La enseñanza pública no puede
perder su función social porque no la tiene añadida, como si “lo social” fuera
un plus de realidad sobre un constructo metafísico, o un sombrero que se pone y
se quita. La enseñanza pública ES su función social.
Este modelo de enseñanza,
sostenida económicamente por todos los ciudadanos para garantizar la igualdad
de oportunidades de todos, puede estar ausente, no existir, como sucede en el
marasmo de los países más pobres; o puede desaparecer asfixiada por la
competencia de lo privado, si quienes son responsables de ella olvidan que
Einstein, Patarroyo o Mandela nacen a diario en pueblos y barrios donde no le
conviene invertir a una empresa.
Pero si existe, desempeña una
función social, como su aspecto constitutivo, esencial. Sin embargo, en el
modelo de la enseñanza privada, absolutamente respetable, la esencia es la
rentabilidad empresarial.
Precisamente porque la enseñanza
pública no puede perder su función social, es objeto de confrontación
ideológica; y porque no puede perder su función social, es imprescindible
cuando hay Constitución, derechos, deberes y política democrática.
Sin embargo, la política sí puede
perder su función social. Hay ejemplos dramáticos en los libros de historia e
incluso en las cabeceras de los telediarios.
Según la última encuesta del CIS,
la clase política en España constituye la tercera preocupación de los
ciudadanos. En el comienzo de una legislatura, ante una gravísima crisis
económica y de valores, nuestros políticos de todos los signos deben hacer –
hoy mejor que mañana- un ejercicio de autocrítica severa, una renuncia clara a
la corrupción, una apuesta expresa por la ejemplaridad y contra la prepotencia.
Deben situar el bien común por encima de cualquier otro interés porque - avergüenza tener que recordarlo - para eso los hemos puesto donde están.
Si la escuela pública pierde su
función social es porque ha muerto ella misma. Pero si la política pierde su
función social, quien muere es la democracia.
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