Cuando los antiguos
griegos despedían a alguien que emprendía un viaje largo utilizaban esta
expresión: Vayas donde vayas, serás una
polis. Vivir en una polis significaba emplear las palabras en lugar de la
fuerza. El político estaba resuelto a
emplear el discurso como medio de persuasión, en busca de un espacio para él
mismo y cualquier interlocutor que encontrara en su viaje.
La filósofa Hannah
Arendt enuncia así el sustrato esencial del diálogo: “Si los hombres no fueran
iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las
necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es
decir, cada ser humano diferente de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso y la
acción para entenderse”.
Inmediatamente después
del diálogo amoroso con los padres, el ser humano se encuentra por primera vez
con “los hombres” en el ámbito escolar. Y allí, conoce también a su primer
maestro. Sea joven o maduro, hombre o mujer, el perfil del docente está siempre
anclado en la palabra. Los docentes son, sobre cualquier otra consideración,
los guardianes del diálogo. El curso escolar enmarca una verdadera oportunidad
de diálogo cuyo fin es conectar las vidas de profesores y alumnos y hacerlos
crecer como personas. Ahora bien, precisamente porque es un
diálogo que personifica, también trasciende las fronteras físicas del aula para
modificar la realidad del centro, de su entorno y, de manera trascendente, de
la sociedad. Aquí se podría describir, por ejemplo, la solidaridad profunda que
el profesorado de la escuela pública está mostrando frente a las dificultades
económicas y sociales de muchísimas familias. O tal vez no, porque para mostrar
en su totalidad la implicación del profesorado en tantos dramas humanos
faltarían las palabras.
Si
nos acercamos un poco más a la situación del aula, podemos preguntarnos: ¿qué
es dialogar? ¿Se enseña a dialogar? ¿Hay tiempo para dialogar conscientemente?
Es sintomática la denuncia de Marc LeBris: “La escuela niega la infancia: permite
hasta el absurdo la libertad de expresión del niño y luego la desprecia.”
Podemos preguntarnos si el diálogo
forma parte de la competencia en comunicación lingüística o es más bien una
actuación transversal que impregna, orienta y justifica las ocho competencias
básicas. Yo creo que esta última respuesta es la adecuada porque el
diálogo está en la base de cualquier desenvolvimiento educativo.
Dialogar
implica adquirir conciencia de las capacidades propias y del otro; y encontrar las estrategias necesarias para
desarrollarlas en busca de un fin común. Cada interlocutor necesita motivación,
confianza en sí mismo y gusto por escuchar, aprender y aportar. Mientras
dialoga, debe hacer uso de la atención, la concentración, la memoria, la
comprensión y la expresión lingüística; debe obtener información y
transformarla en conocimiento. Toda esta parafernalia puede reducirse a pocas
palabras: dialogar significa pensar a dos para llegar a un objetivo común,
incógnito cuando el diálogo comienza pero resuelto en un destello durante el
cual se tiene consciencia de la fraternidad. Si los hombres no fueran iguales…
Para
nosotros, los educadores, dialogar con los alumnos y favorecer el diálogo entre
ellos significa enseñarles a pensar. Por eso debemos comprender en qué ámbitos
se desarrolla el proceso del diálogo educativo.
El
primer ámbito es el propio docente que dialoga consigo mismo, porque la acción
educativa –ya esta dicho- debe partir de un sustrato ético.
Una
vez preparado el ámbito personal, el segundo escenario del diálogo es la
interacción con el alumno, que tiene un inevitable componente de verticalidad.
Y aquí es donde corremos el peligro de confundir diálogo educativo con monólogo
docente. Porque no nos engañemos, no hay nada más fácil de perder que la
facultad de dialogar conscientemente, es decir tomando en cuenta la opinión del
otro y buscando en todo momento el encuentro de ambos en una conclusión común
que no esté impuesta ni forzada. Y para perder la capacidad de diálogo basta
con vivir constantemente distraído. A los profesores nos basta con no pensar lo
que vamos hacer una vez que crucemos la puerta del aula. En la era de las redes
sociales, el diálogo interpersonal debe ser potenciado con una especie de alerta educativa, el deseo consciente de aprovechar cualquier momento para llevarlo a
cabo, en la certeza de que los jóvenes aportan valor a la actualidad.
El
tercer ámbito de actuación del diálogo educativo es, por irradiación, el
entorno de la escuela y la sociedad. Sobre todo en su configuración futura. Educar
con el diálogo y para el diálogo es poner los cimientos de una conciencia
crítica, de una consciencia de la propia individualidad, de una personalidad
con opinión, con iniciativa, con criterio.
Pero hay también un
cuarto ámbito, el diálogo de la profesión docente consigo misma. Se está
propiciando la idea de que los profesores somos técnicos, o maximizadores de
resultados. Y esto no es verdad. Nosotros contribuimos a mejorar la sociedad.
Para cumplir esta función que nos trasciende debemos estar en condiciones de
ejercer un control sobre el sentido, los objetivos y los contenidos de nuestro
trabajo. Es decir, debemos dialogar entre nosotros y sobre nosotros. Estamos
presenciando cómo se extienden el trabajo en redes y las plataformas de
formación o para compartir experiencias. Es un proceso revitalizador. La
docencia no es una actividad ensimismada sino dialógica.
Termino con Hannah
Arendt una vez más: Lo que hace que valga
la pena vivir juntos es que compartamos palabras y hechos.
Ya está dicho.
Artículo escrito para el periódico Escuela. Está basado en uno de los capítulos de mi próximo libro "Cronos va a mi clase" (PPC, mayo 2015)
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