Hace
una semana recibí esta fotografía como sugerencia para abordar el tema “Formar
para transformar.” Desde luego la imagen está llena de historias pero a mí me
llevó a pensar en algo a lo que doy vueltas desde que publiqué La
Ventana: la permanencia de lo humano. Me gusta imaginar que el libro estaba
en la papelera, el niño lo ha encontrado, lo ha abierto y ha quedado atrapado
por la invitación a separarse un ratito de las distracciones tecnológicas y permanecer en lo
humano.
No
podemos dudar que estamos situados en la frontera de un nuevo periodo de la
historia, ni podemos negar que cuando la inteligencia artificial se está
convirtiendo en nuestro primer recurso para resolver problemas, y nos anuncia
su cada vez más convincente humanización,
debemos esforzarnos por asegurar la permanencia de lo humano. Por eso, cuando
se nos invita a formar para transformar, la tarea es comprender de
forma nuclear qué debemos transformar y qué debe permanecer.
Me
parece que el primer reto de los profesores en esta década de los 20 es
comprender quiénes son sus alumnos porque se trata de una generación muy
particular. Y aunque defendamos siempre la singularidad personal, nos interesa
reconocer el marco en que se sitúan junto a sus coetáneos del mundo occidental.
Quienes
han nacido entre 1995 y 2014 forman parte de la que se ha venido en llamar
Generación Z, cuya principal característica es haber utilizado Internet desde
la infancia. Los dispositivos tecnológicos han estado siempre en su entorno
cotidiano e interactúan con ellos con total naturalidad. De hecho esta es la
principal diferencia con su generación anterior, la de los millenials,
que accedieron a Internet en la adolescencia. Los Z se han
acostumbrado a acceder a una carga infinita de información y estímulos; no se
comunican de forma digital mediante el texto o la voz sino con la imagen en
movimiento. La velocidad, la inmediatez, la importancia del resultado y no del
proceso, y el desarrollo de relaciones on line son sus normas
generacionales. A cambio se sienten más solos y excluidos, han sufrido el
impacto de la silenciosa pandemia de desestructuración familiar y conocen bien
la ansiedad y el dolor. Se ha definido a la Generación Z como «la más formalmente educada de la historia, la más dotada de tecnología
de todos los tiempos, y globalmente la más rica de todos los
tiempos». Una generación en la que se anticipa lo que puede ser el futuro.
Uno
de los principales prescriptores de tendencias juveniles, la cadena MTV, acuñó
para la Generación Z el nombre The Founders, los fundadores, porque
crecen en un mundo cuyos sistemas políticos y sociales están en descomposición,
agravada por estas circunstancias mundiales de pandemia, y están llamados a ser
la generación que reconstruya o reinvente los logros heredados. Ellos deberán
conseguir que los avances de la ciencia y el arte resistan el embate de lo
tecnológico. Ellos tendrán que desarrollar una ética para las máquinas. Su responsabilidad
será que permanezca lo humano: la comunicación cara a cara, el anhelo de
trascendencia que se pregunta sobre uno mismo y su lugar en el mundo, el
arraigo emocional con el entorno, el espacio y el tiempo como categorías
vitales. Y si no les ayudamos a definir bien esa trayectoria del futuro, es
decir si no los formamos para transformar, terminaremos llegando "a donde ya
estamos yendo", como decía el monologuista norteamericano Irwin Corey.
Por
eso la mayor aportación educativa para la generación Z debe ser el desarrollo
del pensamiento. De un pensamiento propio que se articule en torno al
conocimiento, a la intuición y a la capacidad crítica.
Dice
el filósofo Heidegger: Pensar no conduce a un saber como las ciencias,
pensar no produce ninguna sabiduría aprovechable de la vida, pensar no descifra
enigmas del mundo, pensar no infunde inmediatamente fuerzas para la acción.
Con
esta cita comienza Hannah Arendt, discípula de Heidegger, su libro La
vida del espíritu. Luego recuerda su propio ensayo sobre la banalidad del
mal y su teoría de un mal producido no por convicciones ideológicas ni
motivaciones malignas sino por la incapacidad de pensar.
Pero,
¿qué perdemos si pensar no sirve para ninguna de esas conquistas prácticas de
las que hablaba Heidegger?
Nuestra
inteligencia realiza de forma automática actividades de extrema complejidad-
como nuestros movimientos-. Sin embargo, la característica de la inteligencia
humana es dirigir esos mecanismos automáticos hacia fines elegidos conscientemente
por nosotros mismos. Es lo que se denomina inteligencia ejecutiva.
Y disponemos también de una inteligencia generadora, exclusivamente
humana, que produce nuevas ideas. Es el lugar donde habitan la imaginación y la
creatividad. Pensar por tanto es conquistar lo humano. Quizá ha llegado el
momento de desmentir la convicción central de la modernidad: solo se puede aprender haciendo. También se puede aprender pensando, porque pensar es abrir los ojos del espíritu.
¿Están
cerrados los ojos de la generación Z? No, solo adormecidos por la satisfacción
inmediata de los deseos, regalo indiscutible de las máquinas. Por eso su
periodo formativo debe ser verdaderamente transformador. Si las conquistas
de lo humano son una herencia y no solo un testamento, la pregunta que deben escuchar
es: "¿Cómo quieres que sea el mundo en el que tú vivirás?" Y que
piensen la respuesta.
Para que ellos piensen, es importante nuestra relación con los procesos del pensamiento. Por eso un profesor jamás debe conformarse con la repetición mecánica de lugares comunes sino esforzarse por crear su pensamiento propio. Como profesionales, debemos creer que la importancia del pensamiento no es discutible. Y debemos creer que consiste en algo mucho más creativo que la simple respuesta a estímulos inmediatos.
La
crisis de la educación comenzó cuando olvidamos que es un proceso y empezaron a
importarnos muchísimo los resultados. Pero si el ser humano se acomoda a
la satisfacción inmediata de los deseos- invitación envenenada que nos hace hoy
la tecnología- y permite que mueran los símbolos del pensamiento y los procesos
del aprendizaje, no sobrevivirá.