Voy a comenzar el año
contando, sencillamente, la historia de dos cartas.
La primera de ellas, la escribió hace más de
cincuenta años un antiguo alumno para su maestro de Argel.
Aquel alumno había sido un niño huérfano de
padre que vivía con su madre analfabeta, un hermano un poco mayor y una abuela
empeñada en que los dos muchachos empezaran a trabajar y dejaran de perder
tiempo en la escuela. Desde luego, en su casa familiar no había ni un libro.
Era tan pobre que, cuando se hacía
un partidillo de fútbol en el recreo, se ponía siempre voluntariamente de
portero para que no se le desgastaran los zapatos. Le
gustaba ir en pandilla a liberar a los animales de la perrera municipal y sabía
defenderse a puñetazos del matón del patio. No hablaba un francés correcto sino
el “pataouette”, un dialecto franco-argelino.
Pero su maestro supo percibir lo que aquel alumno podía llegar a ser. Así que le ayudó a dejar de ser extranjero en la lengua francesa, le consiguió una beca y lo guió por la fascinación de la palabra bien dicha y de la escritura. En clase, al terminar las lecciones del día, se quedaba un rato más con él para leerle un capítulo de alguna novela clásica, mientras el chiquillo lo escuchaba en silencio y con la imaginación encendida. Al terminar el capítulo, alumno y maestro se despedían hasta el día siguiente.
Pero su maestro supo percibir lo que aquel alumno podía llegar a ser. Así que le ayudó a dejar de ser extranjero en la lengua francesa, le consiguió una beca y lo guió por la fascinación de la palabra bien dicha y de la escritura. En clase, al terminar las lecciones del día, se quedaba un rato más con él para leerle un capítulo de alguna novela clásica, mientras el chiquillo lo escuchaba en silencio y con la imaginación encendida. Al terminar el capítulo, alumno y maestro se despedían hasta el día siguiente.
El día en que este muchacho se presentó a la prueba de acceso a la Enseñanza Secundaria, el maestro le limpió los viejos zapatos para que estuvieran relucientes y le hizo desayunar. Había llevado cruasanes para que los alumnos más pobres, que nunca desayunaban, pudieran resistir el durísimo examen.
El maestro se llamaba Louis Germain. A finales de noviembre de 1957, muchos años después de aquel examen de Ingreso, recibió una carta escrita en París. Era de su antiguo alumno y en ella le informaba que acababa de obtener el premio Nobel de Literatura. El último párrafo decía:
Sin usted,
sin la mano afectuosa que tendió a aquel niño pobre que yo era, sin su
enseñanza y su ejemplo, nada de esto habría sucedido.
La firmaba Albert Camus.
El maestro Germain contestó a Camus con esta
carta:
Mi pequeño
Albert:
El pedagogo
que quiere desempeñar concienzudamente su oficio nunca descuida una ocasión
para conocer a sus alumnos, y éstas se le presentan constantemente. Una
respuesta, un gesto, una mirada son ampliamente reveladores. Creo conocer bien
al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene el germen
del hombre que llegará a ser.
Albert Camus hizo años más tarde una deliciosa
descripción de su maestro en El primer
hombre, la novela que dejó inconclusa antes de morir. Dice así:
La escuela
nutría en los alumnos un hambre más esencial para el niño que para el adulto:
el hambre de descubrir. (…) En la clase del señor Germain los alumnos sentían
por primera vez que existían y eran objeto de la más alta consideración. Se les
juzgaba dignos de descubrir el mundo.
Podríamos pensar que esta manera de
ser maestro está a punto de extinguirse pero no es así. A pesar de los cambios
sociales, a pesar de que la vieja pizarra verde está en franca retirada, la
vocación docente se renueva con las generaciones.
La enseñanza es un oficio con futuro. Sea como
sea la evolución de esta sociedad vertiginosa, siempre será necesaria la
mediación de un profesor y una escuela para transmitir a las nuevas generaciones
el modo de empleo de la vida. El aprendizaje de los elementos básicos de la educación
y la cultura, en la infancia y la adolescencia, demandará siempre la
intervención del profesional que enseña. Y el aprendizaje a lo largo de toda la
vida, dada la complejidad de la sociedad del conocimiento, necesitará recurrir
a agentes especializados. Por la continuidad de nuestro servicio no debemos
preocuparnos. Los profesores estamos y estaremos.
Pero es que además el compromiso social con la
enseñanza seguirá siendo imprescindible. La educación seguirá siendo asunto del maestro, el libro en
cualquier soporte y la familia. Su resultado, una persona responsable,
informada y formada, preparada para convivir en paz en un mundo que cambia.
Los maestros y profesores seguirán contando
historias, abriendo ventanas y representando mundos y épocas. Harán soñar e
imaginar, mostrarán las cosas como son y cómo podrían ser, darán testimonio
crítico a unos alumnos que seguirán identificándose con ellos.
Ejercer
la docencia seguirá siendo algo duro y maravilloso. En ella seguirán cabiendo
la felicidad y el sufrimiento, el bullicio y el silencio, los logros y la
impotencia. Enseñar seguirá siendo una actividad abierta, descubridora de
nuestras capacidades, llena de esperanza, y nos seguirá obligando a construir
nuestro ser, a tomar decisiones, a
hacerlo mejor, a volver a empezar.
Seguirá existiendo la vocación docente e
impregnará la vida de quienes la sigan mientras exista una sola persona a quien le llegue al corazón la voz
de un joven que dice: enséñame el mundo.
Pertenecer a este gremio es uno de los mayores
honores que he tenido en la vida.
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