Se nos está marchando una generación admirable: la de los hijos y las hijas de la guerra civil. Aquellos niños y adolescentes se vieron envueltos en un conflicto en el que ellos nada tuvieron que ver, crecieron raquíticos en los escalofriantes “años del hambre”, salieron del campo a la ciudad con las manos dispuestas a trabajar para salir adelante, se esforzaron hasta el agotamiento para darles estudios y oportunidades a sus hijos - a los nietos de la guerra, como lo soy yo y la gente de mi edad-. Ellos están desapareciendo ahora. Ha tenido que ser un cambio absoluto de la historia quien golpeara a la generación más poderosa, más valiente y más fuerte del siglo XX.
Esta semana se ha ido Teresa Pérez, una salmantina que fue maestra hasta el último día, que transformó las vidas de sus alumnos y también la mía, irradiando su vocación. Teresa, a quien conocí cuando preparaba el libro Memorias de la Pizarra, perdió a un hermano adolescente en la guerra, comió pan de serrín, trabajó durante los veranos también, en escuelas de alfabetización, sacó adelante la vocación de Mari Jose. Aquella niña de origen humildísimo soñaba con ser médico. La maestra Teresa comenzó a darle clases fuera del horario, para que adelantara. Mari Jose estudió medicina.
Doctora, sepa que hoy yo también lloro por su maestra. Y en su memoria reproduzco el contenido de su entrevista en Memorias de la Pizarra.
CAPÍTULO IV
TRES VECES MÁS TRABAJO. Memorias de Teresa
Pérez.
“Lo más grande que tiene el
Magisterio es el influir en los niños. El maestro tiene que ser educador.”
Siempre
me encantó el pueblo y el campo. Para mí era una ilusión. Mi abuelo era
labrador y mi padre veterinario. Mi madre y mi padre eran del mismo pueblo
donde yo nací en 1915. Entonces se llamaba Alija de los Melones y ahora es
Alija del Infantado, al sur de León, rayando con Zamora.
Fui de
niña a la escuela. Ahora me hubieran llamado dixléxica, pero en aquel entonces me curaron con El Quijote
y con las matemáticas, que me gustaron muchísimo siempre. La maestra me dijo:
“Teresa, lees mal pero, como te gustan las matemáticas, toma este libro para
leer.” Era de problemas y los resolví todos. Ahí perfeccioné la lectura.
Al terminar la
escuela, mi padre me preguntó qué quería hacer. A mí
me encantaba sembrar las alubias, y eso que por capricho las sembraba siempre
por el lado que yo quería, y no sólo por el que me mandaban, pero aunque me gustaba el
campo, los chicos del campo no me gustaban tanto. Así que cuando mi padre me
dijo “tienes que decidir”, decidí estudiar. Me hablaban de ser modista pero yo
no sabía ni hacer vestidos para las muñecas. Recordaba a los maestros que había
tenido en la escuela, que venían de Asturias y nos habían enseñado a coser, a
redactar, a ver el campo y a distinguir los terrenos salitrosos de los
calizos... Me di cuenta de que a mí también me gustaba muchísimo ser maestra.
Yo pertenecía al
último plan del 14[1], en el cual
se hacía Magisterio con cuarto de bachiller elemental y una reválida. Aún así,
el ingreso en la Escuela Normal era muy difícil. Cuando la maestra de Alija se
enteró de que quería estudiar Magisterio, me dijo que preparara el ingreso en
casa, porque ella tenía sesenta alumnos en clase y no me podía preparar. Así lo
hice, con la enciclopedia Dalmau, que todavía conservo y consulto algunas
veces. Me la repasé y me la estudié bien estudiada, con mi padre que me daba
clases.
En vez de ingresar a los catorce años, me preparé en casa y al año
siguiente, hice a la vez el curso de ingreso y primero de carrera, viviendo en
Astorga con mis hermanos. Recuerdo que tenía una profesora en primero que era
un epítome de “pregunta seca, contestación pelada”. Con ella no se aprendía
nada.
Al año siguiente, lo aprobé todo menos Historia. Estudiaba libre
en la academia Gallegos, que eran militares y enseñaban estupendamente las
Matemáticas y la Geografía pero la Historia no tanto. Así que en el examen
oficial me pusieron por delante un mapa que yo no había visto nunca y... ¡no
abrí la boca! El examinador me dijo muy serio: “señorita, si no tiene nada más
que decir, se puede retirar.” Pero terminé la carrera bien, con buenas notas.
Ingresé en el Magisterio en 1931, el año de la República. Mi padre
estaba muy preocupado por los acontecimientos y me dijo: “te has quedado sin
oficio”. Pero un inspector, don Julián Sánchez, me animó a preparar
oposiciones, por correspondencia y dando con él algunas clases en León. Otro de
los profesores, Lorenzo López Sancho, que era un gran periodista, estaba
empeñado en que lo más importante era aprender a redactar. Nos daba clases de
lunes a viernes y el sábado tocaba repasar, haciendo con él simulaciones del
examen de oposición. Nos traía locas preguntando cosas rarísimas de Geografía y, como todas las que nos
preparábamos allí éramos amigas, un día nos confabulamos para seguirle hasta la
biblioteca, y así descubrir el libro que usaba en los exámenes. Era un libro
francés clásico, la Geografía de Reclits. Estuvimos traduciéndolo sin
saber idiomas, a base de diccionario.
Poco después llegó la Guerra. Yo tenía entonces veintiún años.
Sufrí mucho y sigo teniendo miedo a la guerra. A veces me preocupa esta época
que vivimos hoy, porque en muchas cosas me recuerda a aquella.
En los primeros momentos del Alzamiento, los ciento tres
estudiantes de mi academia de oposiciones cometimos el error de ir a
encerrarnos como protesta en la Casa del Pueblo. Don Julián, el inspector, puso
el grito en el cielo, y cuando salimos del encierro me encontré con una carta
de mi padre que, aunque se mostraba comprensivo conmigo, me hizo pasar dos días
llorando del disgusto y sin comer.
Hice un cursillo
de enfermera y pasé toda la guerra trabajando en el hospital de la Cruz Roja de
León, por eso soy excombatiente de primera clase. León quedó desde el principio
en el bando nacional y, salvo algunas revueltas, no tuvo demasiados problemas.
Pero en la guerra murió mi hermano Antonio. Tenía solamente
dieciocho años y era muy inteligente. Se alistó en la Segunda Bandera de
Falange porque creía que era una cosa buena pero, sin ninguna instrucción
militar previa, lo llevaron directamente al frente de Teruel y allí lo mataron,
en la primera acción de combate.
Un compañero suyo, que era de la Bañeza, logró que avisaran a mi
padre, que se fue a recoger el cadáver, con un tío mío y con mi hermana, como
Dios quiso, sufriendo muchísimo. Llegaron a estar bajo fuego de ametralladoras.
Habían enterrado a mi hermano y habían puesto sobre la tierra una botella con
un papel en el que ponía su nombre, así que tardaron ocho días en encontrarlo.
Se trajeron su cuerpo al pueblo, viajando de noche. Mi padre lloró al hijo
durante mucho tiempo. Mi hermana lloraba por no haber podido traerse a todos
los soldados a casa. Yo me harté también de luto y de llanto.
Conservo una fotografía del día en que Antonio se marchó al
frente, y en ella se le ve en los ojos el susto y la pena. Tiene una expresión
en la mirada que dice “me han engañado”. Con lo guapo que era y la alegría que
tenía siempre, esa última foto ya lo anunciaba todo.
Al terminar la guerra, tuve la oportunidad de quedarme en el
hospital, pero había visto cómo trataban los médicos a las enfermeras y no me
gustaba. Pensé: yo me vuelvo a mi escuela, que dentro de mi clase soy el ama.
No volví a trabajar. Estoy hablando del campo, porque nunca pensé
que dar clase fuera trabajar. Estar con los alumnos era una felicidad muy
grande. Si volviera a nacer, volvería a ser maestra.
Las primeras
oposiciones después de la guerra se convocaron en 1941. Por entonces, ya había
conocido a mi futuro marido que fue también maestro y con el que he estado
casada durante sesenta y cuatro años. Éramos del mismo pueblo pero lo conocí
porque había estudiado en el Seminario con uno mi hermano Antonio. Las
oposiciones duraban mucho e incluían prácticas.
La primera
escuela a la que me enviaron fue a Salinas, en Asturias. Vivía en una pensión,
y allí se alojaba también un cura, don Felipe Gangoiti, que estaba castigado a
estar en Salinas por ser vasco. Me acuerdo de él con mucho cariño. Celebraba
Misa en la iglesia, que no tenía pórtico, y me
acuerdo que regañaba mucho a la gente que se salía a la puerta a fumar durante
la homilía.
La escuela de
Salinas era unitaria. Yo di clase a sesenta niñas. La gente del pueblo me
adoraba porque era un sitio en el que habitualmente no había maestros. Me
trataron estupendamente.
Allí la gente
pasaba muchísima hambre. En la casa donde yo vivía había una vaca y comíamos
casi a diario leche frita, pero no había pan. Escaseaba el pan blanco -de trigo- y abundaba más el pan de boroña,
que está hecho con harina de maíz. Yo lo
prefería a los otros minúsculos panes “de trigo” que a mí no me gustaban y no
los comía. De repente, todas las niñas empezaron a
enfermar con descomposición y a veces no me venían a clase nada más que siete.
Al poco tiempo se descubrió que el panadero
amasaba aquel pan con harina mezclada con serrín.
Uno de mis recuerdos más bonitos de Salinas es que las niñas
vieron por primera vez nevar. Estaban felices y decían que los angelitos
estaban recortándose trocitos de camisa, trapines, como decían en
Asturias. Pero al poco tiempo llegó ya la maestra titular y yo me fui para Alija.
Allí,
en Alija, me escandalizaba que las obreras que estaban en casa de mi
abuelo le echasen a las gallinas los
trozos del pan blanco que quedaban en el
mantel. Era un pan blanco buenísimo. Les dije: “¡Yo le he visto las orejas al
lobo y tiene dientes!” Por entonces una tía mía que tenía muchos hijos ya amasaba su pan con patatas. Al mes, no se volvió a ver en Alija el
pan blanco y yo incluso una vez me encontré, en la miga del pan negro un trozo
de chaqueta con un botón.
Comencé a
trabajar en las escuelas de abajo de Alija, sustituyendo durante un año
a una maestra a la que habían destituido por roja. Pero no estuvo bien, aquella
destitución fue una barbaridad. Era una maestra estupenda hasta había enseñado
a las niñas a cantar canciones a la Virgen.
En las escuelas de arriba faltaba el maestro, que había
muerto por enfermedad, y estuve allí sustituyéndole también. Había muy pocos
maestros varones por entonces, ya que habían muerto muchísimos hombres en la
guerra. Recuerdo que vino el Ayuntamiento en pleno a la toma de posesión para dar a
entender que a ver cómo me iban a tratar los chicos y cómo me iba a
portar yo. Pues me porté estupendamente, claro,
porque yo era una persona normal y corriente y además de su maestra era su
catequista. Los chiquillos estuvieron encantados. Las familias de los alumnos
eran buena gente. Nunca he tenido problemas con los padres ni se me
enfrentaron. Por eso las cosas que pasan ahora me parecen increíbles, y eso que
me alegré mucho cuando pusieron más cursos de escolarización.
El trabajo en las unitarias es muy difícil pero se hace con mucho
gusto. Yo pedía siempre tener buenos encerados. A los mayores les ponía allí
los problemas y, mientras ellos los hacían, yo leía con los pequeños, machacando.
El primero de los mayores que terminase de hacer los problemas venía a ayudarme
con los pequeños. Y así los iba alternando.
La escuela unitaria tenía su sentido. Permitía enseñar a los
chiquillos a entenderse unos con otros, a que no se pelearan, a que trabajaran
y respetaran el trabajo de los demás. Eran escuelas de valores.
¡A mí me permitió enseñarles a que no fumaran! Y es que la escuela
que me dieron después de aprobar las oposiciones fue la de Pozuelo del Páramo.
Los chicos del pueblo fumaban las hojas secas de los negrillos, los olmos. Yo no
les podía decir que no fumaran, eso se lo tenían que decir en su casa, pero sí
podía enseñarles. Así que dibujé en el encerado un aparato respiratorio y les
hice compararlo con una cocina de lumbre, como las que tenían en sus
casas, y el humo que se formaba en ella. Les hablé de
los riesgos de la tuberculosis, que era entonces una enfermedad frecuente,- y de todas esas cosas.
Muchos años después me encontré algunos de esos alumnos y me dijeron que de
aquella generación no fumaba ninguno. ¡Y todo el pueblo sabía que había sido
gracias a doña Teresa, la antigua maestra!
Siempre me gustó
la vida sencilla del pueblo. Teníamos un par de habitaciones, corría el aire y
ya estábamos a gusto. El juego de los niños se hacía en la calle. Me entristece
mucho ver ahora la desaparición y el abandono de los pueblos, y en los que
quedan me duele ver el casino, que era un lugar de conversación, sustituido por
el bar.
Más tarde me
enviaron a Villanueva de Jamuz, cerca de la Bañeza, y allí nacieron cuatro de
mis hijos. Me pasé mucho tiempo haciendo todas las cosas con ellos en brazos,
sola en el pueblo porque mi marido trabajaba en León. Recuerdo que una vez uno
de los niños tenía una otitis muy fuerte y el usurero del pueblo que se llamaba
Aníbal pero al que todos llamaban don Animal, me dijo que lo mejor para
el dolor de oídos era un emplasto de aceite y hollín. ¡Salí corriendo a buscar
un médico! Fui con el
cochecito del niño por la carretera sin
asfaltar, a toda prisa, a buscar al médico de Alija, que estaba a doce
kilómetros. El médico le recetó la primera penicilina que conocí en mi vida.
La verdad es que he sido una madre muy feliz de cinco hijos
varones. ¡Y me he librado de planchar los cancanes que las niñas
llevaban debajo de las faldas en los años sesenta!
Durante mucho tiempo fui maestra también en las colonias de
verano, muy frecuentes en los años cuarenta. Estaban en un colegio que había
construido a las afueras del
Gijón de entonces, en Los
Campos, un inspector, don Julián Sánchez
Elisburu, cuya casa estaba en el mismo patio de la
escuela. La colonia de niños estaba en
la planta de abajo y
la de las niñas arriba. Si llovía mucho, cuando subía la marea se inundaba el suelo, y cuando
bajaba, se secaba. Pero podíamos con todo. Allí barríamos, fregábamos, nos
ocupábamos de servir la comida -yo me llevaba las alubias de mi pueblo- y hacíamos
actividades, de manualidades, canto... como los talleres actuales.
Por aquel
entonces, mi marido tenía una plaza en la Escuela Aneja de León pero, como yo
estaba un poco agobiada por estar sola en Villanueva, decidimos estar juntos.
Salieron oposiciones a las Escuelas Normales en Badajoz, y mi marido las aprobó.
Después de Villanueva de Jamuz me fui pues a Badajoz con mi marido. En Badajoz se quería
muchísimo a los maestros. Recuerdo una chiquilla preciosa que no podía hacer la
comunión porque no tenía traje. Le conseguí uno y la familia me regaló un
frutero de porcelana que he conservado como oro en paño desde entonces.
Allí viví los que se llamaron años del hambre. Fueron
terroríficos. Nunca olvidaré a una niña que estaba llorando en clase por el
dolor de estómago. Le pregunté: “pero, ¿qué has desayunado?” “Nada, señorita.”
“Entonces, ¿qué cenaste?” “Nada. Anteayer, como mi padre vendió unos hierros,
comimos gazpacho” La llevé a tomar un café al bar de la plaza. Fuimos las dos
llorando.
Ya
desde Badajoz nos
vinimos a Salamanca, yo usando el derecho de consorte[2]
Trabajé primero en un centro con las niñas
retrasadas. Allí recuerdo especialmente el dolor de la madre de una niña con
muchísimas dificultades, que me confesó que la niña era adoptada.
Después, y durante muchos
años, estuve en la escuela “Rodríguez Aniceto”, de Los Pizarrales, que era por
entonces uno de los barrios más deprimidos de Salamanca.
En Los Pizarrales tuve una directora estupenda, Ana María, que levantó la
escuela y la modernizó muchísimo. Una mujer de carácter, pero del bueno, que sabía
tratar extraordinariamente a los profesores. Yo era madre de cinco hijos
pequeños aún, y a veces no entraba en el colegio a tiempo. Tampoco salía nunca
de clase a tiempo. Un día, Ana María
estaba regañando a unas niñas que habían llegado tarde y en ese momento aparecí
yo. Las niñas dijeron: “regañe a doña Teresa, que también llega tarde”. Y Ana
María, solemnemente, dijo: “¡pero doña Teresa viene de un entierro!” Luego,
cuando entré en su despacho a darle un abrazo, ella me recordó que un día la
salvé de electrocutarse con un proyector, así que casi me debía la vida. Así
trataba a los compañeros. Era una mujer extraordinaria. Siempre quería conocer
las programaciones de clase y el trabajo diario, te felicitaba cuando las cosas
estaban bien, y siempre estaba abierta a lo que uno propusiera.
El director de un centro es
una de las piezas más importantes. Tiene que ser cercano a los maestros, no
enfrentarse a ellos pero sí supervisarlos y saber en todo momento cómo va la
enseñanza. A un director no se le puede torear. Tiene que tener un carácter
sólido, las ideas claras, y exigirlas. Hoy se habla de especializar a los
directores pero un director tiene que conocer la escuela también. No puede ser
solamente un director de los que mandan, sino que tiene que ser un director de
los que trabajan.
Mi
recuerdo más querido de aquel tiempo es Mari Jose, una niña de Los Pizarrales.
Muy alta, muy madura, muy cercana y muy cariñosa. Yo trabajaba en clase la
enciclopedia de Dalmau pero veía que a ella se le quedaba corta. Entonces le
pregunté: “Mari Jose, ¿qué te gustaría ser de mayor?” Ella me contestó:
“médico”. “Y tu padre, ¿en qué trabaja?” “Mi padre es peón de albañil”. “¿Y tu
madre?” “Hace boletos”. Eran unos sobrecitos con papeletas del tipo de las tómbolas que
se vendían por los bares y cuyos premios habituales eran consumiciones, un
café... Yo pensé: “¡Ave María Purísima!” Me di cuenta de que tenía que
ayudarla. Entonces le propuse hacer tres veces más trabajo que sus compañeras.
La niña aceptó y así lo hicimos durante todo el curso. Cuando pasó a cuarto,
tuvo la suerte de tener como maestra a doña Rosalina, una mujer extraordinaria
que había estudiado en el Plan Profesional. Las dos nos confabulamos para que,
al terminar el curso, Mari Jose pudiera hacer el Bachillerato en las monjas del
Amor de Dios, donde estudiaba la hija de Rosalina. Convencimos a las monjas y
la acogieron encantadas. Mari Jose venía a verme siempre para darme la misma
noticia: “¡Soy la primera de la clase!” Entró en la carrera de Medicina y la hizo
con sobresalientes. La última vez que la vi ya era mayor, me presentó a
su novio y me dijo que ya ahorraban para casarse. Se marchó a vivir fuera de
Salamanca y nunca volví a saber de ella, pero su historia es el mejor recuerdo
de mi vida.
Recuerdo también a una
chiquilla hija de una señora que limpiaba cines. El sueño de esta niña era ser
maestra. Yo la dejaba ayudarme, atender a la clase, mirar cómo yo programaba.
Consiguió su sueño, fue maestra, logró aprobar las oposiciones con el número
uno y llegó a hacer una sustitución en mi propio centro por todo un año.
Por
eso, a quien quisiera ser maestra le diría: si te gusta, vas a ser feliz. Lo
más grande que tiene el Magisterio es el influir en los niños. El maestro tiene
que ser educador, y si no… A mí me ha gustado muchísimo educar. Educar de
manera integral. Recuerdo que era pesada incluso con la postura en clase, con
retirar la cartera del asiento al sentarse… Son cosas que hoy no se tienen en
cuenta en la formación. Yo enseñaba todos los valores, todas las formas, todos
los modos de comportamiento. Podía hacerlo porque lo sabía todo de mi escuela,
hasta cuidar la estufa. En la escuela unitaria podía unir cursos para trabajar
algunas cosas, y repartir las materias según la conveniencia de mis alumnos,
por eso no veo bien tanta especialización como hay en estos días. Me parece que
no se pasa bien de un sitio a otro, no se conectan bien unos conocimientos con
otros.
Las
cosas han cambiado mucho. Uno de mis propios hijos - que es maestro en
Secundaria, y un verdadero educador, me
contó un zarandeo de la familia de un alumno por retirarle el móvil. Es un
asunto de falta de valores y es muy preocupante.
Desde
luego, yo era aficionada a las innovaciones, usaba muchísimo los proyectores.
Una de las últimas actividades que hice con los niños fue visitar la depuradora
de Carbajosa de la Sagrada que estaba cerca del colegio Juan del Encina. Vieron
cómo echaban alúmina para después filtrar mejor el agua. Saqué a mis alumnos de
clase todo lo que pude, y es que las actividades complementarias me parecen
importantísimas.
En
la escuela de Pizarrales, las
alumnas ganaron el segundo puesto en el concurso “España vista por los
escolares”. El trabajo se iniciaba con quince minutos de televisión -en blanco
y negro- y después cada clase desarrollaba el contenido sobe su ciudad.
Lanzaban la televisión educativa. Las niñas se entregaron y trabajaron mucho, y
con mucho gusto. A veces enviaban material sorprendente a los centros, como dos televisores. A mí me parecieron algo absurdo
para un colegio. ¡No vas a tener a los niños viendo la tele también en clase!
Me acuerdo que uno de los televisores se lo regalamos al Hogar del Jubilado,
que no tenían. No soy muy aficionada a la televisión y me parece que a los
niños les ha hecho bastante daño. En casa tardé en tenerla. Hace perder mucho
tiempo.
Me
jubilaron por decreto, a los sesenta y ocho años. Sin ganas. Yo no quería.
Ahora vivo en Salamanca, sola, aunque rodeada de mis hijos y nietos, y estoy
activa en mi parroquia. Tengo la tarjeta de afiliada número uno del sindicato
ANPE, en el que he estado siempre.
De
niña sembraba alubias en los campos de Alija. Toda mi vida he procurado sembrar
valores en los niños y niñas que han pasado por mi aula. El más importante para
mí ha sido la responsabilidad, que entiendo por responder de los propios actos,
ponerse en el lugar del otro, devolver lo que se coge, limpiar lo que se
ensucia…
Ahora
me voy cruzando por la calle con gente que todavía recuerda que yo fui su
maestra.
Lo que
se siembra se recoge.
En mi cuaderno
LOS VALORES
Teresa
Pérez es una mujer extraordinariamente lúcida y ágil a los noventa y siete
años. Tiene unos ojos que hablan, ríen, lloran, brillan… Una vitalidad de
persona joven y un espíritu sabio y sin arrugas. ¡Menuda lección para nuestros
días eso de que dar clase no le parezca trabajar!
Pasé
con ella una mañana estupenda en su casa de Salamanca. Me acompañó Nicolás
Ávila - el presidente provincial de ANPE[3],
a quien agradeceré siempre esta oportunidad– y al rato se unió a nuestro grupo
una de las nietas de Teresa.
Hablamos
durante horas y en el transcurso de la charla, Teresa me enseñó dos
fotografías.
Una era
la última foto que se hizo su hermano Antonio, con el uniforme de la Bandera de
Falange, la víspera de salir hacia el frente de Teruel. Es el primer plano de
un muchacho rubio, casi un niño, cuyos ojos claros tienen una mirada
tristísima, como hundida hacia adentro. Una mirada que ya presiente el
inmediato horror, la cercanía de la muerte. Tal como nos ha contado Teresa, que
revivió el momento con los ojos llenos de lágrimas, en esta fotografía Antonio
decía: me han engañado.
Me
sobrecogió esta imagen y desde que la vi no la he podido borrar del
pensamiento. Estoy convencida de que el sentido último de la educación es que
no se repitan las guerras. Seguro que Teresa está de acuerdo.
No sé
si mi transcripción de sus palabras - dichas con la profunda contención de la
gente de su tierra - ayuda a hacerse idea del sufrimiento de ese padre que
busca por el campo de batalla la tumba del hijo adolescente, y va abriendo
botellas que contienen nombres de muchachos muertos. Un padre que viaja de
noche con el cadáver de su hijo, desde Teruel a León, solo para llevarlo a
donde espera la madre, y una familia que dedica el resto de su vida a llorar la
pena de no haber podido devolver a casa a todos los soldados.
Me harté de luto y de llanto. Con
solo siete palabras, Teresa nos transmite todo el impacto de la guerra en la
gente sencilla.
Nos
habla también del hambre. Ya ha estado
presente muchas veces en el recorrido de las Memorias y volverá a estarlo. El
pan amasado con serrín… Nosotros carecemos de una experiencia semejante y tal
vez por eso podemos dedicarnos a la crispación gratuita, el ataque de queja y
el ahogamiento en vasos de agua. Sin
embargo, y por contraste, los maestros que nos están contando la guerra
comparten una consciencia plena de la vida presente, una especial alegría de
vivir. Y unas convicciones muy profundas.
Ellos
saben que la educación debe servir para que no se repita aquella pesadilla,
para que se viva en paz, para que donde ahora hay intransigencia, haya
tolerancia; donde hay agresividad, haya empatía; donde hay brutalidad, haya
cultura; donde hay indiferencia, haya inconformismo; donde hay pereza, haya
voluntad de bien; donde hay caos, haya ética. Este es el absoluto de la
educación y el ranking del informe
PISA es, evidentemente, el relativo. Así nos lo están contando los viejos
maestros, y así lo creo yo también.
La
segunda fotografía ilustra estas Memorias. Es de Teresa y sus alumnos en la
escuela de Los Pizarrales, y en ella aparece a la izquierda de la maestra una
niña más alta que las otras, peinada con trenzas. Es Mari Jose, la hija del
albañil y la boletera, y llegó a ser
médico tal como soñaba. ¡Cuánto orgullo sentía su maestra al contar esta
historia, que ella mantiene viva, relevante en su biografía!
Estoy
convencida de que el sentido último de la educación es que no se pierda ni una
sola posibilidad para mejorar el futuro de un niño.
Y si esto fuese
así, si la prevención de los errores del pasado y la apertura a los horizontes
del futuro fuesen los absolutos de la educación, y fuese cierto también que lo que se siembra se recoge, habría que
iluminar mejor el recorrido que hacen dentro de la escuela los valores.
La clave de la educación es ayudar a cualquier niño, sea cual sea su
punto de partida, a convertirse en una persona completa, equilibrada, feliz y
capaz de hacer felices a los demás. Es decir, una persona que sepa afrontar
cada circunstancia de la vida con el sustrato de unos valores personales y
sociales, y con el apoyo del conocimiento y la cultura.
Ahora bien, el recorrido de la educación en valores
se desarrolla simultáneamente en diversos escenarios. El primero y fundamental
es la familia, donde cada ser humano encuentra las referencias esenciales. El
segundo escenario, importantísimo también y complementario, es la escuela,
donde uno pone en práctica, frente a una comunidad de ajenos, los valores familiares aprendidos, y donde a su vez aprende
los valores sociales y ciudadanos. El tercer escenario es la sociedad, con sus
usos y costumbres, sus valores propios y los medios que utilice para
transmitirlos. Y el cuarto escenario, tal vez el más importante y olvidado, es
el propio individuo: cómo interpreta los valores que recibe, cómo los digiere,
como los aplica, qué satisfacciones personales obtiene de ellos, cómo los
escoge y cómo los sitúa en el mapa de
su existencia.
Porque el camino ético de una persona avanza
siempre rodeado del paisaje humano pero es un camino individual que cada uno
recorre con la ayuda de su mapa.
Cada ser humano está invitado - por la capacidad de
pensar sobre uno mismo y de conocerse - a dibujar un mapa de su
consciencia. Esto quiere decir
representar espiritualmente su
situación en relación con la totalidad de la existencia y con los demás: dónde
quiere que esté su centro, dónde sus límites y sus referencias, qué quiere
abierto a todos y qué privado y secreto. Ese mapa se va dibujando a lo largo de
la vida y el pincel que lo va trazando es el carácter, el êthos. Él nos permitirá sentirnos siempre “yo” aunque el mundo sea
mudable.
Sin embargo, hoy estamos dando a la gente joven su
mapa ya dibujado, les llamamos generación
perdida y les decimos que sus coordenadas no llevan a ninguna parte. Me
preocupa, como le sucede a Teresa, que les estemos hurtando la responsabilidad
de diseñar su futuro y a cambio no nos sintamos responsables ni de su educación
ni del mundo que hemos hecho.
Por eso me parece que se puede aprender mucho de
Teresa Pérez, que ha tenido siempre bien claro cuáles son los absolutos de la
educación. Hay un momento mágico en sus Memorias que nos lo muestra. Es su
definición del mayor valor de la escuela unitaria: Permitía
enseñar a los chiquillos a entenderse unos con otros, a que no se pelearan, a
que trabajaran y respetaran el trabajo de los demás. Eran escuelas de valores.
La escuela unitaria era, por su propia naturaleza,
activa, móvil, participativa, cooperativa. En ella había que convivir
necesariamente con la diversidad, había que esperar turno, ayudar a los otros.
Daba oportunidad a los niños para sentirse protegidos y protectores, débiles y
sabios. En ella había que sacar a la luz los talentos y esto era tan importante
como respetar con silencio el trabajo de los otros.
Claro que hoy no vamos a volver a las escuelas
unitarias, pero se nos abre un bonito reto en pensar cómo podríamos recuperar
una manera de dar clase en la cual los valores fuesen lo primero.
Sin embargo, no debemos perder de vista que estamos
hablando de los valores que se transmiten en el ámbito de la escuela.
Teresa también supo distinguir los diversos
escenarios de la educación. Se nota muy bien cómo comprendía cuál era su papel
y cuál el de los padres en la historia de su “campaña anti- tabaco”: Yo no les podía decir que no fumaran, eso
se lo tenían que decir en su casa, pero sí podía enseñarles. Qué
gran lección.
Así,
ilustró el efecto del tabaco en los pulmones con el ejemplo del hogar
ennegrecido que cada muchacho veía en su propia casa, y dejó que ellos, a
partir de este conocimiento de la realidad, tomaran la decisión que les
pareciera adecuada. ¡Y una generación entera del pueblo decidió no fumar!
Efectivamente, el resultado de educar en valores en el ámbito escolar no es la
imposición de códigos sino la autonomía moral del alumno, fundada en el
conocimiento e impulsada por los valores personales que contagie el maestro.
En la historia de Mari Jose, que es el centro de
sus Memorias, se nota que Teresa también distinguía el papel de los distintos
actores de la educación. La maestra sabía de antemano que su protagonismo en el
progreso de la alumna consistía en hacerle ver a ella su responsabilidad ante
el futuro: Me di cuenta de que
tenía que ayudarla. Entonces le propuse hacer tres veces más trabajo que sus
compañeras. La niña aceptó y así lo hicimos durante todo el curso.
La niña
aceptó. Para mí en estas tres palabras se esconde la verdadera dignidad de la
relación entre el discípulo y el maestro. Tiene razón Teresa, esto era ayudarla. A partir de esta aceptación de
Mari Jose, que era un compromiso con ella misma, puede darse el resto de la
historia: la conspiración de maestras a favor del destino de la pequeña, las
gestiones para que estudiara el Bachillerato... Es decir, la “parte del trato”
que correspondía a la maestra. Porque la responsabilidad del docente consiste
sobre todo en hacer una llamada y esperar una respuesta.
Teresa Pérez, en coincidencia total con el resto de
autores de estas Memorias, considera a cada profesor como un educador integral,
una presencia que modifica vidas:
Lo más grande que tiene el Magisterio es el
influir en los niños. El maestro tiene que ser educador, y si no… A mí me ha
gustado muchísimo educar. Educar de manera integral. Recuerdo que era pesada
incluso con la postura en clase, con el peso de la mochila… Son cosas que hoy
no se tienen en cuenta en la formación. Yo enseñaba todos los valores, todas las formas, todos los modos de comportamiento.
No hay
más que recordar la historia de su alumna que quería ser maestra. Es así como
se trabaja en la escuela. Pero hay una condición previa: la implicación del
docente en la totalidad de la acción educativa, dentro y fuera de clase. Teresa
lo dice muy claramente:
Podía hacerlo porque lo sabía todo de mi
escuela.
De mi
escuela, ¿eh? No simplemente de mi aula, ni de mis alumnos, con ser eso mucho
ya.
Los
profesores no podemos pasarnos la vida creyendo
que nuestra profesión se define por lo que hacemos materialmente. Las
programaciones, exámenes, fichas, proyectos, explicaciones, deberes…- ocupan,
todo lo más, una cuarta parte nuestra tarea. Los otros tres cuartos están ocupados
por lo que observamos, lo que proyectamos, lo que soñamos, lo que improvisamos,
lo que pensamos, lo que transmitimos, lo que decimos y lo que callamos. Ahí, en
el currículum oculto, es donde se encuentra la esencia personal. El
espíritu del magisterio existe y se personifica en la exigencia que cada
maestro tenga consigo mismo. Y no puede considerarse exigente quien se queda a
medias.
Por
tanto, bien se puede aprender del compromiso con la innovación de una maestra
que hoy tiene ya casi cien años: usaba proyectores, daba importancia a las
actividades extraescolares y no se la daba a arremangarse y fregar su clase,
enseñaba a reciclar en la depuradora, conocía y valoraba la importancia de una
buena dirección del centro…
Tal
vez en esta actitud de Teresa Pérez resuenan los ecos de sus propios maestros,
aquellos asturianos que sacaban a los chicos del campo al campo, para que
distinguieran las tierras salitrosas de las calizas. Los maestros que animaron
a leer a la niña que prefería las matemáticas… ¡con un libro de problemas! Es
una manera de enseñar que domina el arte de la motivación con una modernidad
absoluta. Ya sabemos que estas Memorias corresponden a personas de una
generación educada por aquella otra mítica que
llevó a cabo el primer gran esfuerzo educativo que se hizo en España.
Por eso no es justo que las circunstancias políticas que rodearon a Teresa y a
los maestros de su tiempo nos hagan olvidar lo mucho que valieron.
A
día de hoy, y con el ejemplo de la gente de la pizarra,
los profesores de la era digital tienen mucho que
pensar. Pensar en lo que son, observar la realidad y situarse, en la medida de
lo posible, como espectadores de sus actos y de los de quienes están a su
cargo. Tienen que hacerlo así porque esta profesión obliga a ser muy
consciente.
Aprendamos de la historia de Teresa y Mari Jose: en
una maestra menos observadora, podría haber pasado desapercibida la brillantez
de esa niña; tal vez hubiera terminado el curso sin que le preguntaran por sus
sueños, porque lo más común es preguntar a los niños por sus actividades y sus
deseos; podría no haber sido tratada de manera individual y no haber recibido
exactamente lo que necesitaba para crecer; la maestra podría haberse
desentendido del progreso de su alumna al dejar de darle clase; con el paso de
los años, podría haberse olvidado de ella.
Pero no fue así. A partir de la consciencia, la
voluntad de Teresa pudo dirigirse hacia lo que le parecía bueno y justo. Y esto
era implicarse a fondo en la vida de sus alumnos. Como ella dice con
brillantez, influir.
Con estas lecciones magistrales de Teresa Pérez
queda claro que las cuestiones que plantee la marcha diaria de la clase deberán
responderse desde la consciencia. En conciencia. Con valor y con valores.
La verdad es que esta manera de influir en los
demás es un precioso proyecto de vida.
Por eso, a quien quisiera ser maestra le
diría: si te gusta, vas a ser feliz
[1]La
segunda etapa del plan establecido con la Ley Moyano, de 1914 a 1930,
estableció una titulación única, Maestro de Enseñanza Primaria, con un curso de
ingreso y cuatro cursos de formación, estableciendo un periodo de prácticas
intercalado en el tercer y cuarto curso.
[2]Un derecho que permitía la reagrupación familiar de los funcionarios docentes.
[3] Teresa Pérez es afiliada de ANPE Salamanca con el carnet número 1
GRACIAS
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