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Bienvenidos a esta sala de profesores. Gracias por compartir conmigo las ganas de pensar sobre educación.



jueves, 20 de junio de 2013

La alumna del maestro



Nueve minutos de belleza como regalo para esta tarde de junio. Lucía Lacarra, una de las primeras alumnas de Víctor Ullate, baila La Dama de las Camelias.
Ella habló conmigo para el libro "La vida y la danza", que se presenta el martes 25 a las 20 horas en los Teatros del Canal, calle Cea Bermúdez, Madrid.

Así entra Lucía en el libro:


Mientras la compañía madura con cada representación, llega a la escuela una segunda oleada de alumnos. Son muy niños aún, ven a Víctor en El Kiosco al volver del colegio y sienten un amor apasionado por la danza. Esos pequeños se llaman Tamara Rojo, Ruth Miró, Altea Núñez, Elena Travesedo, Ángel Corella, Joaquín De Luz, Carlos López, Carlos Pinillos, Jesús Pastor, Fernando Carrión, José Carlos Blanco, Andrés Pérez, José Martín… Ellos, junto con los más destacados de la primera hora, son los bailarines españoles de la generación de oro, todos sin excepción alumnos de Víctor Ullate.

Lo cogían todo. Eran tan rápidos que la clase parecía un juego. Se esforzaban por ver quién marcaba, quién se ponía delante, quién saltaba o giraba mejor. Yo potenciaba su inteligencia creando constantemente nuevos ejercicios para ellos, de manera que las clases nunca fueran iguales, y disfrutaba como el que más.

Entre los pasos a dos de Arraigo hay uno con gran dificultad técnica y un toque cómico a la vez. Cuando la compañía de Ullate vuelve a Bilbao, se convierte en un flechazo para Lucía Lacarra, una niña de Zumaia.

- El primer espectáculo de danza que vi fue la actuación de la compañía de Víctor Ullate en el teatro Arriaga. Bailaron Arraigo y Amanecer, y lo que más recuerdo es que me parecieron todos fuera de este mundo de maravillosos, y que tuve la carne de gallina durante toda la función. Llegué a casa emborrachada completamente de lo que había visto. Estaba segura de que, al ser del País Vasco y no tener muchas posibilidades allí, si me concedían una beca de estudios yo iba a ir a la escuela de Víctor Ullate.

Lucía baila muy pronto ese paso a dos. Un año después de la función en el Arriaga, consigue la beca de estudios y se incorpora a los cursillos de verano de Ullate. Así entra a la vez en la escuela y en la generación de oro.

- Eran tan famosos los cursillos que éramos como unos ochenta en la clase. Había tanta gente y tanto calor en Madrid que ni siquiera nos veíamos porque el espejo era un vaho completo. Me quedé ya a empezar allí la temporada de estudios y me cambió la vida. Creo que lo que uno aprende desde el principio se queda ya para siempre en su maleta. La base técnica que Víctor me dio… Como maestro no he conocido nunca ninguno mejor, con la pasión que tenía, las ganas de enseñar, de instruirnos, de convertirnos en algo. Lo que nos puso no solo a nivel técnico sino a nivel de disciplina, a nivel de trabajo, esa pasión, esas ganas de superarnos, de pensar que siempre puedes mejorar, sobrepasarte. Yo creo que en ese sentido los bailarines que hemos salido de su escuela somos significativos. Todo el mundo dice que somos extraordinariamente trabajadores, conscientes, disciplinados, y que tenemos esa pasión, esa garra que nos diferencia del resto.

Para Víctor esa pequeña bailarina es también una revelación.

Cuando llegó Lucía yo me enamoré de esa niña. Ella no tenía padre y me consideré como tal porque Lucía era la hija que yo hubiera querido tener. Era trabajadora, lista como un lince, musical… Me entendía la mirada. Para mí ser su maestro fue un regalo de la vida. 

Lucía Lacarra es hoy una estrella internacional que ha ganado el premio Benois entre muchos otros. Ha sido estrella de Roland Petit, de la Ópera de San Francisco y, hoy, de la Ópera de Munich.

Y es que en la Academia de Danza de la calle Doctor Castelo, Víctor Ullate está preparando a ese grupo de jóvenes nacidos a finales de los setenta para hacer algo importante: cambiar la opinión de España sobre el ballet y la del mundo entero sobre los bailarines españoles.

viernes, 14 de junio de 2013

La vida y la danza




El próximo domingo 16 de junio de 12 a 14 horas, Víctor Ullate y yo firmaremos ejemplares de "La vida y la danza, memorias de un bailarín en la caseta 282 de la Feria del Libro.





¡Y el martes 25 de junio a las 20 horas presentaremos por fin el libro en la Sala Verde de los Teatros del Canal! 
Contaremos con la presencia del filósofo José Antonio Marina, el crítico de danza Roger Salas y la actriz Pastora Vega!
Los Teatros del Canal están en la calle Cea Bermúdez, metro Canal. 

Será una alegría contar con vuestra presencia. 

lunes, 10 de junio de 2013

Benigno, el maestro






Una vez tuve el privilegio de pasar una tarde entera hablando con un viejo maestro gallego. Una persona inigualable, de silencios expresivos y de pensamientos que moraban a mil vivencias de profundidad.

Benigno García había dedicado la mitad de su vida a enseñar a leer a adultos, y la otra mitad a enseñar a leer a párvulos. Qué bien le comprendí mientras llamaba abrir los ojos al aprendizaje de la lectura y la escritura, porque se trataba de que él o ella averiguasen su verdad, viviesen la vida que estaba destinada verdaderamente para ellos. No se puede explicar mejor la trascendencia extrema de enseñar a alguien a leer y escribir, que es el gran honor del Magisterio.

Consciente de la importancia de esta tarea, evocaba a Sócrates. El gran filósofo - me explicaba - decía que de su madre, que era partera, había aprendido el oficio del pensamiento. Como la partera, el maestro puede ayudar al alumno a extraer la verdad que contiene dentro de sí. Y esto no es un tópico de la docencia sino una certeza.

En aquella tarde mágica, Benigno me permitió pensar además sobre todas las palabras que enmarcan la tarea educativa. Y es que la relación entre maestro y discípulo es un diálogo, por eso en el principio están siempre, siempre, las palabras.

Por ejemplo, las palabras dormidas que están escritas en los libros esperando a que alguien las descubra mientras se descubre a sí mismo: las palabras de la Ciencia, del Arte, de la Historia, del pensamiento, de la imaginación, de la creatividad del hombre.   
           
O las palabras despiertas. Son las que uno mismo dice o escribe conscientemente, para explicar su verdad. Las que permiten, como decía Benigno, ponerse en contacto con otras personas, o desarrollar un espíritu crítico en vez de tragárselo todo.

Pero hubo muchos más tesoros en la charla con Benigno. Me habló también de las palabras eternas. Son las que definen valores, por ejemplo, abnegación. Este valor le parecía importante. Él creía que un profesor abnegado es aquel que se vuelca con sus alumnos porque las personas le interesan. Me lo explicó estupendamente: Mi trabajo era mi vida y encontraba normal que en ella hubiera momentos de enormes satisfacciones y momentos de rutina. La relación entre los maestros y los alumnos dura mucho y es muy profunda. Él era abnegado sin darse la menor importancia, y feliz porque había apostado en el juego de la vida todas sus cualidades.

Benigno me acercó también a las palabras escondidas. Son las que malempleamos a veces, banalizándolas, pero poseen una enorme carga de esencialidad y contienen en sí mismas al hombre. Una de estas palabras preñadas de ser humano es Verdad. Benigno empleaba este vocablo con su profundidad original. Me impresionó mucho escucharle decir: tú vas con la verdad, tú te conoces a ti mismo bien, y te procuras lo que te conviene.  Porque la verdad es lo que nos conviene.

Cuando Benigno decía esto yo imaginaba cómo supo él mismo encontrar su verdad, caminando despacio hacia sí mismo, sin complacencias, tomándose su tiempo. En un maestro rural había un filósofo – y un hombre justo-  que intentaba vivir en la verdad sin el ruido ni la furia de tantos intelectuales con pretensiones. Así decía: Conocerse bien a uno mismo es la base de la felicidad para todos los seres humanos pero es absolutamente fundamental para un maestro.

Encontré también las palabras últimas, como adiós. Benigno decidió jubilarse el día en que, a pesar de intentarlo mil veces, comprendió que no encontraba la llave para acceder a un único alumno y no conectaba con él. Llegó a preguntarse si servía para la docencia y recordaba con mucho dolor su “insomnio de maestro”: No sé qué tiene esta profesión que la dificultad con un solo alumno te marca profundamente y la vives como un fracaso total aunque hayas tenido a cientos a los que has ayudado. Con un solo problema, ya no duermes.

Todos los profesores sabemos que este insomnio es frecuente y cierto. En la docencia se implican el cuerpo y el alma, hacen falta voz y  creatividad, manos e ideas. Por eso cuando el docente sufre, lo hace en cuerpo y alma también.

Parece una exageración que Benigno, después de treinta años de luz, llegara a preguntarse si servía para la docencia. Sin embargo, es una cuestión existencial y todos los profesores llegan a planteársela al menos una vez en la vida.  En “servir para esto” se esconde una tremenda exigencia ética que comparten solamente las profesiones en las cuales no servir supone dañar a personas. Comprendí aquella tarde, desde la profunda emoción, que Benigno siguiera dando vueltas a lo que pudo fallar en su relación con aquel único muchacho. Recordé las veces que yo no he encontrado la llave para acceder a alguno de mis propios alumnos y no pude consolarle.

Por último, Benigno me acercó a  las palabras de amor, como gracias. Su balanza estaba rebosante del agradecimiento de cientos de personas. Contábamos con el respeto y el afecto de los alumnos, y eso era profundamente humano, me decía. Es hora de que los profesores vuelvan a escuchar de nuevo estas palabras.

Cuando cayó la tarde y tuve que despedirme, me quedaba claro que debemos conservar vivas la mirada que personifica, la certeza del valor de la profesión docente y por supuesto las palabras.

Una buena profesora, un buen profesor son como árboles inmensos, y el hueco que dejan cuando deciden marcharse es imposible de llenar. Este curso se han jubilado muchos. A todos ellos, gracias.