En una escena clave de la
película “Eva al desnudo”, la gran Bette Davis, que interpreta a una actriz muy
famosa, reflexiona sobre su vida de esta manera: “Antes o después hay una
carrera que todas las mujeres, queramos o no, tenemos que hacer: la de ser una mujer.”
¿Qué
significa esto? En pleno siglo XXI, las mujeres occidentales miramos hacia
atrás con la satisfacción de haber conseguido muchas cosas: el voto político y
la presencia social, el acceso al trabajo remunerado y a los estudios
superiores. Se nos han reconocido la igualdad ante la ley y la competencia
profesional. También han mejorado las condiciones de la maternidad y nuestra
salud en general. En apenas cuatro o cinco décadas, hemos vivido cambios que a
nuestras hijas les parecen inverosímiles. Pero esto no es toda la verdad. Aquí
y ahora, las mujeres llevamos una vida muy compleja, en primera línea de todas
las facetas de la sociedad, incluidas sus contradicciones.
Para
acercarnos a algunas de ellas podríamos empezar, por ejemplo, contemplando la
feminidad y el feminismo desde la perspectiva de las mujeres en vez de
clasificar a las mujeres desde la perspectiva
de la feminidad o desde la del feminismo, que parecen actitudes
excluyentes. Debemos empezar a despojarnos de esas superestructuras que nos
están definiendo y no tienen nada que ver con lo esencial. Ser mujer – como ser
varón- es algo mucho más complejo que un patrón al que cada una de nosotras
debe ceñirse. Haga lo que haga, cuidar al hijo enfermo o barrenar en una mina,
una mujer nunca deja de serlo.
Durante
mucho tiempo, las mujeres hemos
tenido que entrar en un corsé social
que definía nuestra naturaleza. Así, la ineludible capacidad para dar a luz y
criar a los hijos se vio adornada con unas características propias que pasaron
a constituir la esencia del género femenino: la debilidad, la belleza, la falta
de iniciativa, la sumisión al varón. Hoy estamos en una era diferente. Para las
mujeres de la sociedad occidental, el acceso al trabajo remunerado y los
avances de la medicina abrieron hace ya algunos años las puertas de un cambio
de paradigma. Aunque desde el final del siglo XIX se había desarrollado un
movimiento a favor de los derechos de la mujer, el canon del feminismo moderno
lo estableció en 1949 Simone de Beauvoir con su libro El segundo sexo. En él, la filósofa francesa analizaba la
perspectiva de las mujeres que empezaban a actuar en un terreno, el de la
industria y los servicios, tradicionalmente reservado a los hombres. De
Beauvoir denunciaba la dificultad de integrarse en este mundo varonil con la
educación tradicional “para señoritas”, y la necesidad de enfrentarse a los
mitos y prejuicios creados a imagen y semejanza de los hombres. En El segundo sexo argumentaba que las
mujeres recibían en la sociedad la categoría excluyente de “otras”, como una
tribu llama “otros” a los extranjeros o a los completamente diferentes. En el
mundo de los hombres- afirmaba - las mujeres son “otras”, extrañas que aceptan
esta condición inferior. Por eso deben luchar por incorporarse a la categoría
“varón”. A partir de ese momento, el feminismo se empleó en conseguir la igualdad en la categoría: “otras” no,
iguales.
Apoyándose
en esta teoría, la aventura de la igualdad en la categoría nos ha llevado a las
mujeres muy lejos. Sin embargo, la segunda década del siglo XXI puede ser buen
momento para evaluarlo y reconocer que hemos pagado por él un precio alto. Hemos aceptado que “iguales” quiera decir
incorporadas a los parámetros diseñados por y para los hombres, sin que tengan
que modificarse en absoluto. Hemos tolerado que la visibilidad y la influencia
de una mujer supongan ocultar aspectos que le son esenciales. El feminismo
más radical, además, con algo que podría denominarse “revancha por las culpas
de la historia”, nos ha animado a una guerra de sexos en la que el hombre ha
llegado a ser una pieza a abatir. Esta actitud excluyente es peligrosa para todos:
lo es para el proyecto vital de las mujeres y lo es para los hombres, con
frecuencia despojados de opinión ante muchas decisiones que les incumben.
Nuestro nuevo espacio precisa de espacio para ellos. Cuando el feminismo
desvincula a la mujer del hombre, choca frontalmente con la realidad de la
vida, en la que estamos juntos los dos sexos pese a quien pese. Y además, se convierte también en un corsé.
Ahora
estamos aquí un grupo de mujeres con responsabilidades importantes en lo
laboral y, con toda seguridad, con compromisos muy serios en lo personal.
Situadas en el centro de ambos extremos, deberíamos ser las mujeres sin corsé.
Sin embargo, ¿no os parece en ocasiones que en realidad llevamos puestos los
dos corsés?
Hoy
casi nadie se atreve a decir que muchas mujeres con alta capacidad escogen
opciones laborales poco ambiciosas porque no toleran el diseño de los horarios.
Estamos aplaudiendo como una conquista que la maternidad, o la renuncia a ella,
sea una decisión exclusiva de las mujeres - de nuestro cuerpo se llega a decir – sin reconocer que los hombres
tienen responsabilidad sobre sus hijos y que muchos quieren asumirla. Por el
contrario, apenas denunciamos la pervivencia – incluso el auge- de los peores
estereotipos sobre las mujeres: el patrón del “sexo débil”, del “bello sexo”,
sumiso, desprotegido, menos inteligente, plegado a los deseos del varón,
dispuesto a servirle, obsesionado por parecerle atrayente. Tan vigente resulta
este esquema de género, que se muestra cada tarde desde los programas de
televisión y cada semana desde cientos de revistas, muchas de ellas
específicamente femeninas.
Y
mientras las mujeres concretas intentamos ajustar nuestras medidas particulares
al corsé de la feminidad, al del feminismo, o a ambos a la vez, las occidentales
alcanzamos cotas de igualdad y de poder impensables hasta hace apenas treinta
años, justo cuando parece que las mejores conquistas del feminismo retroceden.
Debemos
comprender que nos movemos como un péndulo entre enormes contradicciones porque
estamos desmontando prejuicios atávicos y estableciendo una nueva posición que nos obliga a hombres y mujeres a hacer un viaje, a recolocarnos en el
espacio. Para
liberarnos de los dos corsés tenemos
que empezar a defender la igualdad en la diferencia. Ha llegado la hora
de decir: somos otras que los
hombres, sí, pero esta no es una categoría personal diferente ni una
clasificación por méritos sino una vivencia insustituible, la de ser una mujer.
Inevitablemente, el retrato del hombre que camina junto a esa mujer también
debe modificarse: no puede ser un enemigo ni un tirano sino un aliado que
también debe encontrar un lugar “a su manera”. La masculinidad no es el machismo sino, tal vez,
su contrario.
Iguales
en derechos y deberes, diferentes en la manera de encarar la vida. Así es como
debemos lograr que sea. Y definirlo para que perdure, porque las más genuinas
mujeres del siglo XXI son nuestras hijas
y ellas deberán tener la posibilidad de hacerlo todo como mujeres en un mundo en el cual esta condición, como la de
ser hombre, sea relevante en la intimidad e irrelevante en la proyección
externa. Para mí una de las claves del futuro está en despojar a los
valores de sus características de género y verlos desde su verdadera dimensión:
la personal. Somos personas decididas, responsables, libres, sensibles,
solidarias, frágiles, vulnerables, limitadas, complejas. Hombres y mujeres.
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