Acabo de enviar este artículo para un número
de Cuadernos de Pedagogía dedicado al Pacto por la Educación que,
lógicamente, no he leído aún. Me interesa mucho conocer la opinión de quienes
participarán en él, y sus propuestas para conseguir ese pacto soñado. Mi artículo, sin embargo, quiere esbozar un preludio.
En sus primeras notas van
a resonar los límites de la educación escolar.
El presidente del Grupo Banco Mundial, Jim Yong Kim, en el Informe sobre el desarrollo mundial 2018, afirma: “La educación fomenta el empleo,
incrementa los ingresos, mejora la salud y reduce la pobreza. A nivel social,
estimula la innovación, fortalece las instituciones y promueve la cohesión
social. Pero estos beneficios dependen del aprendizaje, y la escolarización
sin aprendizaje es una oportunidad desaprovechada. Más aún, es una gran
injusticia: los niños con los que la sociedad está más en deuda son aquellos
que más necesitan de una buena educación para prosperar en la vida”.
En muchas escuelas se escolarizan
y aprenden alumnos que pertenecen a este último grupo. Sobre
sus profesores, en solitario, hace recaer el Banco Mundial una atribución inmensa: su futuro
empleo, sus ingresos, su salud, su fuga del umbral de la pobreza, su rol en la
sociedad… Antes de anonadarnos por completo, podemos recordar a León Tolstói en
un párrafo de ese monumento humano que es Ana
Karenina: “La
mejora de las condiciones sociales es previa a la mejora que proporciona la educación.”
Y comprendemos que es Tolstói quien acierta.
Hace ya unas cuantas décadas,
la escuela aceptó todas las responsabilidades que no se supieron adjudicar, desde
poner en práctica los fundamentos de la democracia hasta cuidar la salud
bucodental. También guardó silencio ante el tópico de la educación escolar como
panacea universal de los desajustes personales y disrupciones sociales. Por
supuesto los profesores siempre supimos que no podríamos cumplir con tan altas
expectativas pero, aquejados de pérdida de identidad, dimos la razón a quienes
ponían todo sobre nuestros hombros, a sabiendas de que íbamos a defraudarlos. De
ahí que hoy la mayor fuente de desmotivación para los docentes sea el
desequilibrio entre sus esfuerzos- dispersos en la amplitud de objetivos- y los logros del alumno. Hemos levantado un
universo sobre una premisa falsa pero ha llegado el momento de decir la verdad:
la educación escolar no es omnipotente. Hay una función para ella, otra para la
familia, otra para la política educativa y muchas para la sociedad (medios de
comunicación, modelos de comportamiento, gestores de los horarios laborales,
cuidado de los colectivos en riesgo, facilidad de acceso a la cultura y el arte,
inversión en mejoras sociales…)
Así que la primera
parte del preludio para un pacto concluye con este ruego: antes de establecer
medidas concretas de mejora de la educación, por favor definamos con seriedad
qué es una escuela, qué son los profesores, cuál es su función y qué esperamos realmente
de ellos.
En la segunda parte del
preludio, debemos hablar de las familias, tantas veces desorientadas y agotadas.
Nadie pondrá en duda que la implicación de los padres en la educación de sus
hijos necesita tiempo. Educar es convivir. Por tanto, debemos establecer un
diseño más racional de los horarios laborales. El éxito del sistema educativo precisa del apoyo de
la familia, de su participación en la escuela, de su disponibilidad de tiempo
para atender los requerimientos de los profesores y de los propios hijos. El
verdadero reto de la conciliación familiar y laboral es que permita a los
padres ejercer con verdadero protagonismo su derecho y su deber de educar, y
que permita a la escuela cumplir con su papel específico y propio: el lugar del
conocimiento y el aprendizaje. Así pues,
el preludio de un pacto tendría que conseguir la
racionalización de los horarios. Todas las medidas destinadas a lograr este
objetivo contribuirán, sin duda alguna, a mejorar la educación.
El tercer momento
introducirá un nuevo tema: la política educativa. En nuestro país, su mayor
lastre es el cortoplacismo. Cada norma, cada ley se circunscribe al periodo de
gobierno del partido de turno. La prioridad parece ser la aplicación de la
ideología entendida como una marca de clan, a la que se opone el clan de
enfrente cuando le llega su oportunidad. De ahí el desprecio a los dictámenes
de los órganos consultivos y de representación. Por ejemplo en el proceso de
elaboración de la LOMCE – que es el gran paradigma de los errores políticos en
educación- el Consejo de Estado, el
Consejo Escolar y organizaciones del profesorado aportaron propuestas valiosas
que contaban con amplio consenso. Fueron ignoradas y, sin embargo, habrían
mejorado el articulado de la ley y aumentado su apoyo social.
Creer que las
ideologías deben dictar las decisiones en educación es un residuo del siglo XX.
En un país democrático occidental, pleno de tecnología e inserto en un mundo
globalizado, la expresión política se basa fundamentalmente en el respeto al
Derecho y en los avances en el concepto de ciudadanía. En este sentido, y salvo
matices culturales, los españoles no se distinguen de los finlandeses. Aquí
como allí, la gente necesita manejarse en la vida, situarse ante el mundo con
suficientes conocimientos, respetar los derechos de todos, cumplir con los
deberes, conseguir un trabajo digno y ser consciente del tesoro que es la
democracia. Así que antes de sentarse a hablar de educación, los políticos
deberán asegurar a los ciudadanos su voluntad de intervenir en la mejora del
futuro y no solo en el mantenimiento del statu
quo inmediato.
Por supuesto, y como
coda, no habrá pacto de educación sin el desarrollo previo de políticas de
igualdad, de protección social, de empleo digno. Sin una llamada de atención a
los medios de masas. Sin una puesta en valor de la cultura, que facilite el
acceso de todos. Sin que en los grandes titulares veamos por fin a personas que
puedan servirnos a todos de modelo ético.
“La mejora de las condiciones sociales
es previa a la mejora que proporciona la educación.” Sí, Tolstói acierta.
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