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martes, 1 de junio de 2021

Fin de curso

 


Para la maestra era el último final de curso. La jubilación estaba muy próxima y ella recorría con la vista las mesas de la clase, todavía repletas de libros y papeles, de lápices mordidos y dibujos ingenuos, pensando para sí: en junio del año que viene ya no estaré en el colegio.

Llegaron los pequeños, emocionados y felices: último día del curso, primer día del futuro para ellos también. Tanto camino recorrido por ese paisaje familiar de corchos y murales de papel. Algunos, en los días previos, habían confesado que preferían el cole, que las vacaciones- en sus familias dolientes- no eran el mejor momento del año. Sin embargo ahí estaban, expectantes.

-¿Os habéis acordado de las bolsas para llevaros todo el material?

-¡Sí!

-¿De los limones para hacer hoy limonada en el recreo?

-¡Sí, profe!

Último día de curso. Conteniendo la emoción, la maestra pasó lista a aquellas caritas, su promoción “final de carrera”. Allí estaba Carmelina, tan preciosa, llena de voluntad, incansable ante el esfuerzo. Quería ser egiptóloga y leía correctamente los jeroglíficos. “Aquí pone NIKÉ”- había interpretado pocos días antes, en la inscripción de una camiseta turística que traía puesta Alber, el rey de los videojuegos. En la mesa de enfrente estaba Salomé, la futura maquilladora cinematográfica. Lo tenía tan claro que se había pasado el curso caracterizando a sus compañeros en todas las funciones de teatro. El menos ilusionado ante las vacaciones era William, un metro setenta de ángel de diez años. Había progresado tanto, tantísimo desde que llegó de su Santo Domingo natal, había aprendido tantas cosas, había puesto tanto de sí mismo en su trabajo, sus compañeros y su maestra, que ya ocupaba un lugar relevante en el corazón de todos. ¡Pero si menos de un mes antes, para explicar de forma práctica las elecciones generales, lo habían elegido presidente del Gobierno! La maestra lo miraba, tan serio y profundo, con tanto sentido común, y no podía por menos de preguntarse cómo lo haría si fuera presidente de verdad. Pues con honestidad y con criterio, como lo hacía todo.

Aquí venía Manuel. Qué requetemal lo había pasado con la separación de los padres, cuánto había sufrido, cuánto había llorado en clase con la excusa de la alergia en los ojos. Este niño sensible y dulce, pura infancia sin malear hasta que el desamor de los adultos invadió el terreno virgen de su alma, situaba frente a la maestra el dolor de la vulnerabilidad sometida al  egocentrismo de las “personas mayores”. Y la propia maestra comprendía que el final de la niñez está marcado, precisamente, por el instante en que el futuro y lo adulto invaden la inmersión en el tiempo presente que caracteriza a un niño. Como le había sucedido también a Ana, a Fran, a Julia, a Cristopher, a Mabel… Alumnos de ella, simple y llanamente; no sus hijos adoptivos, no sus apéndices ni sus invitados a una vida más serena, menos sujeta a las inquietudes del pan y del trabajo que faltan.

Último final de curso. Ya habían recogido. Se despedían de su maestra. Ella pensaba: “Dios los bendiga y los proteja siempre.”

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