Creo que es importante distinguir
entre la libertad de las sociedades democráticas, en las que se respetan los
derechos humanos, y la libertad esencial de los individuos.
El sistema político
y social en el que tenemos el privilegio de vivir nos permite ejercitar
derechos y nos obliga a establecer límites – deberes- porque constituye un
marco de convivencia. Democracia no es que votemos todos, eso pasa en muchas
dictaduras, sino que seamos iguales ante la ley. Es un tesoro que está ahora en
peligro por la tiranía del dinero, y tenemos que protegerlo y defenderlo.
Pero la libertad esencial de cada
persona no es el sistema político. Muchas veces, confundiendo los dos niveles,
consideramos la libertad como una acción determinada, e incluso como el
resultado de una acción. De hecho, la libertad absoluta de acción es el
paradigma de lo que se entiende hoy por libertad personal: hacer lo que te dé
la gana. En casos extremos, y a veces para gente muy joven, el precio de esa
“libertad” es la muerte.
Pero la verdadera libertad no consiste en hacer cosas
sino en poder hacerlas. Consiste en
decidir, en arriesgar y, sobre todo, en optar por un camino y no por otro, con
todas las consecuencias que eso conlleve. Me parece que el verdadero precio de
la libertad es lo que el filósofo
Kierkegaard denominaba “la angustia de la libertad”: elegir y rechazar, acertar
y errar.
Y me parece que el precio de la
libertad es la angustia de decidir, de estar decidiendo siempre, a todas horas,
constantemente. Por eso la libertad forma parte de la esencia del hombre, por
eso hay margen para sentirse libre en un cautiverio.
Una de las cosas que más me ha llamado
la atención sobre su vida es que fue abandonado por sus padres biológicos
siendo recién nacido, y creció adoptado por una familia que le dio su apellido.
Así que Steve Jobs era un hijo de la libertad. Nació porque su madre, demasiado
joven, atada a la cadena de la marginación, prisionera de la pobreza, era a
pesar de todo libre para elegir y, con todo en contra, decidió no abortar,
alumbrar a ese pequeño, apostar por su destino. Estoy segura de que ella pagó
el precio de la angustia que acompaña a la libertad humana, pero no se equivocó
porque eligió la vida. Y su hijo llegó a convertirse en una de las
grandes figuras de nuestro tiempo.
He leído en la prensa que el lema
vital de Jobs era: “antes de hacer algo me pregunto, ¿lo haría si hoy fuese el
último día de mi vida?”.
Al principio, no entendí bien la
frase. Pensando en la dureza del trabajo y en la necesidad de la supervivencia,
creía que era la típica pose de multimillonario que puede escoger lo que hace
un lunes cualquiera. Pero luego me he dado cuenta de que este pensamiento
esconde un enorme potencial ético. Porque, si este fuese el último día de
nuestra vida, ¿cómo nos comportaríamos con nuestros seres queridos? ¿Seríamos
capaces de hacerle daño a alguien, de mentir, de ofender, de despreciar?
La respuesta que cada uno de nosotros
demos a esa pregunta de Steve Jobs es el precio de la libertad. Precisamente.
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