He recibido una carta desde el desierto. Es de un joven
viajera y habla de la inmensidad del terreno, del calor y del viento, de la
belleza de las estrellas en el cielo nocturno.
He recibido una carta desde el desierto. Me la envía Aissa,
una joven saharaui de trece años. En ella me cuenta que pasa hambre y sed en el
campamento de refugiados. Me dice textualmente: “Quiero ser
moderna. Enfermera y moderna. Pero aquí no se puede llevar otra cosa que
la melfa. Yo estoy en contra de la poligamia, mi padre se fue con una niña de mi edad
porque mi madre ya no podía darle más hijos. Es beduino y no le vemos. En vuestro país tendría que pagarnos
por abandonarnos. Aquí nada.”
He recibido una carta desde el desierto. La ha escrito una mujer que durante quince años ha confundido el amor con el silencio. En ella me confiesa una grave
crisis de autoestima, de confianza y de reposo, que la tiene desalentada y triste, confusa, maltratada.
He recibido una carta
desde el desierto. Me la manda una mujer que se levanta y se acuesta sola, ríe
y llora sola, come y duerme sola y ella sola se abraza cuando siente miedo.
He recibido una carta desde el desierto. La firma una madre de
familia y tiene estructura de currículum
vitae. En ella se enumeran veintitrés cursos de formación y una buena
experiencia laboral, pero los márgenes están sobados de tanto enviar copias a
todas partes, y huele un poco a sal de lágrimas.
He recibido una carta desde el desierto. Es de Antoine de
Saint Exupéry y en ella dice:
“Lo bello del desierto
es que en cualquier lugar esconde un pozo.”
¿Es verdad esto? Yo creo que sí. Hay un manantial escondido y
brotará a la hora menos pensada. En todos los desiertos.
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