El rostro del ser humano es único y particular, pero a la vez
refleja todo el mundo. Cuando pasa el tiempo por él, cuando la luz rosada de la
infancia amarillea en el anciano, cuando el amor lo arrebola y el dolor lo
contrae, cuando la razón y la bondad brillan en su frente e incluso cuando la
cerrazón lo oscurece como una sombra, el rostro refleja la indisoluble relación de la vida del hombre con
todo lo que le rodea.
Los artistas y los enamorados supieron desde el
principio de los tiempos que el alma se asoma siempre por el rostro. No es un
asunto de armonía ni de proporciones, de cánones de belleza o de cirugías
artificiales; es la expresión de la naturaleza humana cuando prescinde de los
elementos culturales adquiridos y se muestra desvalida e intensa, desnuda en su
alegría y su dolor. Un aliento interno que exuda, se evapora, en la mirada, la
sonrisa, el gesto de cada persona.
Ese rostro común a todos en su estructura de
especie y único en su personificación está ahí para abanderar la necesidad de
diálogo con los otros. Frente al sentimiento artificial de la masa, frente a la máscara entendida como ficción congelada, cada rostro humano que mira de frente a
nuestro propio rostro nos recuerda que debemos recobrar el personalismo. Ya es
hora de comprender que no existe otra
manera de construir una comunidad libre y justa más que a través del
encuentro entre personas. El diálogo cara a cara, que justifica la posición
erguida del hombre frente a las otras especies, requiere de tolerancia y
respeto. Para este diálogo está diseñado nuestro rostro. No deberíamos olvidarlo ni en el hogar, ni en la escuela, ni en la sociedad, ni en la política.
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