BIENVENIDOS

Bienvenidos a esta sala de profesores. Gracias por compartir conmigo las ganas de pensar sobre educación.



domingo, 29 de octubre de 2017

Memorias



Durante buena parte de mi vida he sido maestra.

No ingresé en el Magisterio con una clara vocación docente. Sabía, sí, que me interesaban los niños: que si fuera médico me especializaría en Pediatría, y si fuera juez, en Menores. Sabía también que era curiosa para el conocimiento y me gustaba transmitir lo que aprendía. Sin embargo, para transformar mi interés genérico por la infancia en una vocación clara, tuve que atravesar un proceso casi químico: de amalgamar y producir sustancias nuevas. Mis alquimistas fueron Mariano Martín Alcázar y otros profesores extraordinarios de “Escuni”, mi escuela universitaria. De allí salí con la seguridad de que había acertado en la elección profesional y de que comprometer la vida en ser maestra me llenaría de felicidad. Cuarenta años después sé que no me había equivocado.

Conocí a mis primeros alumnos allá por 1980, en el centro de educación especial “María Corredentora”, de Madrid. Recuerdo que trabajaba allí un grupo incandescente de profesoras. De ellas y de aquellos niños y niñas aprendí que en mi clase no podría haber nunca un rincón para el desánimo.

Ingresé en la función docente en 1981 y mi primer centro público fue el colegio “Arquitecto Gaudí”, también de Madrid, que escolarizaba un alumnado de alto nivel social y económico.  En aquel primer año de funcionaria novata, aprendí de los chicos a no tomarme demasiado en serio a mí misma. También aprendí que hay diferentes tipos de polvos pica-pica.

Después di clase en La Codosera, un pueblo de Badajoz fronterizo con Portugal  a donde por entonces no llegaba la carretera. Mis alumnos no habían recibido nunca una carta y mi propio abuelo escribió treinta diferentes, dirigidas a aquellos chiquillos. Recuerdo que celebramos una gran fiesta cuando llegó el cartero, y que los padres me inundaban a diario de pan caliente y leche recién ordeñada. Por entonces aprendí el valor esencial de muchas cosas sencillas.

Dirigí un grupo de teatro escolar en el colegio público “Juan Vázquez”, de Badajoz capital, con el que preparé durante todo un trimestre la Historia de una escalera, de Buero Vallejo. Compartimos muchas horas de ensayos en las que aquellos chicos de octavo de EGB sacaron de sí mismos talentos y pasiones desconocidas. Estrenamos nuestra obra el día que murió Luis Álvarez Lencero y allí, en un salón de actos de colegio, ante media entrada de padres y niños pequeños, mis alumnos y yo guardamos un minuto de emocionado silencio por la memoria del gran poeta extremeño. Ese homenaje fue iniciativa de los jóvenes actores, que me dieron entonces una gran lección. Aprendí tanto de aquellos chicos que todavía hoy ocupan un lugar especial en mi memoria y mi corazón.

En el colegio “Ciudad del Aire” de Alcalá de Henares aprendí de los alumnos y de un maravilloso director, Santiago Crespo, la importancia que tiene para un docente la autodisciplina. Y recuerdo con emoción a aquel chiquillo que me pidió dirigirse solemnemente a la clase, y entonces dijo: “Por favor, no me llaméis Nacho. Mi nombre es Ignacio y me gusta ser yo mismo.” Lo apunté para tenerlo yo también en cuenta.

Del “Fray Albino” de Santa Cruz de Tenerife me traje la paciencia. Mis alumnos la tuvieron a manos llenas conmigo y mi dificultad para aprender los nombres guanches.

En el “Manuel Azaña” de Alcalá de Henares, donde di clase durante quince años entre enormes dificultades por las circunstancias sociales de los alumnos, comprendí la profunda complejidad y belleza de la docencia. Entre tantos chicos y chicas que pasaron por mi aula recuerdo a un alumno guineano que no podía aprender a escribir y se convirtió en buen jugador de ajedrez; a una alumna gitana llena de talento e inteligencia que dejó de asistir a la escuela con la primera regla; a un pequeño con un grave desequilibrio psíquico, del que no conseguí nunca una mirada pero que un día me tomó la mano y me la besó; y a una alumna abandonada por una madre alcohólica a quien recuerdo a diario con la sensación de que no hice por ella lo suficiente.

De nuevo en Madrid, en el “Padre Coloma”, di clase a un grupo de sexto de Primaria con el que compartí mi amor por los cuentos de Borges y que supieron adaptar El Aleph a un teatrillo de marionetas. El último día de curso del año 2000, cuando sonó el timbre que anunciaba el final de la hora de clase, todos se quedaron sentados y en silencio. Yo les pregunté por qué no se marchaban a casa y el delegado, de pie y en nombre de todos, me dijo: “No queremos separarnos de ti, profe.” Lo considero uno de los momentos más bellos de mi vida.

Después de un paréntesis de trece años, en el cual tuve el honor de defender al profesorado desde el sindicato ANPE, regresé a la escuela para encontrar de nuevo la belleza de esa forma única de comunicación entre seres humanos que es la relación educativa. Y desde el CEIP “San Miguel” de Hortaleza, rodeada de compañeros excelentes, aprendo y reaprendo cada día por qué me hace tan feliz compartir con los alumnos la dura, absorbente, mágica y feliz trinchera de la escuela.


A dos cursos de la jubilación, comprendo que este compromiso ha sido un buen viaje para la vida. No existe poder de transformación más grande que el de un maestro sobre su discípulo, ni poder de transformación más bello que el de un discípulo sobre su maestro. Todo lo que sé de la educación se ha fundamentado en el encuentro con personas y lo he recibido a través de ellas. De mis alumnos y de mis compañeros, de todos aquellos con quienes se ha cruzado la línea de mi vida, aprendí y aprendo. A diario.

sábado, 14 de octubre de 2017

MOTIVARSE



Acabo de asistir al V Congreso sobre Alumnos Superdotados y con Altas Capacidades organizado por la Fundación Mundo del Superdotado. Su presidenta, la titánica y maravillosa Carmen Sanz Chacón, es una mujer que está cambiando la percepción social sobre las personas más inteligentes, muchas veces, en tremenda paradoja, abocadas al fracaso escolar.

El título del congreso- "La apuesta por el talento. Identificación y motivación de los superdotados" me ha permitido conocer a centros y profesores de toda España que están trabajando ya con sus alumnos de altas capacidades de manera creativa y valiosa. Debemos pensar que componen un 10% de la población, por tanto no cabe duda de que están, silenciosos y anónimos, en todas nuestras aulas. También me ha permitido reflexionar sobre una de las palabras que componen ese título: la motivación.

Es curioso el malentendido que rodea a la motivación. Etimológicamente, deriva del latín movere, motum, movimiento. Designa una fuerza motriz, en este caso, psicológica, que orienta la conducta humana hacia un objetivo, explica los actos de un individuo, suscita, inicia, mantiene y canaliza las conductas personales aunque se integren después en un trabajo de equipo.

Sabemos que la motivación constituye una necesidad del ser humano y que puede ser primaria –aquella que obedece a impulsos biológicos-; secundaria, que se adquiere a través de la experiencia y el aprendizaje; intrínseca, aquella en que la motivación es la propia actividad en sí misma; o extrínseca, en la cual la motivación es un beneficio que se obtiene de la realización de la actividad.

La necesidad de respeto y de reconocimiento es la cuna de la motivación. Para la mayoría de los niños están más o menos completas las necesidades fisiológicas, las de seguridad y las afectivas. Sin embargo, pocos educadores y padres prestamos atención a las necesidades de autoestima y autorrealización. Y estas necesidades de crecimiento personal, cuando son satisfechas, desarrollan todas las potencialidades del ser humano.

De entre todos los tipos de motivación, la que tiene verdadera relevancia educativa es la motivación intrínseca, que responde a la necesidad de sentirse competente, de hacer las cosas con gusto y hacerlas bien. 
Estoy segura de que todos conocemos esta historia:
En la época en que se construía la catedral de París, una mañana pasó el arzobispo revisando los trabajos, que ocupaban a cientos y cientos de obreros.
En su recorrido, le llamaron particularmente la atención tres individuos que ejecutaban el mismo trabajo: picar grandes bloques de piedra. Sólo que el primero se desempeñaba con visible desgana y fastidio; el segundo, con seriedad, pero con lentitud y cierta pesadez; el tercero, en cambio, con entusiasmo y diligencia.
El arzobispo preguntó al primero: “¿Qué estás haciendo?” “Me pusieron a tallar esta piedra dura y horrible”- fue la respuesta. Luego preguntó al segundo: “¿Qué estás haciendo?” “Aquí, cumpliendo con el horario de trabajo, qué aburrimiento”. Finalmente, formuló la misma pregunta al tercero: “¿Qué estás haciendo?”, y recibió la respuesta: “¡Estoy construyendo la catedral de París!”

El cuentecillo se nos ha contado mil veces a los profesores para explicarnos lo que es la motivación, sin profundizar en su verdadero significado. Porque, si los tres picapedreros tienen el mismo trabajo, el mismo horario y el mismo sueldo, el tercero de ellos nos deja bien claro que el infinitivo verbal que corresponde al sustantivo “motivación” es motivarse. Hablamos por tanto de un estado de ánimo que uno debe lograr y sostener por sí mismo.

 Los profesores no “motivamos” a los alumnos; este malentendido ha dado lugar a que se nos haya confundido algunas veces con animadores. Nuestra tarea es rodear a los alumnos de la seguridad, las experiencias de éxito, la aprobación de sus logros, la propuesta de nuevos retos y, en definitiva el “paisaje” que les permita a ellos desarrollar una motivación personal ante la tarea y ante la vida.

Educar a alguien es, en primer lugar, hacer que confíe en sí mismo. Para  ser capaces de ver las potencialidades de nuestros hijos y de nuestros alumnos - y verlas es la única manera de guiarles para que las saquen a la luz - nos conviene reflexionar como El Principito: “Yo siempre amé el desierto. Uno se sienta sobre una duna de arena. No ve nada. No oye nada. Y, sin embargo, alguna cosa resplandece en silencio. Lo más bello del desierto es que, siempre, en alguna parte esconde un pozo.”

He aprendido muchísimo durante este congreso. Agradezco mucho esta oportunidad a la Fundación Mundo del Superdotado y a Carmen Sanz Chacón.





martes, 3 de octubre de 2017

AUTOESTIMA





“Un maestro que es amable y comprensivo con sus alumnos siempre se gana la amistad de estos. Yo espero que usted ame a partir de ahora nuestra región, y le tome afecto, porque aquí hay mucho más que “bellotas y cerdos”.

Esto decía una carta, fechada en febrero de 1983, que recibí de uno de mis alumnos extremeños y que aún conservo, maravillada por la seguridad y la sabiduría de un chaval de 8º de EGB, es decir del actual 2º de la ESO. Las redes sociales me han permitido comprobar a distancia que aquel muchacho reflexivo es hoy un empresario de éxito, querido y respetado. Él, a los catorce años, ya se sentía capaz de hacer cosas, y por eso las hacía.

Todos los profesores sabemos que una de las claves del progreso de los alumnos es la autoestima. Este concepto, utilizado tantas veces fuera de contexto, implica la capacidad de mirar un objetivo, mirarse a uno mismo y deducir algo tan sencillo como “puedo hacerlo.” 

La pedagogía ha incidido sobre esa mirada que debe ser a la vez objetiva y amorosa. Sin embargo ha olvidado en muchas ocasiones que los activadores de la autoestima, y de la voluntad, son los objetivos referenciales, las “metas”. Paradójicamente, hoy queremos recuperar las metas educativas pero al revés, convirtiéndolas en banales “resultados”.

Un profesor está obligado a mostrar metas, y a favorecer que cada uno escoja las suyas. Lo bueno de esto es que la educación no ha dejado de ser un factor de movilidad social, aunque lo afirmen así algunos pesimistas. Una etapa obligatoria con suficiente apoyo y un buen sistema de becas podrían seguir siendo el trampolín para que cualquier persona llegara a donde se propusiera. Lo que debería aportar cada individuo, a cambio, sería una aspiración y mucha voluntad.

“Yo voy a ser chatarrero, como mi padre. ¿Qué otra cosa puedo ser?” Los niños y niñas de las zonas menos favorecidas tienen dificultades para conseguir aspiraciones distintas a las de su entorno. Les cuesta mucho proyectarse a sí mismos en el futuro. No solo porque la infancia es, de todas las etapas biográficas, la más incardinada en el presente, un tiempo que los niños viven en toda su intensidad, sino porque les faltan modelos concretos, cotidianos. Sus familias están ancladas también en el presente inmediato, tal vez porque cuando uno no sabe lo que va a cenar no se puede pensar en otra cosa.

Los profesores debemos compensar en la medida de lo posible esta falta de referencias. Lo hacemos constantemente en el ámbito cultural, e incluso en el lúdico, pero también debemos aportar a nuestros alumnos experiencias que les muestren modelos profesionales, hombres y mujeres que encarnen opciones vitales distintas a las que proporcionan los entornos familiares. Nos debería preocupar que un alumno adolescente crea que una periodista o un arquitecto son personajes tan fantásticos como Luke Skywalker. De ahí que pueda ser útil proporcionarles encuentros con diversos profesionales que, sencillamente, les hablen sobre su trabajo. Sé que los alumnos viven con profundo interés estos encuentros, preguntan, participan, desean informarse sobre la profesión concreta y “la retratan” para comprobar si ellos tienen cualidades que se ajustan a soñar con ella en el futuro. Y por supuesto, las tienen. Abrir las ventanas a la posibilidad de que aquella chiquilla a la que le gusta escribir se imagine a sí misma como novelista es muy gratificante para el maestro. 

Por cierto, si nos ven disfrutar a la vez que ellos les estaremos enviando también buenas referencias sobre una profesión que tienen muy cercana: la nuestra.