Vivimos rodeados de las pequeñas cosas
cotidianas, de las herramientas corrientes, esos objetos que todos usamos a
diario y en los que no nos fijamos porque cumplen tan perfectamente la función
para la que fueron diseñados que se han hecho invisibles. Sin embargo ellas son las mejores
manifestaciones de la dignidad y la capacidad de la especie humana, e incluso
sirven como motor de confianza en la pervivencia de la humanidad. Y esto es así
porque están hechas por la gente corriente, por artesanos anónimos y no por los
grandes inventores cuyos hallazgos les han permitido pasar a la Historia.
La vida está llena de estos pequeños
utensilios que empleamos a diario sin darles valor alguno, como si fueran
naturales. Pero son muestras de la capacidad del ser humano para resolver
problemas complejos, manifestaciones de la inteligencia verdadera, que no es la
acumulación de conocimientos - hoy los tiene un ordenador - sino la
intuición.
Cuando parece que nos vamos a sumergir
en una crisis irrecuperable y solamente se nos ocurren presagios oscuros con
respecto a nuestro futuro, a lo mejor merece la pena volver a agradecer a
quienes nos precedieron su capacidad de hacer cosas pequeñas.
Me gustaría valorarlas más,
acariciarlas, mirarlas, agradecer su disponibilidad para mejorar mi vida y la de
todos. Y a lo mejor ser capaz de llegar, desde ellas, a una visión más auténtica
de las relaciones humanas, de la distribución del tiempo.
Estoy hablando de vivir más despacio,
pararse para admirar el brillo del filo de unas tijeras, para acariciar una mesa
de madera pulida, para saborear un tomate. Y de paso, por qué no, pararse para
pensar, para mirar a los ojos de la pareja, para educar a un niño…
Hace años, uno de mis hijos, aún
pequeño, me dijo: mamá, ¿por qué tú nunca
paseas? Yo me quedé asombrada: ¡Pero
si voy andando a todas partes, hijo!
Sí - me contestó muy reflexivo - vas a los sitios, siempre estás yendo a
sitios pero, ¿cuándo paseas?
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