En los primeros días del año 2020, la
superiora general de las Hermanas de la Consolación me encargó una biografía de
santa María Rosa Molas, fundadora de la orden. Acepté sin dudarlo porque ellas
son las monjas del colegio donde estudié. La madre Molas, una “mujer dulce y
buena que entregó su vida a los pobres”, ya formaba parte de mi vida. Escribir
su historia no me parecía difícil. Además contaría con libros sobre ella,
documentos de su canonización, testimonios de sus contemporáneos, sus propias
cartas y, sobre todo, la biografía publicada por su confesor, el padre
Sebastián León. Decidí leerlos de forma cronológica a la vez que escribía, para
dejarme sorprender por su vida, como le sucedió a ella. Pronto comprendí que
debía emplear sus propias palabras, de sus escritos o recogidas en los
testimonios. Y entonces comenzó una extraordinaria aventura que, literalmente,
ha transformado mi vida interior. Porque, claro está, yo no conocía a la madre
Molas. Ella escapaba de cualquier definición.
Lo primero que descubrí fue cuánto se
parecía su tiempo (1815-1876) al nuestro: la desmoralización social y política,
la desigualdad de la cual brotaron atroces epidemias. Aún adolescente, vio
morir a su madre de cólera, contagiada por las vecinas a quienes había cuidado.
Comprendí que aquella experiencia había determinado su camino.
En sus sesenta y tres años de vida, Rosa
Molas presenció cuatro guerras. En Reus, su ciudad natal, amaron y perecieron
miles de personas, lloraron su soledad muchos ancianos y crecieron sin amparo
muchos huérfanos que no entendían los vaivenes de la política sino los más
humanos de la alegría y el dolor. Y a aquella muchacha alta, morena, callada e
incandescente no le pasaron desapercibidas tantas penas. Ella las vio. Las siguió
viendo después, en Tortosa y en todos los lugares a los cuales la condujo esa
mirada. Así que se dedicó a abrir las puertas de los hospitales para refugiar a
la gente de los bombardeos, a aliviar sin descanso enfermedades, hambre y
tristezas, a fundar una nueva orden religiosa. Pero no por ser sin más “una
mujer dulce y buena que entregó su vida a los pobres”. Aquella era solamente la
imagen visible de una motivación muy profunda. María Rosa contó desde la
infancia con una dimensión mística que pasó casi desapercibida porque la
mantuvo en silencio. Sin embargo, la profunda unión con Dios, a quien amaba y
buscaba absolutamente, impregnó su vida entera. Llegó al más alto nivel de
espiritualidad que un ser humano puede alcanzar, y lo guardó en secreto, con la
humildad perfecta que es inseparable de ese grado de santidad. Vivió entre
personas que necesitaban consolación y cuidado, como nosotros ahora, y
respondió.
Menuda aventura para mí la de acercarme a
ella hasta el primer plano. Ojalá os guste el resultado impreso.
Este es el fragmento que narra el momento histórico en que ella contribuye a detener el bombardeo de Reus por las tropas de Zurbano (1843).
El campamento de Zurbano se hallaba situado al
sur de la ciudad, junto al camino de Tortosa. De lejos ya lo señalaban el estruendo
y el humo. Para llegar hasta él, debían avanzar de cara a los proyectiles y
solo contaban con los olivos como defensa. Tardaron casi una hora en
conseguirlo pero por fin lo alcanzaron. Los centinelas de la guardia,
asombrados por ver salir de entre los árboles a tres religiosas con sus tocas
blancas, un sacerdote y cuatro caballeros, los condujeron enseguida a la tienda
de campaña desde la que el famoso general dirigía el asedio.
Martín Zurbano
contaba cincuenta y cinco años y mil cicatrices de guerra. Era un hombre
pequeño de estatura y rudo de carácter, liberal como Prim, que conocía bien los
contrastes de la vida. Militar laureado, había nacido en una humilde pedanía de
Logroño, de padres labradores. De niño había estudiado en el seminario, pero dedicó
su primera juventud al contrabando y la guerrilla. Durante la invasión
napoleónica adquirió una fama legendaria en el combate, acrecentada luego
durante los siete años de guerra carlista. Los soldados temían su carácter
arrebatado, su aura roja de sanguinario, su ferocidad que en el frente de
batalla lo transformaba en invencible. Hasta aquel hombre, cuya sola presencia
hacía temblar, llegó la comisión de paz decidida a todo. Entraron en su tienda
de campaña conducidos por el teniente de la guardia y, donde esperaban
encontrar un estado mayor completo, se hallaron frente al general solo,
tranquilo y a la vez desafiante. Allí lo tenían, Zurbano en persona, con su
uniforme singular de chaqueta corta y lazo al cuello, y su boina alavesa, de
los tiempos en que era guerrillero, bien calada hasta las cejas. Los miraba
severo, con la fuerza de unos insólitos ojos azules que parecían esculpidos en
hielo puro. Al escuchar su enérgico “¿Qué desean ustedes?” los señores comisionados
olvidaron los argumentos que llevaban preparados y enmudecieron. La propia sor Estivill
comprendió que su fuerte carácter quedaba en nada frente a aquel hombre pétreo.
Por reciedumbre, nadie convencería a Zurbano de que abandonara un asedio. Solo
podría ser por misericordia. Y fue María Rosa Molas quien, invitada por el
párroco, se atrevió a emplear aquella palabra. Habló erguida, conmovida y
serena, mecida en las inflexiones de su voz sincera.
-Usted fue niño,
general. Quiso a su madre. Por ella, tenga hoy misericordia de la gente
sencilla que no puede salvar ni hundir tronos; tenga misericordia de esta
ciudad, puesto que ya la ha tomado. A tiro de sus cañones hay ahora mismo muchos
inocentes que lloran desesperados. Por la Virgen de la Misericordia, patrona de
Reus, haga cesar este castigo. Por favor, denos esperanza.
El fiero militar
retrocedió un paso, pensativo, con sus ojos helados fijos en los incandescentes
de aquella monja que era todavía una muchacha. Luego se descubrió la cabeza, se
disculpó por no haberlo hecho desde el principio, y respondió:
-Esperanza, dice
usted, hermana. La Virgen de la Esperanza es la patrona de Logroño, hace tiempo
que nadie me lo recordaba. Cuánta devoción le tenía mi madre. Está bien, trocaremos
la guerra en paz. Que las milicias salgan de Reus a tambor batiente y banderas
desplegadas, que habrá misericordia.
CONSOLACIÓN
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