“Un maestro que es amable y comprensivo
con sus alumnos siempre se gana la amistad de estos. Yo espero que usted ame a
partir de ahora nuestra región, y le tome afecto, porque aquí hay mucho más que
“bellotas y cerdos”.
Esto decía una carta, fechada en febrero
de 1983, que recibí de uno de mis alumnos extremeños y que aún conservo,
maravillada por la seguridad y la sabiduría de un chaval de 8º de EGB, es decir
del actual 2º de la ESO. Las redes sociales me han permitido comprobar a
distancia que aquel muchacho reflexivo es hoy un empresario de éxito, querido y
respetado. Él, a los catorce años, ya se sentía capaz de hacer cosas, y por eso
las hacía.
Todos los profesores sabemos que una de
las claves del progreso de los alumnos es la autoestima. Este concepto,
utilizado tantas veces fuera de contexto, implica la capacidad de mirar un
objetivo, mirarse a uno mismo y deducir algo tan sencillo como “puedo hacerlo.”
La pedagogía ha incidido sobre esa mirada que debe ser a la vez objetiva y
amorosa. Sin embargo ha olvidado en muchas ocasiones que los activadores de la
autoestima, y de la voluntad, son los objetivos referenciales, las “metas”.
Paradójicamente, hoy queremos recuperar las metas educativas pero al revés,
convirtiéndolas en banales “resultados”.
Un profesor está obligado a mostrar
metas, y a favorecer que cada uno escoja las suyas. Lo bueno de esto es que la
educación no ha dejado de ser un factor de movilidad social, aunque lo afirmen
así algunos pesimistas. Una etapa obligatoria con suficiente apoyo y un buen
sistema de becas podrían seguir siendo el trampolín para que cualquier persona
llegara a donde se propusiera. Lo que debería aportar cada individuo, a cambio, sería una aspiración y mucha voluntad.
“Yo voy a ser chatarrero, como mi padre.
¿Qué otra cosa puedo ser?” Los niños y niñas de las zonas menos favorecidas
tienen dificultades para conseguir aspiraciones distintas a las de su entorno.
Les cuesta mucho proyectarse a sí mismos en el futuro. No solo porque la
infancia es, de todas las etapas biográficas, la más incardinada en el
presente, un tiempo que los niños viven en toda su intensidad, sino porque les
faltan modelos concretos, cotidianos. Sus familias están ancladas también en el
presente inmediato, tal vez porque cuando uno no sabe lo que va a cenar no se
puede pensar en otra cosa.
Los profesores debemos compensar en la
medida de lo posible esta falta de referencias. Lo hacemos constantemente en el
ámbito cultural, e incluso en el lúdico, pero también debemos aportar a
nuestros alumnos experiencias que les muestren modelos profesionales, hombres y
mujeres que encarnen opciones vitales distintas a las que proporcionan los
entornos familiares. Nos debería preocupar que un alumno adolescente crea que
una periodista o un arquitecto son personajes tan fantásticos como Luke
Skywalker. De ahí que pueda ser útil proporcionarles encuentros con diversos
profesionales que, sencillamente, les hablen sobre su trabajo. Sé que los
alumnos viven con profundo interés estos encuentros, preguntan, participan, desean
informarse sobre la profesión concreta y “la retratan” para comprobar si ellos
tienen cualidades que se ajustan a soñar con ella en el futuro. Y por supuesto,
las tienen. Abrir las ventanas a la posibilidad de que aquella chiquilla a la
que le gusta escribir se imagine a sí misma como novelista es muy gratificante
para el maestro.
Por cierto, si nos ven disfrutar a la vez que ellos les
estaremos enviando también buenas referencias sobre una profesión que tienen
muy cercana: la nuestra.
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