BIENVENIDOS

Bienvenidos a esta sala de profesores. Gracias por compartir conmigo las ganas de pensar sobre educación.



jueves, 21 de diciembre de 2017

ENCUENTROS. Mi nuevo libro.



Acabo de publicar un nuevo libro con la editorial San Pablo. Se llama Encuentros y está compuesto por reflexiones personales y algunos relatos cortos que he denominado parábolas. 

Como pequeño regalo de navidad reproduzco el principio. Va con mis mejores deseos para todos en estos días y siempre.


El poeta Pablo Neruda cuenta en sus memorias que en el año 1949 se vio obligado a huir de Chile, su país natal, y hubo de cruzar los Andes para llegar a la Argentina. Hizo aquel tremendo viaje a caballo, acompañado por un grupo de guías. Atravesaron túneles de piedra y desfiladeros salvajes, vadearon ríos helados y tuvieron que rodear enormes peñascos. Una mañana, súbitamente, llegaron a una pradera “acurrucada en el regazo de las montañas”. La atravesaba un riachuelo de agua clara, la pintaban de colores miles de flores silvestres y estaba enmarcada por un cielo intensamente azul. Allí se detuvieron. En el centro de aquel círculo mágico se hallaba la enorme calavera de un buey. Neruda observó asombrado cómo los guías que lo acompañaban dejaban monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso, como una ofrenda de pan y auxilio para los viajeros que llegaran allí después que ellos. Al terminar, danzaron alrededor de la calavera abandonada “repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron”, y Neruda comprendió “que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas regiones de este mundo.” Comprendió que el ser humano necesita pan, auxilio y encuentros. 

                                                    ………………….

Hace muchos años[1], mis hijos, mi marido y yo acudimos a un estreno de cine. Nos había invitado el protagonista principal, uno de los mejores actores españoles, que era - y sigue siendo - amigo nuestro. La película se llamaba “La casa de mi padre”.  La encontramos cargada de valores y nos gustó muchísimo.
Cuando regresábamos a casa íbamos charlando sin parar, encantados. Sobre todo los chicos. El más joven de los dos, con su talante de sabio y su curiosidad por todo,  decía: "Es una película muy buena. Se entiende perfectamente que el conflicto es un desencuentro, ya no me lo tienen que explicar". El mayor estaba muy emocionado por haber compartido algún rato con aquel gran artista. Yo notaba que tenía ganas de contarme algo y, cuando se acostó, me acerqué a su dormitorio. Entonces él me dijo esto que escribo sin añadir retórica: "Mamá, le he dicho a nuestro amigo que él me había cambiado la vida y puede pensar que soy un exagerado, pero no exagero nada. Yo tengo una teoría sobre la vida, y como soy tan visual y todo lo veo en imágenes y en colores mientras lo pienso, es una teoría gráfica. Pienso que la vida es una línea, pero no una línea ya trazada sobre la que andamos sino una línea que nosotros mismos vamos trazando mientras vivimos, como si tuviéramos siempre en la mano un lápiz. Cada persona que se cruza con nosotros, aunque sea un niño que nos ha mirado una mañana, mueve la línea un poquito, la desplaza unos milímetros porque ha entrado en nuestra vida. Y así la línea va formando rectas, curvas, subidas o bajadas, picachos y espirales, unas veces da vueltas para volver al mismo punto, otras se estira muchísimo hacia el horizonte, o se quiebra y luego se recompone. Y él, desde que ha entrado en mi vida, ha movido mi lápiz con experiencias insólitas, me ha hecho pensar, me ha dado grandes oportunidades de aprender que nunca me hubierais podido dar vosotros o conseguir yo solo, y está formando en mi línea un dibujo completo. Por eso le di las gracias."
Aquella noche, insomne y emocionada, comprendí que mis hijos ponían en palabras un aspecto esencial del ser humano: cada vida singular está edificada sobre los encuentros con los demás. Y aquella noche fue para mí también un bello encuentro con ellos, en el cual tuve acceso a  su visión del mundo y comprendí que eran mayores ya, bellos por dentro y reflexivos.

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El dibujo de nuestra vida es original, único, armónico, significativo, imprevisible. Nunca es banal ni absurdo. Siempre está abierto y se enriquece con nuevas formas y colores, con nuevas personas dispuestas a mover el lápiz. Como se desarrolla en un espacio y un tiempo determinados, entre seres singulares y a partir de hechos concretos, necesitamos el encuentro de persona a persona. Y esto es así aunque a veces nos recorra el escalofrío del momento insociable y anhelemos la soledad que permite reconstruir las vivencias; o aunque nos sumerjamos de vez en cuando en el anonimato de la multitud y nos guste ser bañistas a plena piel en una playa atestada, o hinchas que corean la misma consigna en un estadio de fútbol.
Ya sea en la construcción a solas de nuestra singularidad, ya sea saliendo a conocer experiencias por los caminos del otro, cada encuentro ayudará a nuestro lápiz a trazar nuevos senderos, cimientos sólidos donde edificar la esperanza.
Porque la vida es el encuentro.




[1] He contado ya parcialmente esta anécdota familiar en el libro La flor de la esperanza. Sin embargo, es aquí, en Encuentros, donde adquiere su verdadero significado.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Lo pequeño

Resulta que Madrid es la capital europea que cuenta con más árboles. Sin embargo - y aunque notemos su presencia - no creo que la mayoría de quienes vivimos aquí sepamos cómo se llaman, cuántos años tienen o si dan fruto. Y es que en el ritmo vertiginoso de una ciudad se pierde un tesoro, el aprecio por el valor de las cosas pequeñas.
Este defecto puede llegar a convertirse, si no tenemos precaución, en un “mal de escuela”. Y no voy a hablar ahora de la naturaleza sino, literalmente, de las cosas pequeñas hechas por las personas.

Los profesores vivimos rodeados de las pequeñas cosas cotidianas, de las herramientas corrientes, de las actitudes de los niños y de sus inquietudes. A diario convivimos con ellas pero no nos fijamos porque se han hecho invisibles bajo la enorme capa de las cosas “trascendentales” – terminar el temario o preparar la evaluación- en que nos ocupamos.

Sin embargo estas cosas pequeñas son las mejores manifestaciones de la dignidad y la capacidad de la especie humana, e incluso sirven como motor de confianza en la pervivencia de la humanidad. Las miradas, los gestos, los rasgos de los niños, su creatividad ante un problema, sus dibujos, sus regalitos agradecidos,  aquello por lo que ríen, lo que les emociona o disgusta… Todo forma parte esencial de la belleza de la docencia. Son, aunque no nos demos cuenta, la fuente de la juventud eterna de un maestro y la gasolinera de su vocación.

“Escribe cinco cosas buenas de cada uno de tus alumnos”, me retó una vez ese gran psicólogo y gran hombre que es Javier Urra. Dicho así, parece fácil. No lo es. Para mi vergüenza, y aunque sé las notas que sacan en los exámenes, tal vez no los conozco lo suficiente.

La docencia está llena de pequeños momentos que vivimos a diario sin darles valor alguno, como si fueran naturales. Pero son muestras de la capacidad del ser humano para resolver problemas complejos, manifestaciones de la inteligencia verdadera, que no es la acumulación de conocimientos - hoy los tiene un ordenador - sino la intuición. Así que, antes de que llegue la jubilación, tengo el propósito de gustarlas mejor, de valorarlas más, de mirar con más afecto a los niños que me miran, de agradecer su disponibilidad para creer lo que digo, para obedecer lo que mando. Para agradecer su confianza en mí. Estoy hablando de trabajar más despacio, pararse para admirar el dibujo sencillo, para escuchar una historia pequeña, cotidiana, tal vez insustancial para mí pero tan trascendente para el niño. Y de paso, por qué no, pararme para pensar en lo que hago y mirar cada día, uno por uno, a los ojos de todos, para así educarlos con la sencillez de mi presencia.


Me propongo valorar un poco cada día la belleza de tantas cosas pequeñas como pasan en mi clase.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Respeto






Hace tiempo escuché decir a Víctor Ullate, el gran maestro de la danza, una frase que me impresionó: Hay tantas cosas que los españoles no respetamos de nosotros mismos que cómo vamos a respetar el Arte. Si añadimos otros conceptos como educación, ciudadanía, democracia o sociedad, podemos tener un diagnóstico estupendo de nuestro presente.

En España necesitamos recobrar el respeto que nos debemos a nosotros mismos. No se trata solamente de la autoestima personal y del cuidado de uno como ser ético, que por supuesto es tarea individual y cotidiana; se trata del respeto a nuestra condición de ciudadanos que aportan lo mejor de sí a una construcción más grande que todos pero hecha por todos. Si miramos bien, este asunto de la falta de respeto afecta a todos los ámbitos y funciona como una especie de carcoma que destruye la confianza, la solvencia, la credibilidad, y como sigamos así, hasta la esperanza.

En el terreno de la política hace falta respeto por el compromiso que se adquiere con el voto de los ciudadanos. La tarea política no puede ser una soterrada fontanería sino un que es un vínculo de honor entre el gobernante y los electores al que se debe humilde y verazmente.

Hace falta que quienes gestionan lo que es de todos respeten la tarea que desempeñan. Este otoño seco, mientras escucho tantas declaraciones de políticos, pienso en el respeto que ellos se deben a sí mismos. Y lo echo en falta.

En el terreno de lo social hace falta respeto por la libertad, por la insustituible democracia con sus reglas de juego, por la justicia y sus requisitos, por las personas individuales y sus derechos. Son tiempos en que nos estamos jugando mucho.

En el campo de la educación hace falta mucho más respeto. Sobre todo hace falta recibirlo. No puedo entender qué ganancia obtiene quien desacredita el trabajo docente, a quién le puede hacer gracia, en quién puede encontrar complicidad, si no es en personas que tampoco se respeten a sí mismas. Por supuesto, cuando la burla proviene de los responsables directos de la gestión educativa se roza el límite del esperpento. Quiero decir que lo roza el burlón, o la burlona, con esa falta de respeto por su propia responsabilidad.
Hace falta respeto por la relación educativa, que siempre es trascendente, y por sus actores: los alumnos, que nos miran y nos aprehenden; los profesores que en su inmensa mayoría se dejan la vida en el aula. Hace falta respeto por las familias y por la relación de confianza que deben establecer con los profesores de sus hijos. Hay que respetar también al personal auxiliar y de apoyo en los centros, que realiza una tarea que no es intercambiable con la docencia puesto que actúa en un ámbito diferente.

Cada docente debe respeto a su profesionalidad, a la personalidad que le hace insustituible, a sus alumnos y a la sabiduría que transmite. Debe respeto también a su centro de destino, del que forma parte esencial porque cada docente es su centro como cada colegio o instituto es- sobre todas las cosas- su equipo docente.


Víctor Ullate me contó también que su compañía de danza participó en la ceremonia de clausura de la Expo 92 y que allí, a pesar de todos los problemas, se sentía parte de un país responsable, implicado y comprometido, que podía mostrarse ante los demás con orgullo. Es evidente que hemos perdido algo desde entonces, y a lo mejor se resume en una sola cosa: el respeto por nosotros mismos.

domingo, 5 de noviembre de 2017

La ocasión


Le dimos el papel protagonista en la obra de teatro. Al fin y al cabo, nos habíamos metido en ese proyecto por él, para ver si de alguna manera lo animábamos. Era el alumno más díscolo del curso. El texto era difícil. Lo bordó. Tan bien lo hizo que nos vino a la memoria la incandescencia de la pedagogía de Unamuno: “El genio nace y no se hace, y nace de un abrazo más íntimo, más amoroso, más hondo que los demás, nace de un puro momento de amor, de un amor puro.”

El encuentro escolar debe ser siempre una gran ocasión. No solamente porque está regida por la dimensión del tiempo que se relaciona con el Kairós, la oportunidad, sino porque en ella se despliegan las mejores facultades de todos los que intervienen. La relación educativa es un diálogo de lo mejor de muchas almas, con un único fin: el futuro.

Para aprovechar la ocasión, nos vendría bien a los profes responder a una pequeña serie de preguntas. Son estas:
  • Lo que enseñamos, ¿es lo que los estudiantes aprenden? Si hemos contestado no, es porque comprendemos la esencial individualidad de los procesos de aprendizaje.
  •  ¿Somos verdaderamente democráticos o solo lo parecemos? No perdamos la ocasión de formar parte de una comunidad, de crearla con esfuerzo y alegría.
  •  ¿Pensamos solo con la cabeza o pensamos con el cuerpo? Si no lo tenemos claro, no perdamos la ocasión de cambiar los espacios del aula.
  • ¿Les enseñamos a evaluarse a sí mismos? Pues es imprescindible para crecer.
  • ¿Estudian o aprenden? No dejemos pasar la ocasión de incorporar lo narrativo, lo que emociona, lo que es inesperado, lo que parte de sus vivencias y conocimientos previos.
  • ¿Nos sentimos los profes libres en el aula? Pues tal vez debamos volver sobre Unamuno: “La libertad no significa otra cosa que la emancipación de la lógica, que es nuestra más triste servidumbre.”




[1] Miguel de Unamuno, Amor y Pedagogía, 

domingo, 29 de octubre de 2017

Memorias



Durante buena parte de mi vida he sido maestra.

No ingresé en el Magisterio con una clara vocación docente. Sabía, sí, que me interesaban los niños: que si fuera médico me especializaría en Pediatría, y si fuera juez, en Menores. Sabía también que era curiosa para el conocimiento y me gustaba transmitir lo que aprendía. Sin embargo, para transformar mi interés genérico por la infancia en una vocación clara, tuve que atravesar un proceso casi químico: de amalgamar y producir sustancias nuevas. Mis alquimistas fueron Mariano Martín Alcázar y otros profesores extraordinarios de “Escuni”, mi escuela universitaria. De allí salí con la seguridad de que había acertado en la elección profesional y de que comprometer la vida en ser maestra me llenaría de felicidad. Cuarenta años después sé que no me había equivocado.

Conocí a mis primeros alumnos allá por 1980, en el centro de educación especial “María Corredentora”, de Madrid. Recuerdo que trabajaba allí un grupo incandescente de profesoras. De ellas y de aquellos niños y niñas aprendí que en mi clase no podría haber nunca un rincón para el desánimo.

Ingresé en la función docente en 1981 y mi primer centro público fue el colegio “Arquitecto Gaudí”, también de Madrid, que escolarizaba un alumnado de alto nivel social y económico.  En aquel primer año de funcionaria novata, aprendí de los chicos a no tomarme demasiado en serio a mí misma. También aprendí que hay diferentes tipos de polvos pica-pica.

Después di clase en La Codosera, un pueblo de Badajoz fronterizo con Portugal  a donde por entonces no llegaba la carretera. Mis alumnos no habían recibido nunca una carta y mi propio abuelo escribió treinta diferentes, dirigidas a aquellos chiquillos. Recuerdo que celebramos una gran fiesta cuando llegó el cartero, y que los padres me inundaban a diario de pan caliente y leche recién ordeñada. Por entonces aprendí el valor esencial de muchas cosas sencillas.

Dirigí un grupo de teatro escolar en el colegio público “Juan Vázquez”, de Badajoz capital, con el que preparé durante todo un trimestre la Historia de una escalera, de Buero Vallejo. Compartimos muchas horas de ensayos en las que aquellos chicos de octavo de EGB sacaron de sí mismos talentos y pasiones desconocidas. Estrenamos nuestra obra el día que murió Luis Álvarez Lencero y allí, en un salón de actos de colegio, ante media entrada de padres y niños pequeños, mis alumnos y yo guardamos un minuto de emocionado silencio por la memoria del gran poeta extremeño. Ese homenaje fue iniciativa de los jóvenes actores, que me dieron entonces una gran lección. Aprendí tanto de aquellos chicos que todavía hoy ocupan un lugar especial en mi memoria y mi corazón.

En el colegio “Ciudad del Aire” de Alcalá de Henares aprendí de los alumnos y de un maravilloso director, Santiago Crespo, la importancia que tiene para un docente la autodisciplina. Y recuerdo con emoción a aquel chiquillo que me pidió dirigirse solemnemente a la clase, y entonces dijo: “Por favor, no me llaméis Nacho. Mi nombre es Ignacio y me gusta ser yo mismo.” Lo apunté para tenerlo yo también en cuenta.

Del “Fray Albino” de Santa Cruz de Tenerife me traje la paciencia. Mis alumnos la tuvieron a manos llenas conmigo y mi dificultad para aprender los nombres guanches.

En el “Manuel Azaña” de Alcalá de Henares, donde di clase durante quince años entre enormes dificultades por las circunstancias sociales de los alumnos, comprendí la profunda complejidad y belleza de la docencia. Entre tantos chicos y chicas que pasaron por mi aula recuerdo a un alumno guineano que no podía aprender a escribir y se convirtió en buen jugador de ajedrez; a una alumna gitana llena de talento e inteligencia que dejó de asistir a la escuela con la primera regla; a un pequeño con un grave desequilibrio psíquico, del que no conseguí nunca una mirada pero que un día me tomó la mano y me la besó; y a una alumna abandonada por una madre alcohólica a quien recuerdo a diario con la sensación de que no hice por ella lo suficiente.

De nuevo en Madrid, en el “Padre Coloma”, di clase a un grupo de sexto de Primaria con el que compartí mi amor por los cuentos de Borges y que supieron adaptar El Aleph a un teatrillo de marionetas. El último día de curso del año 2000, cuando sonó el timbre que anunciaba el final de la hora de clase, todos se quedaron sentados y en silencio. Yo les pregunté por qué no se marchaban a casa y el delegado, de pie y en nombre de todos, me dijo: “No queremos separarnos de ti, profe.” Lo considero uno de los momentos más bellos de mi vida.

Después de un paréntesis de trece años, en el cual tuve el honor de defender al profesorado desde el sindicato ANPE, regresé a la escuela para encontrar de nuevo la belleza de esa forma única de comunicación entre seres humanos que es la relación educativa. Y desde el CEIP “San Miguel” de Hortaleza, rodeada de compañeros excelentes, aprendo y reaprendo cada día por qué me hace tan feliz compartir con los alumnos la dura, absorbente, mágica y feliz trinchera de la escuela.


A dos cursos de la jubilación, comprendo que este compromiso ha sido un buen viaje para la vida. No existe poder de transformación más grande que el de un maestro sobre su discípulo, ni poder de transformación más bello que el de un discípulo sobre su maestro. Todo lo que sé de la educación se ha fundamentado en el encuentro con personas y lo he recibido a través de ellas. De mis alumnos y de mis compañeros, de todos aquellos con quienes se ha cruzado la línea de mi vida, aprendí y aprendo. A diario.

sábado, 14 de octubre de 2017

MOTIVARSE



Acabo de asistir al V Congreso sobre Alumnos Superdotados y con Altas Capacidades organizado por la Fundación Mundo del Superdotado. Su presidenta, la titánica y maravillosa Carmen Sanz Chacón, es una mujer que está cambiando la percepción social sobre las personas más inteligentes, muchas veces, en tremenda paradoja, abocadas al fracaso escolar.

El título del congreso- "La apuesta por el talento. Identificación y motivación de los superdotados" me ha permitido conocer a centros y profesores de toda España que están trabajando ya con sus alumnos de altas capacidades de manera creativa y valiosa. Debemos pensar que componen un 10% de la población, por tanto no cabe duda de que están, silenciosos y anónimos, en todas nuestras aulas. También me ha permitido reflexionar sobre una de las palabras que componen ese título: la motivación.

Es curioso el malentendido que rodea a la motivación. Etimológicamente, deriva del latín movere, motum, movimiento. Designa una fuerza motriz, en este caso, psicológica, que orienta la conducta humana hacia un objetivo, explica los actos de un individuo, suscita, inicia, mantiene y canaliza las conductas personales aunque se integren después en un trabajo de equipo.

Sabemos que la motivación constituye una necesidad del ser humano y que puede ser primaria –aquella que obedece a impulsos biológicos-; secundaria, que se adquiere a través de la experiencia y el aprendizaje; intrínseca, aquella en que la motivación es la propia actividad en sí misma; o extrínseca, en la cual la motivación es un beneficio que se obtiene de la realización de la actividad.

La necesidad de respeto y de reconocimiento es la cuna de la motivación. Para la mayoría de los niños están más o menos completas las necesidades fisiológicas, las de seguridad y las afectivas. Sin embargo, pocos educadores y padres prestamos atención a las necesidades de autoestima y autorrealización. Y estas necesidades de crecimiento personal, cuando son satisfechas, desarrollan todas las potencialidades del ser humano.

De entre todos los tipos de motivación, la que tiene verdadera relevancia educativa es la motivación intrínseca, que responde a la necesidad de sentirse competente, de hacer las cosas con gusto y hacerlas bien. 
Estoy segura de que todos conocemos esta historia:
En la época en que se construía la catedral de París, una mañana pasó el arzobispo revisando los trabajos, que ocupaban a cientos y cientos de obreros.
En su recorrido, le llamaron particularmente la atención tres individuos que ejecutaban el mismo trabajo: picar grandes bloques de piedra. Sólo que el primero se desempeñaba con visible desgana y fastidio; el segundo, con seriedad, pero con lentitud y cierta pesadez; el tercero, en cambio, con entusiasmo y diligencia.
El arzobispo preguntó al primero: “¿Qué estás haciendo?” “Me pusieron a tallar esta piedra dura y horrible”- fue la respuesta. Luego preguntó al segundo: “¿Qué estás haciendo?” “Aquí, cumpliendo con el horario de trabajo, qué aburrimiento”. Finalmente, formuló la misma pregunta al tercero: “¿Qué estás haciendo?”, y recibió la respuesta: “¡Estoy construyendo la catedral de París!”

El cuentecillo se nos ha contado mil veces a los profesores para explicarnos lo que es la motivación, sin profundizar en su verdadero significado. Porque, si los tres picapedreros tienen el mismo trabajo, el mismo horario y el mismo sueldo, el tercero de ellos nos deja bien claro que el infinitivo verbal que corresponde al sustantivo “motivación” es motivarse. Hablamos por tanto de un estado de ánimo que uno debe lograr y sostener por sí mismo.

 Los profesores no “motivamos” a los alumnos; este malentendido ha dado lugar a que se nos haya confundido algunas veces con animadores. Nuestra tarea es rodear a los alumnos de la seguridad, las experiencias de éxito, la aprobación de sus logros, la propuesta de nuevos retos y, en definitiva el “paisaje” que les permita a ellos desarrollar una motivación personal ante la tarea y ante la vida.

Educar a alguien es, en primer lugar, hacer que confíe en sí mismo. Para  ser capaces de ver las potencialidades de nuestros hijos y de nuestros alumnos - y verlas es la única manera de guiarles para que las saquen a la luz - nos conviene reflexionar como El Principito: “Yo siempre amé el desierto. Uno se sienta sobre una duna de arena. No ve nada. No oye nada. Y, sin embargo, alguna cosa resplandece en silencio. Lo más bello del desierto es que, siempre, en alguna parte esconde un pozo.”

He aprendido muchísimo durante este congreso. Agradezco mucho esta oportunidad a la Fundación Mundo del Superdotado y a Carmen Sanz Chacón.





martes, 3 de octubre de 2017

AUTOESTIMA





“Un maestro que es amable y comprensivo con sus alumnos siempre se gana la amistad de estos. Yo espero que usted ame a partir de ahora nuestra región, y le tome afecto, porque aquí hay mucho más que “bellotas y cerdos”.

Esto decía una carta, fechada en febrero de 1983, que recibí de uno de mis alumnos extremeños y que aún conservo, maravillada por la seguridad y la sabiduría de un chaval de 8º de EGB, es decir del actual 2º de la ESO. Las redes sociales me han permitido comprobar a distancia que aquel muchacho reflexivo es hoy un empresario de éxito, querido y respetado. Él, a los catorce años, ya se sentía capaz de hacer cosas, y por eso las hacía.

Todos los profesores sabemos que una de las claves del progreso de los alumnos es la autoestima. Este concepto, utilizado tantas veces fuera de contexto, implica la capacidad de mirar un objetivo, mirarse a uno mismo y deducir algo tan sencillo como “puedo hacerlo.” 

La pedagogía ha incidido sobre esa mirada que debe ser a la vez objetiva y amorosa. Sin embargo ha olvidado en muchas ocasiones que los activadores de la autoestima, y de la voluntad, son los objetivos referenciales, las “metas”. Paradójicamente, hoy queremos recuperar las metas educativas pero al revés, convirtiéndolas en banales “resultados”.

Un profesor está obligado a mostrar metas, y a favorecer que cada uno escoja las suyas. Lo bueno de esto es que la educación no ha dejado de ser un factor de movilidad social, aunque lo afirmen así algunos pesimistas. Una etapa obligatoria con suficiente apoyo y un buen sistema de becas podrían seguir siendo el trampolín para que cualquier persona llegara a donde se propusiera. Lo que debería aportar cada individuo, a cambio, sería una aspiración y mucha voluntad.

“Yo voy a ser chatarrero, como mi padre. ¿Qué otra cosa puedo ser?” Los niños y niñas de las zonas menos favorecidas tienen dificultades para conseguir aspiraciones distintas a las de su entorno. Les cuesta mucho proyectarse a sí mismos en el futuro. No solo porque la infancia es, de todas las etapas biográficas, la más incardinada en el presente, un tiempo que los niños viven en toda su intensidad, sino porque les faltan modelos concretos, cotidianos. Sus familias están ancladas también en el presente inmediato, tal vez porque cuando uno no sabe lo que va a cenar no se puede pensar en otra cosa.

Los profesores debemos compensar en la medida de lo posible esta falta de referencias. Lo hacemos constantemente en el ámbito cultural, e incluso en el lúdico, pero también debemos aportar a nuestros alumnos experiencias que les muestren modelos profesionales, hombres y mujeres que encarnen opciones vitales distintas a las que proporcionan los entornos familiares. Nos debería preocupar que un alumno adolescente crea que una periodista o un arquitecto son personajes tan fantásticos como Luke Skywalker. De ahí que pueda ser útil proporcionarles encuentros con diversos profesionales que, sencillamente, les hablen sobre su trabajo. Sé que los alumnos viven con profundo interés estos encuentros, preguntan, participan, desean informarse sobre la profesión concreta y “la retratan” para comprobar si ellos tienen cualidades que se ajustan a soñar con ella en el futuro. Y por supuesto, las tienen. Abrir las ventanas a la posibilidad de que aquella chiquilla a la que le gusta escribir se imagine a sí misma como novelista es muy gratificante para el maestro. 

Por cierto, si nos ven disfrutar a la vez que ellos les estaremos enviando también buenas referencias sobre una profesión que tienen muy cercana: la nuestra.


sábado, 30 de septiembre de 2017

DIÁLOGO




El rostro del ser humano es único y particular, pero a la vez refleja todo el mundo. Cuando pasa el tiempo por él, cuando la luz rosada de la infancia amarillea en el anciano, cuando el amor lo arrebola y el dolor lo contrae, cuando la razón y la bondad brillan en su frente e incluso cuando la cerrazón lo oscurece como una sombra, el rostro refleja la indisoluble relación de la vida del hombre con todo lo que le rodea.

Los artistas y los enamorados supieron desde el principio de los tiempos que el alma se asoma siempre por el rostro. No es un asunto de armonía ni de proporciones, de cánones de belleza o de cirugías artificiales; es la expresión de la naturaleza humana cuando prescinde de los elementos culturales adquiridos y se muestra desvalida e intensa, desnuda en su alegría y su dolor. Un aliento interno que exuda, se evapora, en la mirada, la sonrisa, el gesto de cada persona.


Ese rostro común a todos en su estructura de especie y único en su personificación está ahí para abanderar la necesidad de diálogo con los otros. Frente al sentimiento artificial de la masa, frente a la máscara entendida como ficción congelada,  cada rostro humano que mira de frente a nuestro propio rostro nos recuerda que debemos recobrar el personalismo. Ya es hora de comprender que  no existe otra manera de construir una comunidad libre y justa más que a través del encuentro entre personas. El diálogo cara a cara, que justifica la posición erguida del hombre frente a las otras especies, requiere de tolerancia y respeto. Para este diálogo está diseñado nuestro rostro. No deberíamos olvidarlo ni en el hogar, ni en la escuela, ni en la sociedad, ni en la política.

domingo, 27 de agosto de 2017

BARCELONA





Estos días en que hemos tenido el alma en Barcelona y Cambrils, me han preguntado qué puede hacer la escuela para prevenir la violencia terrorista. Sinceramente, me parece que la escuela pública trabaja ya muy en serio por la integración, con todas sus fuerzas. Es más, hay integración real, en sus aulas se pone verdaderamente en práctica el laboratorio de una sociedad mejor. El mosaico de colores en las aulas públicas es tan complejo que la única manera posible de avanzar es la convivencia.

Y sin embargo, llegan estos golpes. Un terrorista esconde, con frecuencia bajo el amparo de un supuesto credo religioso o político, una "mirada alienante", que cosifica a las personas, las convierte en una masa informe y las priva de su singularidad. Orson Welles la describió muy bien en la tremenda escena de la noria de la película El tercer hombre: “¿Ves aquellos puntitos de allá abajo? ¿Qué pasaría si yo suprimiera a uno? Nada en absoluto.”

No es fácil saber cómo se llega, antes de los veinte años, a conseguir ese tipo de mirada. A lo largo de la historia ha sido frecuente y ha convertido a muchos jóvenes en ejecutores de intereses espurios, o tal vez del mismo interés con diferentes disfraces.

Creo adivinar que esa mirada parte de una personalidad irreflexiva, poco empática e intolerante a la frustración. Es posible que sufra una crisis de identidad personal junto a una necesidad de afirmación y a la vez de difusa venganza contra un mundo a veces maltratador e injusto, más áspero cuando se ha llegado de fuera con la expectativa de una vida mejor, porque el contraste con la realidad obliga a idealizar aquello que se dejó atrás y ya se ha perdido para siempre. A ello se añade la necesidad de absolutos, consustancial a la juventud. Hay quien los encuentra en la pertenencia a un grupo, se diluye en él y acepta los retos y pruebas iniciáticas que ese grupo exija. Y hay quien crece en entornos – sociales y religiosos- en los cuales la vida de los otros no es sagrada. Tal vez la suma de estos factores podría hacer un terrorista. Lo seguro es que detrás de cada uno de ellos hay una persona que elige su camino.

Comienza el curso y en el ánimo de todos está arrimar el hombro para que el dolor de Barcelona no vuelva a suceder. ¿Qué más puede hacer la escuela? Seguir profundizando en la buena convivencia. Para ello necesita cada vez más apoyo y recursos de profesionales externos: mediadores, trabajadores sociales, orientadores, profesores de educación compensatoria, aulas de enlace… Los recortes en estos profesionales fueron un gravísimo error que seguimos pagando. Y dicho esto, son los responsables políticos quienes deben corresponder con honestidad, quienes deben esforzarse por evitar guetos, quienes deben favorecer- como urgencia social- el empleo y la inserción de la gente joven.

La escuela integra en la sociedad, el trabajo digno integra en la sociedad, el comportamiento íntegro de los gobernantes integra, cohesiona, a la sociedad. El buen juicio de los medios de comunicación, y la disminución de los estímulos de violencia en la infancia, contribuyen a la integración. Y una vez dicho esto, la solución concreta – cuando la violencia se disfraza bajo un credo o una idea- solo puede provenir de ese mismo credo. Y mientras esto no suceda, la sociedad debe garantizar el derecho a la protección y la seguridad de los ciudadanos con todos los medios lícitos a su alcance.


No tenemos miedo es, en principio, un buen mensaje pero puede conducir a dejarlo todo como está, y hay mucho que hacer; debemos, por el contrario, tener preocupación y compromiso. El pacifismo es una especie delicada y frágil en el espectro de la conducta humana y solo puede crecer donde todo se pone en marcha para que crezca.

PRIMER AÑO



Hay otros que no son yo.

Este descubrimiento primordial es el punto de la partida de la personalidad y de la consciencia del ser. Antes de que se produzca, el ser humano, que nace frágil e indefenso como ningún otro ser vivo de la Tierra, es incapaz de diferenciar su rostro del de su madre. Y sin embargo, en ese periodo se ponen los cimientos de la existencia entera: se sobrevivirá porque se recibió cuidado; se amará porque se fue amado. El bebé conocerá rostros y objetos nuevos y aprenderá a manejarse ante ellos. El paso decisivo será comprender que hay otros, que existen incluso cuando no los necesito ni los veo.

El primer año de vida de un niño es testigo de una relación esencial: la de la madre con el hijo. Desde el primer momento se establece una comunicación misteriosa entre estos dos compañeros desiguales: un nexo que permitirá a la madre percibir y adivinar las necesidades, emociones y tensiones de su hijo, y al niño registrar todos los movimientos afectivos-conscientes e inconscientes- de su madre, frente a los que ensayará sus reacciones. Y si ella- la figura amorosa- no está presente, habrá para siempre un hueco en mitad del corazón.

En estos primeros pasos de la infancia se afianzan los cimientos de la personalidad. Aun cuando parece que el pequeño ser indefenso no se entera de nada, la actitud afectiva positiva - el amor- obtendrá como resultado un fondo de seguridad y autoestima sobre el que se edificará la vida entera. O, por el contrario, el desamor producirá un sentimiento de inferioridad, una necesidad de reclamar y recibir atención, que marcará la vida afectiva para siempre.

Este primer año de vida inaugura también el milagro de la comunicación humana a través del lenguaje. Y forma parte de este proceso el reconocimiento de la palabra no, que se escuchará y empleará todos los días de la vida. Esta palabra, bien dosificada y acompañada de amor, constituye un instrumento educativo básico para los padres, y uno de los elementos fundamentales en el proceso de maduración de los hijos. 

Ve surgir también la imitación y la identificación: dos facultades de la inteligencia llenas de posibilidades. Imitar permitirá hablar, aprender, tener amigos, moverse en el medio social. Identificarse con el adulto y con otros niños favorecerá el crecimiento y maduración de la personalidad. Ambas serán imprescindibles para todos los aprendizajes intelectuales y sociales.

Dicen los psicoanalistas que ese primer año se encuentra vivo y presente en los cimientos de nuestra mente. Podría ser. Lo que hagamos con el niño es lo que quedará en él.


Un año, un año solamente, y tanta influencia en la vida. Ojalá quienes tengan el privilegio de protagonizarlo ante un hijo valoren el tesoro que la vida ha puesto en sus manos.

miércoles, 19 de julio de 2017

Blanco y negro. Un cuento para el verano

He escrito este pequeño cuento inspirada por la historia del filósofo racista Joseph Arthur de Gobineau. Espero que os guste.



Blanco y negro.


- Mi padre debe tener un funeral de primera.
Estas palabras, pronunciadas en el mismo tono grave y firme con que hablaba el difunto Joseph Arthur de Gobineau, han impresionado mucho a Badalamenti, el director de la funeraria. Tenía otra opinión sobre este joven y la verdad es que parece serio. Como todos decían que era un hijo de papá sin sangre en las venas… Instintivamente, Badalamenti adopta una postura obsequiosa, con la espalda levemente encorvada y las manos juntas sobre el estómago. Con la torsión del cuello demuestra que está escuchando atentamente.
- Despliegue los mayores lujos. No escatime en servicios.

En realidad, para Joseph Arthur de Gobineau hijo este no es un funeral sino un examen. Desde que el viejo lobo falleció hace unas horas, su hijo solo desea estar - por primera vez - a la altura de ese gigante. El caso es que aunque no se atreve a confesarlo, Joseph Arthur no encuentra dentro de sí ni un gramo de duelo por aquel padre siempre frío y ausente. Él quiere sobre todo iluminar su propia figura, que ha vivido treinta y ocho años escondida bajo una gigantesca sombra. Quiere quitarse el apelativo “hijo” del nombre y averiguar por fin quién es él además del único descendiente del ilustre conde de Gobineau.

Joseph Arthur se parece mucho a su difunto padre. Es tan alto y bien plantado como él, grande y ágil a la vez, un tirador de primera. Sin embargo, Gobineau padre poseía una enorme ventaja: su apabullante autoridad. Se desenvolvía en todas partes con la certeza de ser extraordinario y no tener iguales. Seducía a las mujeres con su actitud pícara y reservaba para los hombres una mirada despiadada que los juzgaba y condenaba a todos en un segundo. Usaba con maestría un gesto inapelable y amable a la vez, que subordinaba a quien estuviera a su lado pero no le convertía en esclavo resentido sino en perrillo fiel.

Joseph Arthur hijo jamás ha podido llegarle a su padre a la suela del zapato. Ha sido siempre mucho más torpe, más ingenuo, más silencioso, más soñador; un poeta sin talento que caza bien, no un estratega, no un campeón del ajedrez filosófico y de la diplomacia como el inmenso Joseph Arthur de Gobineau, el insigne autor del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas; el hombre más alejado de la poesía que haya existido. 
Ahora, ante el cadáver amarillento donde anidaba una energía inagotable, Joseph Arthur se esfuerza por recordar a su padre pero solo puede evocar al filósofo que fue. Vienen a su memoria con nitidez los gestos y actitudes del prócer, sus famosas frases, sus expresiones polémicas, sus trucos. Por ejemplo, esa familiaridad señorial con que hablaba a los inferiores de manera que nunca dudasen ni de su amabilidad ni de su poder. Si él se atreviera a copiar al viejo… Joseph Arthur hijo va intentarlo con el director de la funeraria, a ver qué tal se le da.
-Un funeral de primera, Badalamenti. Sin escatimar en gastos. Confío en su profesionalidad.
La primera parte le ha salido muy bien, firme en el ademán y con expresión amistosa. Ahora, siguiendo las pautas del viejo lobo, la mirada debe enfriarse lentamente y después congelarse sobre los ojos del interlocutor.
- No me defraude, Badalamenti, no me defraude.
Al dueño de la funeraria le recorre visiblemente un escalofrío por la espalda.
-Por supuesto que no Monsieur de Gobineau. Pierda usted cuidado. A su disposición siempre, señor conde.
¡Señor conde! ¡Monsieur de Gobineau! Esto es subir de categoría, dejar atrás para siempre el tratamiento de “señorito” que le condenaba a ser indefenso y niño. ¡Señor conde! ¡Qué bien suena! Los trucos del viejo lobo funcionan. Quién sabe, a lo mejor esa nueva vida con la que sueña Joseph Arthur consiste simplemente en caminar sobre las huellas de su padre, en ser igual que él.


Al día siguiente, la nave central de la catedral de Turín está a rebosar. El obispo y el cabildo en pleno reciben a las principales autoridades. El funeral va a estar presidido por el príncipe de Saboya, tío carnal del rey Humberto I, pero también está allí el conde Raimondi, de signo político contrario al viejo Gobineau y eterno opositor a su presencia en Italia. En los primeros bancos buscan sitio los líderes del partido conservador, un par de duques arruinados y vistosos, los dirigentes del Círculo Turinés de Empresarios y Banqueros, el director del periódico local más afecto a las ideas racistas del difunto y varios catedráticos de la Universidad. En los bancos centrales se sientan sus antiguos camaradas de la Asociación de la Diplomacia, el embajador de Francia y una representación de las familias bien de la ciudad. Los laterales son para los empleados y arrendatarios de las fincas del viejo, y para los sirvientes de su casa. La catedral está llena de amigos y deudos de Joseph Arthur Gobineau. Hay por supuesto ausencias clamorosas. Son las de sus centenares de enemigos, que no pueden acudir a su funeral porque están celebrando su muerte, como han proclamado en algunos artículos de prensa. “Los turineses de cabello oscuro se han librado por fin de Gobineau”, dice esta mañana el titular de un periódico clandestino.
El líder conservador, príncipe Benedetto di Larmonte, sube hasta el atril para hacer un elogio del difunto. En la iglesia hay tres decenas de personas que podrían hacerlo mejor que él, con más labia y talento, pero pocos deben a Gobineau tantos favores y durante tantos años. El discurso, por supuesto, corresponde a lo que todos esperan:
- El conde fue un hombre de convicciones férreas que él mismo creó para su vida e impuso en su entorno. Lo que se llama un hombre de una pieza, sin fisuras ni contradicciones. Fue un héroe condecorado dieciocho veces, embajador de Francia ante Irán, Alemania, Grecia, Brasil y Suecia, autor de innumerables libros de filosofía y literatura, que entre unas épocas y otras tuvo responsabilidades políticas en Francia durante más de cuarenta años y ha vivido sus últimos rodeado de la devoción de los italianos. Un hombre que defendió sus creencias con una vida íntegra e intachable y que supo decir bien claro lo que muchos pensamos y pocos se atreven a proclamar. Descanse en paz este modelo de próceres.
Junto al altar mayor de la catedral, Joseph Arthur de Gobineau hijo siente el estómago un poco revuelto. Eso de representar el papel del viejo lobo no termina de ser bueno para su salud. En fin, ahora llega el momento que ha ensayado cuidadosamente ante el espejo durante toda la noche. Va a leer un párrafo del discurso más famoso de su padre. Lo tiene tan ensayado que se lo sabe de memoria: En bien de la superioridad racial, conviene evitar toda contaminación con los elementos inferiores de los pueblos vencidos. Pues la caída de una civilización tiene una sola causa: la alteración de su pureza original por la asimilación de factores de disgregación. Éste es el caso de los Arios, antaño siempre dominantes, quienes – por desgracia – cada vez que sometían a un pueblo se mezclaban con él. En esas mezclas, los arios han perdido su pureza. Sólo quedan hoy algunos rarísimos ejemplares de arios puros. Se distinguen estos por su amor a la soledad, por la fuerza y suavidad de su espíritu, por la generosidad de pensamientos, que les impulsan a seguir los caminos de la belleza, del honor y del sacrificio, cosas todas ellas detestables para los demás seres vulgares.
Por eso no
hay suficientes soldados en el Ejército para obligar a la Patria a acoger en su seno la incesante oleada de las razas inferiores, ni hay poder suficiente para obligarnos a admitir de buen grado a los negros en nuestros hospitales, nuestras escuelas, nuestras universidades y nuestras iglesias. Joseph Arthur hijo ha decidido mantener la última “s” vibrando un momento en el aire para crear ese punto de emoción que el viejo obtuvo tantas veces en sus discursos. Cuando esta emoción sobrevuele la nave central de la catedral, él podrá por fin tomar el testigo, dejará de ser el hijo y pasará a convertirse en el único Joseph Arthur de Gobineau que exista en el mundo. Entonces bajará solemnemente por la escalera del altar y, arrodillado, buscará dentro de sí algún rescoldo de su propia emoción por la pérdida del padre.

Joseph Arthur recorre al auditorio con los ojos, solemnemente.  Antes de comenzar la lectura toma un poco de aire y, en ese preciso instante, le sobresalta ver a una mujer. Está situada detrás de la columna que separa los bancos centrales de la nave lateral. Es un poco más joven que él, alta y bien plantada, con un inconfundible aire de antillana y la piel muy oscura, casi negra. Está de pie, quieta y serena, y no despega los ojos del rostro de él. A Joseph Arthur le golpea de repente una ráfaga de emoción que parece haberse escapado de la simple presencia de esa mujer extraña. Aprieta los ojos, que se le han llenado tontamente de lágrimas, y se esfuerza por estar indignado. Al fin y al cabo es intolerable encontrar a una negra en la catedral durante el funeral de su padre. Pero la indignación no quiere estar a su lado y se le marcha enseguida.  Joseph Arthur de Gobineau siente por primera vez desde que murió el viejo un nudo en la garganta, una congoja profunda y extraña. Es como si los ojos brillantes de la mujer antillana, fijos en los suyos, le cubrieran con un manto de noche, y al mirar no pudiera ver nada más que estrellas, cientos, miles, millones de estrellas. Joseph Arthur comprende que no va a ser capaz de leer el discurso, que ni siquiera va a encontrarlo en su bolsillo. Tampoco está seguro ya de su memoria: “obligarnos a admitir de buen grado a los moros y los negros en…” ¿El corazón? Abochornado, musita un “descanse en paz” y baja del altar atropelladamente.

Cuando ocupa su asiento en el primer banco, junto al embajador y el príncipe de Larmonte, no piensa más que en el rostro de aquella mujer. Él la ha visto ya, eso es seguro, pero no puede recordar cuándo ni dónde. De todas formas, ha sido absurdo encontrarse con ella durante el funeral del viejo lobo. Ojalá no la haya visto nadie más. La reputación del más insigne filósofo racista podría resentirse. El caso es que…
- ¡Agnès! ¡Se llama Agnès!
El alcalde y el líder conservador se vuelven hacia Joseph Arthur que, ajeno al lugar en que se encuentran, tiene el rostro enrojecido por la emoción y les habla entrecortadamente:
-Se llama Agnès y es hija de la antillana que fue sirvienta de mi madre. ¡Vivía en mi casa! ¡Jugamos juntos alguna vez, escondidos de los mayores! ¡Hace muchísimos años que dejé de verla!
- Este pobre muchacho no tiene remedio- dice en voz suficientemente alta Benedetto di Larmonte.

Al terminar el funeral el nuevo conde de Gobineau está agotado. Aún así debe recoger el testamento de su padre en la oficina del notario Solti, un viejo amigo de la familia. Es un trámite burocrático y no puede durar mucho. Se trata simplemente de comprobar las escrituras de las tierras y las casas y firmar los papeles del banco. Meras formalidades porque Joseph Arthur es hijo único, heredero universal.

Efectivamente Solti se ha esforzado en facilitar las cosas y el trámite es breve. Después de revisar papeles, recoger llaves de cajas fuertes, hacer unas cuantas firmas por triplicado y dejar listas las retribuciones de la notaría, Joseph Arthur recibe una carta manuscrita de su padre, que Solti le entrega sin darle mayor importancia.
-Conociendo al viejo, seguro que son instrucciones para la hacienda o las acciones de bolsa. No querrá que te descarríes.
Joseph Arthur acepta con naturalidad la lógica notarial. Es muy propio de su padre mandarle un control desde el más allá. Serán instrucciones, órdenes, recomendaciones, regañinas… Bueno, pues a por ellas.
-Estoy dispuesto imitar a mi padre en todo. Leeré la carta con mucha atención.
Solti le mira apenas un segundo, distraído como está en sus papeles.
- Me parece muy bien. Mis condolencias muchacho. Pareces muy cansado. Descansa.


Al salir de la notaría Joseph Arthur, que no es capaz de encerrarse ya en el coche de caballos, atraviesa la verja del parque Valentino, camina un trecho y se sienta en un banco junto a las riberas floridas del Po. Cierra los ojos y se deja acariciar por el sol de media tarde que brilla por primera vez en esos días de abril después de un invierno lluvioso. En la quietud de esa hora comprende por primera vez que se ha quedado solo en el mundo. Lo curioso es que él se sintió siempre solo, en los internados, en los estudios universitarios y en las concentraciones militares, pero no tenía que conducir la soledad ni tomar decisiones sobre sí mismo. Simplemente debía responder a lo que se esperaba de él, y la verdad es que nadie esperó nunca de Joseph Arthur de Gobineau hijo algo original, noble o serio. Ahora, sin embargo, todo ha cambiado. Por fin es el dueño de su nombre pero lo siente como un vaso vacío que hubiera contenido un licor especial y debiera volver a llenarse no se sabe bien de qué. Solo queda un conde Gobineau en el mundo, eso es seguro, pero falta saber qué clase de hombre es.

A Joseph Arthur le da un poco de pereza darle vueltas a la cabeza en esta tarde tan soleada después del largo invierno. Tal vez su padre, que tenía todas las respuestas, piense por él una vez más. El joven abre el sobre y saca un folio blanquísimo que reconoce bien, con las iniciales J.A.G. doradas en la parte superior. La carta, escrita con la letra gruesa y expansiva del viejo, dice:
Color de la canela, la pimienta en grano, el clavo de olor, el azúcar de caña, la miel de castaño y brezo. Olor del chili y la hierbabuena. Así era la piel de mi negra.
La quise, Arthur. La quise con toda mi alma. Más que a nada y más que a nadie. Más que a tu santa madre, que descubrió este amor y aún así supo perdonarme.
No solo la quise por la caricia, el aroma y la ebriedad de los sentidos, también por el descanso y la risa, porque a su lado yo era blando y bueno, y porque, desde su niñez en las islas, conocía el nombre de todas las estrellas. La quise porque no lo pude remediar, porque con mi piel y la suya juntas componíamos el color blanco y negro del universo.
Tuve una hija con ella. La crió y ambos guardamos el secreto. Yo sustenté a esa niña, mi hija, y pagué la casa donde vive ahora. He cuidado siempre de ella como cuidé a mi amor hasta el día de su muerte. No la abandones, hijo. Ve a verla. Quiérela porque se lo merece. Su madre le enseñó de niña el nombre de todas las estrellas.
Para esconder a mi verdadero amor, para que nadie descubriera este secreto, yo mismo me escondí detrás de una máscara.  Cuando mi negra murió yo morí también, y me embalsamé detrás de mi máscara. Durante muchos años he estado muerto, he hablado y actuado como un muerto. Tal vez por eso te parecí frío siempre. Pero ahora, cuando escribo esta carta para contarte por fin mi secreto, me siento vivo otra vez, próximo a reunirme con ella y próximo a ti, hijo. Cerca de ti por primera vez.
Tu padre fue un hombre triste detrás de una máscara. Ahora que tú eres por fin el único y verdadero Joseph Arthur de Gobineau, solo tengo para ti un ruego y es este:
Arthur, hijo, que mi máscara no se convierta en tu rostro.
Por favor, ve a verla, ella ha hecho brotar sangre de mi sangre. Haz de su familia la tuya. Ambos os merecéis el uno al otro.
Al lado de la firma angulosa está la dirección de una casa.

Media hora más tarde, cuando Joseph Arthur de Gobineau llama temblando a la puerta, el corazón le avisa de algo que ya sabe. En el umbral se recorta la silueta oscura de una mujer alta y bien plantada, con aire de antillana y la piel casi negra, que lleva a una niñita de la mano. La mujer tiene los ojos muy enrojecidos porque ha llorado hace poco, pero ahora sonríe tímidamente.
- Hermano.
-¡Agnès!

Dicen que los seres humanos nacen el día en que se contemplan en la mirada de otro ser.
 - Que mi máscara no se convierta en tu rostro, Arthur.


Y así fue como el único Joseph Arthur de Gobineau comenzó a vivir su verdadera vida.