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Bienvenidos a esta sala de profesores. Gracias por compartir conmigo las ganas de pensar sobre educación.



domingo, 20 de septiembre de 2020

La maestra Teresa

 




Se nos está marchando una generación admirable: la de los hijos y las hijas de la guerra civil. Aquellos niños y adolescentes se vieron envueltos en un conflicto en el que ellos nada tuvieron que ver, crecieron raquíticos en los escalofriantes “años del hambre”, salieron del campo a la ciudad con las manos dispuestas a trabajar para salir adelante, se esforzaron hasta el agotamiento para darles estudios y oportunidades a sus hijos - a los nietos de la guerra, como lo soy yo y la gente de mi edad-. Ellos están desapareciendo ahora. Ha tenido que ser un cambio absoluto de la historia quien golpeara a la generación más poderosa, más valiente y más fuerte del siglo XX.

Esta semana se ha ido Teresa Pérez, una salmantina que fue maestra hasta el último día, que transformó las vidas de sus alumnos y también la mía, irradiando su vocación. Teresa, a quien conocí cuando preparaba el libro Memorias de la Pizarra, perdió a un hermano adolescente en la guerra, comió pan de serrín, trabajó durante los veranos también, en escuelas de alfabetización, sacó adelante la vocación de Mari Jose. Aquella niña de origen humildísimo soñaba con ser médico. La maestra Teresa comenzó a darle clases fuera del horario, para que adelantara.  Mari Jose estudió medicina.

Doctora, sepa que hoy yo también lloro por su maestra. Y en su memoria reproduzco el contenido de su entrevista en Memorias de la Pizarra.


CAPÍTULO IV

TRES VECES MÁS TRABAJO. Memorias de Teresa Pérez.

“Lo más grande que tiene el Magisterio es el influir en los niños. El maestro tiene que ser educador.”

 

Siempre me encantó el pueblo y el campo. Para mí era una ilusión. Mi abuelo era labrador y mi padre veterinario. Mi madre y mi padre eran del mismo pueblo donde yo nací en 1915. Entonces se llamaba Alija de los Melones y ahora es Alija del Infantado, al sur de León, rayando con Zamora.

Fui de niña a la escuela. Ahora me hubieran llamado dixléxica, pero en aquel entonces me curaron con El Quijote y con las matemáticas, que me gustaron muchísimo siempre. La maestra me dijo: “Teresa, lees mal pero, como te gustan las matemáticas, toma este libro para leer.” Era de problemas y los resolví todos. Ahí perfeccioné la lectura.

Al terminar la escuela, mi padre me preguntó qué quería hacer. A mí me encantaba sembrar las alubias, y eso que por capricho las sembraba siempre por el lado que yo quería, y no sólo por el que me mandaban, pero aunque me gustaba el campo, los chicos del campo no me gustaban tanto. Así que cuando mi padre me dijo “tienes que decidir”, decidí estudiar. Me hablaban de ser modista pero yo no sabía ni hacer vestidos para las muñecas. Recordaba a los maestros que había tenido en la escuela, que venían de Asturias y nos habían enseñado a coser, a redactar, a ver el campo y a distinguir los terrenos salitrosos de los calizos... Me di cuenta de que a mí también me gustaba muchísimo ser maestra.

Yo pertenecía al último plan del 14[1], en el cual se hacía Magisterio con cuarto de bachiller elemental y una reválida. Aún así, el ingreso en la Escuela Normal era muy difícil. Cuando la maestra de Alija se enteró de que quería estudiar Magisterio, me dijo que preparara el ingreso en casa, porque ella tenía sesenta alumnos en clase y no me podía preparar. Así lo hice, con la enciclopedia Dalmau, que todavía conservo y consulto algunas veces. Me la repasé y me la estudié bien estudiada, con mi padre que me daba clases.

En vez de ingresar a los catorce años, me preparé en casa y al año siguiente, hice a la vez el curso de ingreso y primero de carrera, viviendo en Astorga con mis hermanos. Recuerdo que tenía una profesora en primero que era un epítome de “pregunta seca, contestación pelada”. Con ella no se aprendía nada.

Al año siguiente, lo aprobé todo menos Historia. Estudiaba libre en la academia Gallegos, que eran militares y enseñaban estupendamente las Matemáticas y la Geografía pero la Historia no tanto. Así que en el examen oficial me pusieron por delante un mapa que yo no había visto nunca y... ¡no abrí la boca! El examinador me dijo muy serio: “señorita, si no tiene nada más que decir, se puede retirar.” Pero terminé la carrera bien, con buenas notas.

Ingresé en el Magisterio en 1931, el año de la República. Mi padre estaba muy preocupado por los acontecimientos y me dijo: “te has quedado sin oficio”. Pero un inspector, don Julián Sánchez, me animó a preparar oposiciones, por correspondencia y dando con él algunas clases en León. Otro de los profesores, Lorenzo López Sancho, que era un gran periodista, estaba empeñado en que lo más importante era aprender a redactar. Nos daba clases de lunes a viernes y el sábado tocaba repasar, haciendo con él simulaciones del examen de oposición. Nos traía locas preguntando cosas rarísimas  de Geografía y, como todas las que nos preparábamos allí éramos amigas, un día nos confabulamos para seguirle hasta la biblioteca, y así descubrir el libro que usaba en los exámenes. Era un libro francés clásico, la Geografía de Reclits. Estuvimos traduciéndolo sin saber idiomas, a base de diccionario.

Poco después llegó la Guerra. Yo tenía entonces veintiún años. Sufrí mucho y sigo teniendo miedo a la guerra. A veces me preocupa esta época que vivimos hoy, porque en muchas cosas me recuerda a aquella.

En los primeros momentos del Alzamiento, los ciento tres estudiantes de mi academia de oposiciones cometimos el error de ir a encerrarnos como protesta en la Casa del Pueblo. Don Julián, el inspector, puso el grito en el cielo, y cuando salimos del encierro me encontré con una carta de mi padre que, aunque se mostraba comprensivo conmigo, me hizo pasar dos días llorando del disgusto y sin comer.

Hice un cursillo de enfermera y pasé toda la guerra trabajando en el hospital de la Cruz Roja de León, por eso soy excombatiente de primera clase. León quedó desde el principio en el bando nacional y, salvo algunas revueltas, no tuvo demasiados problemas.

Pero en la guerra murió mi hermano Antonio. Tenía solamente dieciocho años y era muy inteligente. Se alistó en la Segunda Bandera de Falange porque creía que era una cosa buena pero, sin ninguna instrucción militar previa, lo llevaron directamente al frente de Teruel y allí lo mataron, en la primera acción de combate.

Un compañero suyo, que era de la Bañeza, logró que avisaran a mi padre, que se fue a recoger el cadáver, con un tío mío y con mi hermana, como Dios quiso, sufriendo muchísimo. Llegaron a estar bajo fuego de ametralladoras. Habían enterrado a mi hermano y habían puesto sobre la tierra una botella con un papel en el que ponía su nombre, así que tardaron ocho días en encontrarlo. Se trajeron su cuerpo al pueblo, viajando de noche. Mi padre lloró al hijo durante mucho tiempo. Mi hermana lloraba por no haber podido traerse a todos los soldados a casa. Yo me harté también de luto y de llanto.

Conservo una fotografía del día en que Antonio se marchó al frente, y en ella se le ve en los ojos el susto y la pena. Tiene una expresión en la mirada que dice “me han engañado”. Con lo guapo que era y la alegría que tenía siempre, esa última foto ya lo anunciaba todo.

Al terminar la guerra, tuve la oportunidad de quedarme en el hospital, pero había visto cómo trataban los médicos a las enfermeras y no me gustaba. Pensé: yo me vuelvo a mi escuela, que dentro de mi clase soy el ama.

No volví a trabajar. Estoy hablando del campo, porque nunca pensé que dar clase fuera trabajar. Estar con los alumnos era una felicidad muy grande. Si volviera a nacer, volvería a ser maestra.

Las primeras oposiciones después de la guerra se convocaron en 1941. Por entonces, ya había conocido a mi futuro marido que fue también maestro y con el que he estado casada durante sesenta y cuatro años. Éramos del mismo pueblo pero lo conocí porque había estudiado en el Seminario con uno mi hermano Antonio. Las oposiciones duraban mucho e incluían prácticas.

La primera escuela a la que me enviaron fue a Salinas, en Asturias. Vivía en una pensión, y allí se alojaba también un cura, don Felipe Gangoiti, que estaba castigado a estar en Salinas por ser vasco. Me acuerdo de él con mucho cariño. Celebraba Misa en la iglesia, que no tenía pórtico, y me acuerdo que regañaba mucho a la gente que se salía a la puerta a fumar durante la homilía.

La escuela de Salinas era unitaria. Yo di clase a sesenta niñas. La gente del pueblo me adoraba porque era un sitio en el que habitualmente no había maestros. Me trataron estupendamente.

Allí la gente pasaba muchísima hambre. En la casa donde yo vivía había una vaca y comíamos casi a diario leche frita, pero no había pan. Escaseaba el pan blanco -de trigo- y abundaba más el pan de boroña, que está hecho con harina de maíz. Yo lo prefería a los otros minúsculos panes “de trigo” que a mí no me gustaban y no los comía. De repente, todas las niñas empezaron a enfermar con descomposición y a veces no me venían a clase nada más que siete. Al poco tiempo se descubrió que el panadero amasaba aquel pan con harina mezclada con serrín.

Uno de mis recuerdos más bonitos de Salinas es que las niñas vieron por primera vez nevar. Estaban felices y decían que los angelitos estaban recortándose trocitos de camisa, trapines, como decían en Asturias. Pero al poco tiempo llegó ya la maestra titular y yo me fui para Alija.

Allí, en Alija, me escandalizaba que las obreras que estaban en casa de mi abuelo le echasen a las gallinas  los trozos del pan blanco que quedaban en el mantel. Era un pan blanco buenísimo. Les dije: “¡Yo le he visto las orejas al lobo y tiene dientes!” Por entonces una tía mía que tenía muchos hijos ya amasaba su pan con patatas. Al mes, no se volvió a ver en Alija el pan blanco y yo incluso una vez me encontré, en la miga del pan negro un trozo de chaqueta con un botón.

Comencé a trabajar en las escuelas de abajo de Alija, sustituyendo durante un año a una maestra a la que habían destituido por roja. Pero no estuvo bien, aquella destitución fue una barbaridad. Era una maestra estupenda hasta había enseñado a las niñas a cantar canciones a la Virgen.

En las escuelas de arriba faltaba el maestro, que había muerto por enfermedad, y estuve allí sustituyéndole también. Había muy pocos maestros varones por entonces, ya que habían muerto muchísimos hombres en la guerra. Recuerdo que vino el Ayuntamiento en pleno a la toma de posesión para dar a entender que a ver cómo me iban a tratar los chicos y cómo me iba a portar yo. Pues me porté estupendamente, claro, porque yo era una persona normal y corriente y además de su maestra era su catequista. Los chiquillos estuvieron encantados. Las familias de los alumnos eran buena gente. Nunca he tenido problemas con los padres ni se me enfrentaron. Por eso las cosas que pasan ahora me parecen increíbles, y eso que me alegré mucho cuando pusieron más cursos de escolarización.

El trabajo en las unitarias es muy difícil pero se hace con mucho gusto. Yo pedía siempre tener buenos encerados. A los mayores les ponía allí los problemas y, mientras ellos los hacían, yo leía con los pequeños, machacando. El primero de los mayores que terminase de hacer los problemas venía a ayudarme con los pequeños. Y así los iba alternando.

La escuela unitaria tenía su sentido. Permitía enseñar a los chiquillos a entenderse unos con otros, a que no se pelearan, a que trabajaran y respetaran el trabajo de los demás. Eran escuelas de valores.

¡A mí me permitió enseñarles a que no fumaran! Y es que la escuela que me dieron después de aprobar las oposiciones fue la de Pozuelo del Páramo. Los chicos del pueblo fumaban las hojas secas de los negrillos, los olmos. Yo no les podía decir que no fumaran, eso se lo tenían que decir en su casa, pero sí podía enseñarles. Así que dibujé en el encerado un aparato respiratorio y les hice compararlo con una cocina de lumbre, como las que tenían en sus casas, y el humo que se formaba en ella. Les hablé de los riesgos de la tuberculosis, que era entonces una enfermedad frecuente,- y de todas esas cosas. Muchos años después me encontré algunos de esos alumnos y me dijeron que de aquella generación no fumaba ninguno. ¡Y todo el pueblo sabía que había sido gracias a doña Teresa, la antigua maestra!

Siempre me gustó la vida sencilla del pueblo. Teníamos un par de habitaciones, corría el aire y ya estábamos a gusto. El juego de los niños se hacía en la calle. Me entristece mucho ver ahora la desaparición y el abandono de los pueblos, y en los que quedan me duele ver el casino, que era un lugar de conversación, sustituido por el bar.

Más tarde me enviaron a Villanueva de Jamuz, cerca de la Bañeza, y allí nacieron cuatro de mis hijos. Me pasé mucho tiempo haciendo todas las cosas con ellos en brazos, sola en el pueblo porque mi marido trabajaba en León. Recuerdo que una vez uno de los niños tenía una otitis muy fuerte y el usurero del pueblo que se llamaba Aníbal pero al que todos llamaban don Animal, me dijo que lo mejor para el dolor de oídos era un emplasto de aceite y hollín. ¡Salí corriendo a buscar un médico! Fui con el cochecito del niño por la carretera  sin asfaltar, a toda prisa, a buscar al médico de Alija, que estaba a doce kilómetros. El médico le recetó la primera penicilina que conocí en mi vida.

La verdad es que he sido una madre muy feliz de cinco hijos varones. ¡Y me he librado de planchar los cancanes que las niñas llevaban debajo de las faldas en los años sesenta!

Durante mucho tiempo fui maestra también en las colonias de verano, muy frecuentes en los años cuarenta. Estaban en un colegio que había construido a las afueras del Gijón de entonces, en Los Campos, un inspector, don Julián Sánchez Elisburu, cuya casa estaba en el mismo patio de la escuela.  La colonia de niños estaba en la planta de abajo y la de las niñas arriba. Si llovía mucho, cuando subía la marea se inundaba el suelo, y cuando bajaba, se secaba. Pero podíamos con todo. Allí barríamos, fregábamos, nos ocupábamos de servir la comida -yo me llevaba las alubias de mi pueblo- y hacíamos actividades, de manualidades, canto... como los talleres actuales.

Por aquel entonces, mi marido tenía una plaza en la Escuela Aneja de León pero, como yo estaba un poco agobiada por estar sola en Villanueva, decidimos estar juntos. Salieron oposiciones a las Escuelas Normales en Badajoz,  y mi marido las aprobó.

Después de Villanueva de Jamuz me fui pues a Badajoz con mi marido. En Badajoz se quería muchísimo a los maestros. Recuerdo una chiquilla preciosa que no podía hacer la comunión porque no tenía traje. Le conseguí uno y la familia me regaló un frutero de porcelana que he conservado como oro en paño desde entonces.

Allí viví los que se llamaron años del hambre. Fueron terroríficos. Nunca olvidaré a una niña que estaba llorando en clase por el dolor de estómago. Le pregunté: “pero, ¿qué has desayunado?” “Nada, señorita.” “Entonces, ¿qué cenaste?” “Nada. Anteayer, como mi padre vendió unos hierros, comimos gazpacho” La llevé a tomar un café al bar de la plaza. Fuimos las dos llorando.

Ya desde Badajoz nos vinimos a Salamanca, yo usando el derecho de consorte[2] Trabajé primero en un centro con las niñas retrasadas. Allí recuerdo especialmente el dolor de la madre de una niña con muchísimas dificultades, que me confesó que la niña era adoptada.

Después, y durante muchos años, estuve en la escuela “Rodríguez Aniceto”, de Los Pizarrales, que era por entonces uno de los barrios más deprimidos de Salamanca.

En Los Pizarrales tuve una directora estupenda, Ana María, que levantó la escuela y la modernizó muchísimo. Una mujer de carácter, pero del bueno, que sabía tratar extraordinariamente a los profesores. Yo era madre de cinco hijos pequeños aún, y a veces no entraba en el colegio a tiempo. Tampoco salía nunca de clase a tiempo. Un día, Ana María estaba regañando a unas niñas que habían llegado tarde y en ese momento aparecí yo. Las niñas dijeron: “regañe a doña Teresa, que también llega tarde”. Y Ana María, solemnemente, dijo: “¡pero doña Teresa viene de un entierro!” Luego, cuando entré en su despacho a darle un abrazo, ella me recordó que un día la salvé de electrocutarse con un proyector, así que casi me debía la vida. Así trataba a los compañeros. Era una mujer extraordinaria. Siempre quería conocer las programaciones de clase y el trabajo diario, te felicitaba cuando las cosas estaban bien, y siempre estaba abierta a lo que uno propusiera.

El director de un centro es una de las piezas más importantes. Tiene que ser cercano a los maestros, no enfrentarse a ellos pero sí supervisarlos y saber en todo momento cómo va la enseñanza. A un director no se le puede torear. Tiene que tener un carácter sólido, las ideas claras, y exigirlas. Hoy se habla de especializar a los directores pero un director tiene que conocer la escuela también. No puede ser solamente un director de los que mandan, sino que tiene que ser un director de los que trabajan.

Mi recuerdo más querido de aquel tiempo es Mari Jose, una niña de Los Pizarrales. Muy alta, muy madura, muy cercana y muy cariñosa. Yo trabajaba en clase la enciclopedia de Dalmau pero veía que a ella se le quedaba corta. Entonces le pregunté: “Mari Jose, ¿qué te gustaría ser de mayor?” Ella me contestó: “médico”. “Y tu padre, ¿en qué trabaja?” “Mi padre es peón de albañil”. “¿Y tu madre?” “Hace boletos”. Eran unos sobrecitos con papeletas del tipo de las  tómbolas que se vendían por los bares y cuyos premios habituales eran consumiciones, un café... Yo pensé: “¡Ave María Purísima!” Me di cuenta de que tenía que ayudarla. Entonces le propuse hacer tres veces más trabajo que sus compañeras. La niña aceptó y así lo hicimos durante todo el curso. Cuando pasó a cuarto, tuvo la suerte de tener como maestra a doña Rosalina, una mujer extraordinaria que había estudiado en el Plan Profesional. Las dos nos confabulamos para que, al terminar el curso, Mari Jose pudiera hacer el Bachillerato en las monjas del Amor de Dios, donde estudiaba la hija de Rosalina. Convencimos a las monjas y la acogieron encantadas. Mari Jose venía a verme siempre para darme la misma noticia: “¡Soy la primera de la clase!” Entró en la carrera de Medicina y la hizo con sobresalientes.  La última vez que la vi ya era mayor, me presentó a su novio y me dijo que ya ahorraban para casarse. Se marchó a vivir fuera de Salamanca y nunca volví a saber de ella, pero su historia es el mejor recuerdo de mi vida.  

Recuerdo también a una chiquilla hija de una señora que limpiaba cines. El sueño de esta niña era ser maestra. Yo la dejaba ayudarme, atender a la clase, mirar cómo yo programaba. Consiguió su sueño, fue maestra, logró aprobar las oposiciones con el número uno y llegó a hacer una sustitución en mi propio centro por todo un año.

Por eso, a quien quisiera ser maestra le diría: si te gusta, vas a ser feliz. Lo más grande que tiene el Magisterio es el influir en los niños. El maestro tiene que ser educador, y si no… A mí me ha gustado muchísimo educar. Educar de manera integral. Recuerdo que era pesada incluso con la postura en clase, con retirar la cartera del asiento al sentarse… Son cosas que hoy no se tienen en cuenta en la formación. Yo enseñaba todos los valores, todas las formas, todos los modos de comportamiento. Podía hacerlo porque lo sabía todo de mi escuela, hasta cuidar la estufa. En la escuela unitaria podía unir cursos para trabajar algunas cosas, y repartir las materias según la conveniencia de mis alumnos, por eso no veo bien tanta especialización como hay en estos días. Me parece que no se pasa bien de un sitio a otro, no se conectan bien unos conocimientos con otros.

Las cosas han cambiado mucho. Uno de mis propios hijos - que es maestro en Secundaria,  y un verdadero educador, me contó un zarandeo de la familia de un alumno por retirarle el móvil. Es un asunto de falta de valores y es muy preocupante.

Desde luego, yo era aficionada a las innovaciones, usaba muchísimo los proyectores. Una de las últimas actividades que hice con los niños fue visitar la depuradora de Carbajosa de la Sagrada que estaba cerca del colegio Juan del Encina. Vieron cómo echaban alúmina para después filtrar mejor el agua. Saqué a mis alumnos de clase todo lo que pude, y es que las actividades complementarias me parecen importantísimas. 

En la escuela de Pizarrales, las alumnas ganaron el segundo puesto en el concurso “España vista por los escolares”. El trabajo se iniciaba con quince minutos de televisión -en blanco y negro- y después cada clase desarrollaba el contenido sobe su ciudad. Lanzaban la televisión educativa. Las niñas se entregaron y trabajaron mucho, y con mucho gusto. A veces enviaban material sorprendente a los centros, como dos televisores. A mí me parecieron algo absurdo para un colegio. ¡No vas a tener a los niños viendo la tele también en clase! Me acuerdo que uno de los televisores se lo regalamos al Hogar del Jubilado, que no tenían. No soy muy aficionada a la televisión y me parece que a los niños les ha hecho bastante daño. En casa tardé en tenerla. Hace perder mucho tiempo.

Me jubilaron por decreto, a los sesenta y ocho años. Sin ganas. Yo no quería. Ahora vivo en Salamanca, sola, aunque rodeada de mis hijos y nietos, y estoy activa en mi parroquia. Tengo la tarjeta de afiliada número uno del sindicato ANPE, en el que he estado siempre.

De niña sembraba alubias en los campos de Alija. Toda mi vida he procurado sembrar valores en los niños y niñas que han pasado por mi aula. El más importante para mí ha sido la responsabilidad, que entiendo por responder de los propios actos, ponerse en el lugar del otro, devolver lo que se coge, limpiar lo que se ensucia…

Ahora me voy cruzando por la calle con gente que todavía recuerda que yo fui su maestra.

Lo que se siembra se recoge.

 

En mi cuaderno

LOS VALORES

Teresa Pérez es una mujer extraordinariamente lúcida y ágil a los noventa y siete años. Tiene unos ojos que hablan, ríen, lloran, brillan… Una vitalidad de persona joven y un espíritu sabio y sin arrugas. ¡Menuda lección para nuestros días eso de que dar clase no le parezca trabajar!

Pasé con ella una mañana estupenda en su casa de Salamanca. Me acompañó Nicolás Ávila - el presidente provincial de ANPE[3], a quien agradeceré siempre esta oportunidad– y al rato se unió a nuestro grupo una de las nietas de Teresa.

Hablamos durante horas y en el transcurso de la charla, Teresa me enseñó dos fotografías.

Una era la última foto que se hizo su hermano Antonio, con el uniforme de la Bandera de Falange, la víspera de salir hacia el frente de Teruel. Es el primer plano de un muchacho rubio, casi un niño, cuyos ojos claros tienen una mirada tristísima, como hundida hacia adentro. Una mirada que ya presiente el inmediato horror, la cercanía de la muerte. Tal como nos ha contado Teresa, que revivió el momento con los ojos llenos de lágrimas, en esta fotografía Antonio decía: me han engañado.

Me sobrecogió esta imagen y desde que la vi no la he podido borrar del pensamiento. Estoy convencida de que el sentido último de la educación es que no se repitan las guerras. Seguro que Teresa está de acuerdo.

No sé si mi transcripción de sus palabras - dichas con la profunda contención de la gente de su tierra - ayuda a hacerse idea del sufrimiento de ese padre que busca por el campo de batalla la tumba del hijo adolescente, y va abriendo botellas que contienen nombres de muchachos muertos. Un padre que viaja de noche con el cadáver de su hijo, desde Teruel a León, solo para llevarlo a donde espera la madre, y una familia que dedica el resto de su vida a llorar la pena de no haber podido devolver a casa a todos los soldados.

Me harté de luto y de llanto. Con solo siete palabras, Teresa nos transmite todo el impacto de la guerra en la gente sencilla.

Nos habla también del hambre.  Ya ha estado presente muchas veces en el recorrido de las Memorias y volverá a estarlo. El pan amasado con serrín… Nosotros carecemos de una experiencia semejante y tal vez por eso podemos dedicarnos a la crispación gratuita, el ataque de queja y el ahogamiento en vasos de agua. Sin embargo, y por contraste, los maestros que nos están contando la guerra comparten una consciencia plena de la vida presente, una especial alegría de vivir. Y unas convicciones muy profundas.

Ellos saben que la educación debe servir para que no se repita aquella pesadilla, para que se viva en paz, para que donde ahora hay intransigencia, haya tolerancia; donde hay agresividad, haya empatía; donde hay brutalidad, haya cultura; donde hay indiferencia, haya inconformismo; donde hay pereza, haya voluntad de bien; donde hay caos, haya ética. Este es el absoluto de la educación y el ranking del informe PISA es, evidentemente, el relativo. Así nos lo están contando los viejos maestros, y así lo creo yo también.

La segunda fotografía ilustra estas Memorias. Es de Teresa y sus alumnos en la escuela de Los Pizarrales, y en ella aparece a la izquierda de la maestra una niña más alta que las otras, peinada con trenzas. Es Mari Jose, la hija del albañil y la boletera, y llegó a ser médico tal como soñaba. ¡Cuánto orgullo sentía su maestra al contar esta historia, que ella mantiene viva, relevante en su biografía!

Estoy convencida de que el sentido último de la educación es que no se pierda ni una sola posibilidad para mejorar el futuro de un niño.

Y si esto fuese así, si la prevención de los errores del pasado y la apertura a los horizontes del futuro fuesen los absolutos de la educación, y fuese cierto también que lo que se siembra se recoge, habría que iluminar mejor el recorrido que hacen dentro de la escuela los valores.

La clave de la educación es ayudar a cualquier niño, sea cual sea su punto de partida, a convertirse en una persona completa, equilibrada, feliz y capaz de hacer felices a los demás. Es decir, una persona que sepa afrontar cada circunstancia de la vida con el sustrato de unos valores personales y sociales, y con el apoyo del conocimiento y la cultura.

Ahora bien, el recorrido de la educación en valores se desarrolla simultáneamente en diversos escenarios. El primero y fundamental es la familia, donde cada ser humano encuentra las referencias esenciales. El segundo escenario, importantísimo también y complementario, es la escuela, donde uno pone en práctica, frente a una comunidad de ajenos, los valores familiares aprendidos, y donde a su vez aprende los valores sociales y ciudadanos. El tercer escenario es la sociedad, con sus usos y costumbres, sus valores propios y los medios que utilice para transmitirlos. Y el cuarto escenario, tal vez el más importante y olvidado, es el propio individuo: cómo interpreta los valores que recibe, cómo los digiere, como los aplica, qué satisfacciones personales obtiene de ellos, cómo los escoge y cómo los sitúa en el mapa de su existencia.

Porque el camino ético de una persona avanza siempre rodeado del paisaje humano pero es un camino individual que cada uno recorre con la ayuda de su mapa.

Cada ser humano está invitado - por la capacidad de pensar sobre uno mismo y de conocerse - a dibujar un mapa de su consciencia.  Esto quiere decir representar espiritualmente su situación en relación con la totalidad de la existencia y con los demás: dónde quiere que esté su centro, dónde sus límites y sus referencias, qué quiere abierto a todos y qué privado y secreto. Ese mapa se va dibujando a lo largo de la vida y el pincel que lo va trazando es el carácter, el êthos. Él nos permitirá sentirnos siempre “yo” aunque el mundo sea mudable.

Sin embargo, hoy estamos dando a la gente joven su mapa ya dibujado, les llamamos generación perdida y les decimos que sus coordenadas no llevan a ninguna parte. Me preocupa, como le sucede a Teresa, que les estemos hurtando la responsabilidad de diseñar su futuro y a cambio no nos sintamos responsables ni de su educación ni del mundo que hemos hecho.

Por eso me parece que se puede aprender mucho de Teresa Pérez, que ha tenido siempre bien claro cuáles son los absolutos de la educación. Hay un momento mágico en sus Memorias que nos lo muestra. Es su definición del mayor valor de la escuela unitaria: Permitía enseñar a los chiquillos a entenderse unos con otros, a que no se pelearan, a que trabajaran y respetaran el trabajo de los demás. Eran escuelas de valores.

La escuela unitaria era, por su propia naturaleza, activa, móvil, participativa, cooperativa. En ella había que convivir necesariamente con la diversidad, había que esperar turno, ayudar a los otros. Daba oportunidad a los niños para sentirse protegidos y protectores, débiles y sabios. En ella había que sacar a la luz los talentos y esto era tan importante como respetar con silencio el trabajo de los otros.

Claro que hoy no vamos a volver a las escuelas unitarias, pero se nos abre un bonito reto en pensar cómo podríamos recuperar una manera de dar clase en la cual los valores fuesen lo primero.

Sin embargo, no debemos perder de vista que estamos hablando de los valores que se transmiten en el ámbito de la escuela.

Teresa también supo distinguir los diversos escenarios de la educación. Se nota muy bien cómo comprendía cuál era su papel y cuál el de los padres en la historia de su “campaña anti- tabaco”: Yo no les podía decir que no fumaran, eso se lo tenían que decir en su casa, pero sí podía enseñarles. Qué gran lección.

Así, ilustró el efecto del tabaco en los pulmones con el ejemplo del hogar ennegrecido que cada muchacho veía en su propia casa, y dejó que ellos, a partir de este conocimiento de la realidad, tomaran la decisión que les pareciera adecuada. ¡Y una generación entera del pueblo decidió no fumar! Efectivamente, el resultado de educar en valores en el ámbito escolar no es la imposición de códigos sino la autonomía moral del alumno, fundada en el conocimiento e impulsada por los valores personales que contagie el maestro.

En la historia de Mari Jose, que es el centro de sus Memorias, se nota que Teresa también distinguía el papel de los distintos actores de la educación. La maestra sabía de antemano que su protagonismo en el progreso de la alumna consistía en hacerle ver a ella su responsabilidad ante el futuro: Me di cuenta de que tenía que ayudarla. Entonces le propuse hacer tres veces más trabajo que sus compañeras. La niña aceptó y así lo hicimos durante todo el curso.

La niña aceptó. Para mí en estas tres palabras se esconde la verdadera dignidad de la relación entre el discípulo y el maestro. Tiene razón Teresa, esto era ayudarla. A partir de esta aceptación de Mari Jose, que era un compromiso con ella misma, puede darse el resto de la historia: la conspiración de maestras a favor del destino de la pequeña, las gestiones para que estudiara el Bachillerato... Es decir, la “parte del trato” que correspondía a la maestra. Porque la responsabilidad del docente consiste sobre todo en hacer una llamada y esperar una respuesta.

Teresa Pérez, en coincidencia total con el resto de autores de estas Memorias, considera a cada profesor como un educador integral, una presencia que modifica vidas:

Lo más grande que tiene el Magisterio es el influir en los niños. El maestro tiene que ser educador, y si no… A mí me ha gustado muchísimo educar. Educar de manera integral. Recuerdo que era pesada incluso con la postura en clase, con el peso de la mochila… Son cosas que hoy no se tienen en cuenta en la formación. Yo enseñaba todos los valores, todas las formas, todos los modos de comportamiento.

No hay más que recordar la historia de su alumna que quería ser maestra. Es así como se trabaja en la escuela. Pero hay una condición previa: la implicación del docente en la totalidad de la acción educativa, dentro y fuera de clase. Teresa lo dice muy claramente:

Podía hacerlo porque lo sabía todo de mi escuela.

De mi escuela, ¿eh? No simplemente de mi aula, ni de mis alumnos, con ser eso mucho ya.

Los profesores no podemos pasarnos la vida creyendo que nuestra profesión se define por lo que hacemos materialmente. Las programaciones, exámenes, fichas, proyectos, explicaciones, deberes…- ocupan, todo lo más, una cuarta parte nuestra tarea. Los otros tres cuartos están ocupados por lo que observamos, lo que proyectamos, lo que soñamos, lo que improvisamos, lo que pensamos, lo que transmitimos, lo que decimos y lo que callamos. Ahí, en el currículum oculto, es donde se encuentra la esencia personal. El espíritu del magisterio existe y se personifica en la exigencia que cada maestro tenga consigo mismo. Y no puede considerarse exigente quien se queda a medias.

Por tanto, bien se puede aprender del compromiso con la innovación de una maestra que hoy tiene ya casi cien años: usaba proyectores, daba importancia a las actividades extraescolares y no se la daba a arremangarse y fregar su clase, enseñaba a reciclar en la depuradora, conocía y valoraba la importancia de una buena dirección del centro…

Tal vez en esta actitud de Teresa Pérez resuenan los ecos de sus propios maestros, aquellos asturianos que sacaban a los chicos del campo al campo, para que distinguieran las tierras salitrosas de las calizas. Los maestros que animaron a leer a la niña que prefería las matemáticas… ¡con un libro de problemas! Es una manera de enseñar que domina el arte de la motivación con una modernidad absoluta. Ya sabemos que estas Memorias corresponden a personas de una generación educada por aquella otra mítica que  llevó a cabo el primer gran esfuerzo educativo que se hizo en España. Por eso no es justo que las circunstancias políticas que rodearon a Teresa y a los maestros de su tiempo nos hagan olvidar lo mucho que valieron.

A día de hoy, y con el ejemplo de la gente de la pizarra, los profesores de la era digital tienen mucho que pensar. Pensar en lo que son, observar la realidad y situarse, en la medida de lo posible, como espectadores de sus actos y de los de quienes están a su cargo. Tienen que hacerlo así porque esta profesión obliga a ser muy consciente.

Aprendamos de la historia de Teresa y Mari Jose: en una maestra menos observadora, podría haber pasado desapercibida la brillantez de esa niña; tal vez hubiera terminado el curso sin que le preguntaran por sus sueños, porque lo más común es preguntar a los niños por sus actividades y sus deseos; podría no haber sido tratada de manera individual y no haber recibido exactamente lo que necesitaba para crecer; la maestra podría haberse desentendido del progreso de su alumna al dejar de darle clase; con el paso de los años, podría haberse olvidado de ella.

Pero no fue así. A partir de la consciencia, la voluntad de Teresa pudo dirigirse hacia lo que le parecía bueno y justo. Y esto era implicarse a fondo en la vida de sus alumnos. Como ella dice con brillantez, influir.

Con estas lecciones magistrales de Teresa Pérez queda claro que las cuestiones que plantee la marcha diaria de la clase deberán responderse desde la consciencia. En conciencia. Con valor y con valores.

La verdad es que esta manera de influir en los demás es un precioso proyecto de vida.

Por eso, a quien quisiera ser maestra le diría: si te gusta, vas a ser feliz

 



[1]La segunda etapa del plan establecido con la Ley Moyano, de 1914 a 1930, estableció una titulación única, Maestro de Enseñanza Primaria, con un curso de ingreso y cuatro cursos de formación, estableciendo un periodo de prácticas intercalado en el tercer y cuarto curso.

[2]Un derecho que permitía la reagrupación familiar de los funcionarios docentes.                  

[3] Teresa Pérez es afiliada de ANPE Salamanca  con  el carnet número 1

lunes, 14 de septiembre de 2020

MORIA

 

                                         Foto: La Vanguardia


Entre el aluvión de noticias sobre rifirrafes de la política y problemas de la educación y la sanidad, como un titular más en un océano de información, nos hemos enterado del incendio y la destrucción del campamento de refugiados de Moria. Trece mil personas desesperadas, entre ellas miles de huérfanos abandonados y expuestos al infierno en plena infancia, se hacinan en un solar de la isla de Lesbos.

La bella Lesbos. Un lugar paradisíaco, rebosante de historia y cultura de la antigua Grecia, donde brotó la semilla de la realidad cultural, de la civilización avanzada que hoy conocemos como Europa; donde de la unión entre la ética griega y la religión cristiana surgieron las ideas de democracia y de derechos humanos. El lugar natal de Safo, del pirata Barbarroja- que de todo hay en Europa, claro- y del poeta Anacreonte, que hace dos mil quinientos años escribió:

Héroes, dejad de enardecer mi mente 
porque mi lira solo amores canta.

¿Por qué están allí, en Moria, esas personas que nada poseían y lo han perdido todo? ¿De dónde han salido? Se lanzaron al mar huyendo del hambre, de la miseria, de la guerra, de la muerte que les rodeaba en sus países de origen. ¿Por qué escaparon con tanta desesperación? Seguramente porque perdieron la esperanza de que su tierra natal deje de ser el campo de pruebas de las industrias de armas, de la corrupción de los gobiernos, del desinterés del capital por la igualdad y la prosperidad de la gente. ¿Alguno de nosotros, en estos seis meses de pandemia, lo hubiera dejado todo y se habría tirado de cabeza al mar? Habría que estar muy desesperado, ¿eh? Pues la guerra de Siria dura ya nueve años.

¿Y qué hacemos ahora que están aquí? ¿Qué hacemos nosotros, los europeos que también conocimos hace ochenta años el miedo, el hambre y la muerte ciega pero se nos han olvidado, inmersos como estamos cada vez más en atender los deseos del minuto presente. Quizá lo más sencillo sea escuchar al propio Anacreonte:

Mientras llega el momento 
de acudir a las danzas infernales, 
quiero vivir ajeno de cuidados.

Queremos vivir ajenos de cuidados sobre la realidad de Moria porque nacimos aquí o aquí vivimos; porque nos pica la mascarilla anti Covid en la cara y nos parece un castigo tener que llevarla puesta tantas horas. Pero nuestros hijos podrían haber amanecido hoy, huérfanos, en Moria.

Los campamentos de refugiados son la prueba del pecado original de la humanidad, que nos ha marcado a todos con una incapacidad congénita: la de terminar con tanta hambre y tanta guerra.

 

martes, 8 de septiembre de 2020

Una pequeña noticia y dos reflexiones

 La pequeña noticia.

Queridos amigos, la novela La Ventana que vuestro aliento me ayudó a terminar ha comenzado ya su proceso de edición, bastante cambiada con respecto a lo que publiqué en este blog. Gracias de nuevo por vuestro apoyo. Os avisaré cuando esté lista.

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Suspenso en septiembre

Al Ministerio y a las Consejerías se les quedó la asignatura pendiente para septiembre y en septiembre han suspendido. Con un cero redondo y sin contemplaciones.

Si la vuelta al cole no ha sido un desastre se debe a vuestro trabajo, como siempre compensador de la falta de planificación y de recursos. Se dijo que las decisiones debían tomarse cerca del momento de iniciar el curso para ajustarse al estado de la pandemia pero desde junio se sabía- lo sabían los docentes y las familias- que para disminuir la ratio harían falta más profesores. Y sus contratos hubieran debido estar listos a uno de septiembre. 

Todos sabíamos que habría que hacer compatible la presencia con la enseñanza digital y se hubiera debido invertir en medios, crear plataformas seguras, establecer formación sobre los recursos digitales y comprar material para los alumnos con menos recursos. Aún sabemos que será imprescindible adaptar los temarios, que este curso no habrá lugar para experimentos de evaluación ni pruebas PISA ¿Y todo esto hubiera debido realizarse en agosto? No, no, en julio que es cuando tocaba.

Me faltan palabras para calificar la caótica espera de los docentes madrileños para realizar la prueba del Covid-19. ¿No hubiera sido más fácil fletar autobuses como los de la donación de sangre y acercarlos a los centros? ¿No hubiéramos debido comenzar esas pruebas el 28 de agosto y devolver luego, con un par de "moscosos", los dos días restados a las vacaciones?

Los alumnos ya están aquí. Los profesores haréis un esfuerzo de vocación, las familias lo harán de confianza y todo irá para adelante.  Pero si me preguntan qué nota sacan los gestores de la educación este septiembre responderé que un cero en toda regla. Redondo.


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Inteligencia artificial


Imagen propiedad de computerhoy.com


Como estamos inmersos en un grave problema sanitario y social, y como la política y sus actores no paran de soliviantarnos, solo podemos concentrarnos en el presente concreto y en los problemas que ahora mismo, ahora mismo exactamente, tenemos que abordar. Por eso nos pasan desapercibidas algunas noticias que muestran sin ambages hacia adónde va nuestro mundo y cuáles son los cambios que nos esperan en un futuro próximo. Porque la sociedad tal como la conocemos está cambiando de forma radical y vertiginosa.

Ha pasado casi desapercibida la nueva tecnología Neurolink que acaba de presentar el presidente de la empresa Tesla. Este señor, Elon Musk, es el principal impulsor de la inteligencia artificial, cuya investigación y desarrollo financia junto a otros megamillonarios que han visto en ella la forma de vida y el gran negocio del futuro cercano. 

Neurolink ofrece la posibilidad de conectar tu cerebro a un ordenador para mejorar sus funciones. Es el primer paso para la creación de lo que los escritores de anticipación llaman “alma digital”, y es que tu cerebro permanezca conectado al ordenador incluso después de tu muerte. Queda tiempo para llegar ahí pero llegaremos. Por eso me parece muy importante que la humanidad, a través de sus órganos de intervención y reflexión, como las Naciones Unidas, sea capaz de levantar un momento la vista del agónico presente y decidir cómo será la ética de la inteligencia artificial, si será “humana”, si respetará los derechos de los hombres que la han creado.

Es un reto, un desafío y una necesidad perentoria porque ya hoy, con nuestras clases digitales y nuestras videoconferencias con el médico, se atisba hacia adónde va el futuro.