Cuando el escritor norteamericano Marc Prensky
acuñó en 2001 la expresión “nativos digitales”, se refería a quienes emplean la
tecnología como una extensión de sí mismos. Por entonces se generalizaba el uso
del smartphone, que ha resultado ser el paradigma de esa definición de Prensky.
Y que se ha convertido en una prótesis de nuestros hijos desde que cumplen los
diez u once años.
¿Para qué lo necesitan tan pronto? Bueno, es
que tienen que comunicarse con sus amigos, o al menos eso es lo que ellos nos
dicen, con gran poder de convicción, al suplicar que se lo compremos. Por
supuesto, no queremos que se sientan inferiores o separados del grupo. Y ya
está. Tardamos poco en comprender que hemos abierto la caja de Pandora en mitad
de casa. Porque no debemos engañarnos, el gran atractivo del teléfono
inteligente es el acceso a Internet. Y eso, hoy, lo pone todo alcance de
nuestros hijos: desde el videojuego o la serie hasta la red social, desde la
biblioteca de la Universidad de Harvard hasta la pornografía. El uso de una
herramienta tan potente proporciona acceso ilimitado a la comunicación y la
información, pero a cambio sitúa a niños y adolescentes ante riesgos graves.
Por ese motivo hay que utilizarla con inteligencia y sentido común. De alguna
manera, tienen que merecerla. Hace poco escuché decir a Pilar Rodríguez
Sánchez, experta del programa “Familias enRedadas”:“Si
nuestro hijo de doce años está despierto a las tres de la mañana chateando por
el móvil, no está suficientemente maduro para tener móvil. Así de claro.” ¿Cuál
es la conclusión? Que un smartphone tiene normas claras de empleo y ellos deben
estar dispuestos a asumirlas.
La forma de comunicación de los adolescentes ha
cambiado de distinta manera en los chicos que en las chicas. La colonización
del smartphone les afecta más a ellas, mientras los chicos lo comparten con la
consola y los videojuegos. Pero a unos y otras les obliga a crear una “imagen
digital”, que deben cuidar tanto o más que la real. Por eso atienden de
inmediato todos los mensajes que reciben. Por supuesto, cambia la relación
entre el grupo de amigos, que siguen dialogando a través del teléfono incluso cuando
están juntos. Cambia también la interacción de la familia. De hecho, las
llamadas de voz están reservadas casi en exclusiva para los padres, y con sus
amigos emplean otros cauces. La función principal del teléfono se convierte así
en símbolo de control.
La forma de compartir, casi sin barreras,
genera mucha transparencia en la comunicación. Esto facilita la colaboración
pero también puede convertirse en una fuente de problemas porque el adolescente
se “desnuda” psicológicamente ante los demás, y pierde su privacidad,
volviéndose así vulnerable a cualquier forma de acoso, incluida la que les puede obligar a desnudarse
físicamente. Y se exponen a visualizar contenidos inapropiados, bien porque los
padres no establecemos mecanismos de control, bien porque los reciben de sus
amigos o como spam. No podemos cerrar
los ojos ante el hecho de que el acceso a la pornografía online se establece
hoy a los doce años.
Engolfados como están en sus cámaras, pueden
capturar imágenes comprometidas de sí mismos o de otros. Cuando las cuelgan
atolondradamente en la Red pueden crear un problema casi imposible de resolver
e incluso con implicaciones legales. Y, como ya hemos comprobado, el estado de
conexión permanente genera tensión en la familia y el entorno. Pueden negarse a
apagar los móviles en reuniones familiares o en clase; pueden vivir tan
volcados en ese mundo virtual que terminen ignorando lo que sucede en el cuarto
de estar de casa.
El smarphone es una simple herramienta,
diremos. También lo es la motosierra, y nuestros hijos de diez años no juegan
con ella. Debemos retrasar su llegada,
tasar su tiempo de uso, ponerle normas claras de empleo, emplear los mecanismos
de control parental. No los dejaríamos solos en la Quinta Avenida de Nueva York
con el encargo de regresar solos a casa, ¿verdad? ¿Por qué entonces los dejamos
solos en Internet? Pero antes de nada,
revisemos nuestra propia conducta porque, realmente, somos nosotros, los
adultos, quienes estamos sometidos al imperio del smartphone.
Artículo escrito originalmente para la UP