lugares de prevención, diagnóstico inmediato y tratamiento eficaz de esa victimización entre iguales en que consiste el bullying.  Esa acción negativa e intencionada sitúa a las víctimas en posiciones de las que difícilmente pueden salir por sus propios medios, y los profesores tenemos la responsabilidad esencial de protegerlos.

A pesar de ello, todos los estudios señalan que nuestra intervención puede ser tardía e incluso escasa, y esta es una certeza que nos desvela a todos. Aunque no se debe generalizar, parece claro que las herramientas que empleamos, tanto en forma de normativas como en la formación específica y en la acción tutorial, son insuficientes. Y a pesar de ello, los estudios constatan también la existencia de zonas y horarios de especial conflictividad precisamente porque no hay profesores delante, entre los que se lleva la palma el recreo que sigue a la hora de la comida. En esa franja horaria se observa la relación inversamente proporcional entre el número de profesores y la incidencia de los conflictos. Por tanto parece demostrado que nuestra presencia, nuestras decisiones y nuestra actitud frente a los agresores y víctimas son factores de enorme relevancia en la incidencia de los problemas y la dimensión que pueden llegar a alcanzar.

Por supuesto, los mismos estudios que ponen el acento en nuestras dificultades como docentes demuestran que tanto los padres de los alumnos víctimas de agresiones como los de quienes intimidan a otros compañeros no tienen conciencia del problema y hablan de él con sus hijos en contadas ocasiones.
Es por tanto la comunidad educativa en pleno, como fuerza compensatoria, quien influye en la solución del acoso escolar. Las actitudes, conducta y preparación de familias, profesores y personal del centro son elementos decisivos.

Como tutora de un curso de Primaria, me parece urgente, en primer lugar, la formación específica, que deberían facilitar con urgencia las administraciones. Mientras llega a los centros- y espero que inaugure masivamente el próximo curso- hay otro aspecto importante que está en nuestra mano: la permisividad en cuanto a normas de conducta también está asociada al desarrollo de las actitudes de violencia escolar. Las normas de centro claras y que se cumplen son imprescindibles, junto con la información preventiva, el debate, el diálogo abierto y la concienciación.

“Yo sufro”. “Yo acoso.” Estas dos alarmas tienen que convertirse para todos en una prioridad máxima. Así que, a quien corresponda, pido en nombre propio y de mis compañeros formación intensiva e inmediata para la prevención, diagnóstico y tratamiento del acoso escolar.