Nuestro
tiempo es incansable en hacer que cada mínima cosa lo signifique todo. Valga
este diagnóstico de Sören Kierkegaard sobre la sociedad europea de 1844 como
predicción de la nuestra.
A diario nos
machacan miles de cosas mínimas desde los titulares de los periódicos y las
cabeceras de los telediarios. Y cuando las vemos ahí colocadas es difícil darse
cuenta de que no significan nada. Hay tantas ocasiones en que otorgamos
protagonismo a situaciones absurdas que podríamos llamar a mucha de la
información que recibimos sobre lo que pasa en el mundo “el maximalismo de lo
mínimo”. Es un libertinaje informativo que se ha disfrazado como libertad de
expresión y no tiene nada que ver con ella. Nos hace mucho daño pero, bueno, ahí
está cada día, impertérrito, consciente de que toleramos su presencia.
Para mí una
de las peores manifestaciones de esta tendencia es la difusión impúdica de la
intimidad, que se produce unas veces de manera voluntaria – pagada incluso- y
en otras sin conocimiento ni autorización de la persona a la que se va a poner
en una picota.
Estoy segura
de que recuerdan la noticia de un famoso diseñador de moda, un semidiós
contemporáneo, que el año pasado fue condenado a prisión y despedido
fulminantemente de la gran firma para la que trabajaba porque, bebido y solo en
un bar, hizo una declaración filonazi e insultó gravemente a unas personas que
estaban allí, las mismas que lo filmaron con su cámara de móvil. Su imagen de
alcohólico solitario que dice burradas, repetida millones de veces en las
pantallas de todo el mundo, lo condenó al ostracismo en esta sociedad hipócrita
que rellena las arcas con los impuestos del alcohol y margina a los borrachos.
A mí me
impresionó profundamente esta historia. No porque me parecieran justas las
declaraciones de aquel diseñador, que eran vergonzosas, sino por la agresión
brutal que suponen esas filmaciones de cámara oculta. Mucho más
grave que un exabrupto verbal, por repugnante que sea, me parece la posibilidad
– aplaudida y jaleada- de que cualquier desconocido, con un teléfono móvil,
pueda convertirte en protagonista del noticiario porque te caíste en una boda,
porque estornudaste en un concierto o porque eres un pobre hombre – famoso y
millonario- que tiene que ir al bar de su barrio a beber hasta perder la
conciencia de sí mismo. Los propios gobernantes nos animan hoy a la delación, a la
filmación del vecino. Es como si nos hubiéramos dado la vuelta y lleváramos las
entrañas al aire y la piel por dentro, sin sitio para el decoro, ni para el
respeto, ni para la vergüenza.
Kierkegaard
lo explica mucho mejor que yo: Un arroyo que corre suena graciosamente, pero
una suma de criaturas racionales que se convierte en un murmullo sin fin y sin
sentido es algo cómico.
Me da mucho
miedo que nos estemos convirtiendo en un murmullo sin fin y sin sentido, frívolo
y chismoso, cómico a fuerza de no querer reconocer lo trágico de esta situación.
¿Qué
significa hoy lo privado? ¿Qué es la intimidad? Pues es nuestro paisaje
interior, el territorio nunca completamente explorado en el que tienen lugar las
mejores creaciones y funciones de lo humano: el amor, la amistad, nuestro cuerpo
y sus requerimientos, la imaginación y la apertura a lo moral y a lo sagrado.
En ese lugar
privado de cada una de nuestras vidas está el trono de la libertad. La libertad
verdadera, claro, que no es la de hacer lo que a uno le dé la gana sino la de
darse cuenta de que somos libres y tenemos que pasar toda la vida tomando
decisiones. Ahí está el gran error de la sociedad contemporánea: no es más libre
el vocero de su intimidad y de la de los otros sino, por el contrario, quien más
las preserva. La libertad de expresión no estriba en contarlo todo sino en ser
dueño de lo que uno cuenta. Y por supuesto no es mejor ciudadano el que va,
móvil en ristre, buscando infractores de los usos sociales, sino quien relaciona
su propia libertad con el respeto profundo y la compasión por los
demás.
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