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domingo, 11 de marzo de 2012

El precio de la libertad.



Creo que es importante distinguir entre la libertad de las sociedades democráticas, en las que se respetan los derechos humanos, y la libertad esencial de los individuos.

El sistema político y social en el que tenemos el privilegio de vivir nos permite ejercitar derechos y nos obliga a establecer límites – deberes- porque constituye un marco de convivencia. Democracia no es que votemos todos, eso pasa en muchas dictaduras, sino que seamos iguales ante la ley. Es un tesoro que está ahora en peligro por la tiranía del dinero, y tenemos que protegerlo y defenderlo.



Pero la libertad esencial de cada persona no es el sistema político. Muchas veces, confundiendo los dos niveles, consideramos la libertad como una acción determinada, e incluso como el resultado de una acción. De hecho, la libertad absoluta de acción es el paradigma de lo que se entiende hoy por libertad personal: hacer lo que te dé la gana. En casos extremos, y a veces para gente muy joven, el precio de esa “libertad” es la muerte.

Pero la verdadera libertad no consiste en hacer cosas sino en poder hacerlas. Consiste en decidir, en arriesgar y, sobre todo, en optar por un camino y no por otro, con todas las consecuencias que eso conlleve. Me parece que el verdadero precio de la libertad  es lo que el filósofo Kierkegaard denominaba “la angustia de la libertad”: elegir y rechazar, acertar y errar.

Y me parece que el precio de la libertad es la angustia de decidir, de estar decidiendo siempre, a todas horas, constantemente. Por eso la libertad forma parte de la esencia del hombre, por eso hay margen para sentirse libre en un cautiverio.

 El año pasado falleció Steve Jobs, el fundador de Apple, tal vez el hombre más influyente de nuestra época, que creó lo que hoy llamamos “sociedad de la comunicación”.

Una de las cosas que más me ha llamado la atención sobre su vida es que fue abandonado por sus padres biológicos siendo recién nacido, y creció adoptado por una familia que le dio su apellido. Así que Steve Jobs era un hijo de la libertad. Nació porque su madre, demasiado joven, atada a la cadena de la marginación, prisionera de la pobreza, era a pesar de todo libre para elegir y, con todo en contra, decidió no abortar, alumbrar a ese pequeño, apostar por su destino. Estoy segura de que ella pagó el precio de la angustia que acompaña a la libertad humana, pero no se equivocó porque eligió la vida. Y su hijo llegó a convertirse en una de las grandes figuras de nuestro tiempo. 

He leído en la prensa que el lema vital de Jobs era: “antes de hacer algo me pregunto, ¿lo haría si hoy fuese el último día de mi vida?”.

Al principio, no entendí bien la frase. Pensando en la dureza del trabajo y en la necesidad de la supervivencia, creía que era la típica pose de multimillonario que puede escoger lo que hace un lunes cualquiera. Pero luego me he dado cuenta de que este pensamiento esconde un enorme potencial ético. Porque, si este fuese el último día de nuestra vida, ¿cómo nos comportaríamos con nuestros seres queridos? ¿Seríamos capaces de hacerle daño a alguien, de mentir, de ofender, de despreciar?

La respuesta que cada uno de nosotros demos a esa pregunta de Steve Jobs es el precio de la libertad. Precisamente.

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