
La violencia de género se identifica preferentemente con el
maltrato físico hacia una mujer; no podemos olvidar, sin embargo, el maltrato
psicológico, sexual o económico, la mutilación genital, el matrimonio forzado,
el tráfico de mujeres, y otras manifestaciones como la violencia institucional,
el acoso callejero o el acoso sexual.
La violencia de los
hombres contra las mujeres es un atavismo, una disfunción estructural que lleva
existiendo desde el origen de la humanidad. Hemos avanzado mucho en su
transformación aunque todavía quede mucho por hacer. El rechazo hacia la
violencia contra las mujeres, su penalización legal y social es un gran avance
y debemos cuidar los mensajes políticos para no retroceder en algo que supone
un progreso para las mujeres y para los hombres también.
¿Cuál es por tanto el
papel de la educación escolar ante la violencia de género?
En el Informe sobre el desarrollo mundial
2018, Jim Yong Kim, el presidente del Grupo Banco
Mundial, afirma: “En el caso de
los jóvenes, la educación fomenta el empleo, incrementa los ingresos, mejora la
salud y reduce la pobreza. A nivel social, estimula la innovación, fortalece
las instituciones y promueve la cohesión social. Los niños con los que la
sociedad está más en deuda son aquellos que más necesitan de una buena
educación para prosperar en la vida”.Como contraste a esta adjudicación de responsabilidades, León
Tolstói nos dice en Ana Karenina: “La mejora de las
condiciones sociales es previa a la mejora que proporciona la educación.”
La escuela, por supuesto, tiene mucho que decir pero no todo, y esto es
algo que debe quedar bien claro precisamente porque en la educación está la
solución a este problema. Y sin duda es Tolstói quien
tiene razón: es la sociedad la que debe renovar estructuras, emplearse a fondo
en los problemas generados por la desigualdad; solo entonces puede prosperar la
semilla de la educación. Es un grave error atribuir a la escuela una omnipotencia
que no tiene frente a la fuerza de la educación en familia y a la configuración
ética de la sociedad; ante situaciones cotidianas de desigualdad y maltrato que
los niños observan en sus madres, o ante costumbres importadas que las familias
no pierden cuando abandonan sus lugares de origen y que constituyen una estructura
oculta, porque los avances sociales son inexorables pero las diversas culturas
no los consiguen de manera homogénea. Por supuesto también ante la
impresionante cercanía a la violencia de género con la que viven algunos niños,
y la destrucción psíquica de quienes la han presenciado. Incluso, sin ir tan
lejos, y observando a mis alumnas, ante las app que reproducen y perpetúan
estereotipos. O ante los videojuegos violentos que ocupan un impresionante
número de horas en la vida de los chicos. Porque no debemos olvidar que la
educación contra la violencia de género implica también empoderar a los chicos
en valores referentes al conocimiento y la cultura, al arte, a la sensibilidad…
Y separar estos valores de lo femenino, acercarlos a la masculinidad.
Adjudicadas las
responsabilidades, está claro que la escuela tiene mucho que hacer. Por ejemplo
es seguramente el estamento que mejor representa ante chicos y chicas la imagen
de mujeres profesionales, y las profesoras debemos ser conscientes de ello.
Por
supuesto, a las aulas llega el eco de situaciones de violencia de género desde edades muy
tempranas; la certeza de que tiene lugar entre parejas y ex parejas adolescentes. En los últimos
años se está visibilizando, a pesar de todo, que los adolescentes cuentan cada
vez con más herramientas para su detección y denuncia, y que la sociedad en general
está tomando conciencia de la magnitud de la cuestión.
En la escuela tenemos
deberes que realizar, por supuesto. Y hay que tomarlos en serio. Podemos
identificar, por ejemplo, el lenguaje que empleamos, los espacios en los que
nos movemos y la utilización que hacemos de ellos, los conocimientos y las
labores que ponemos en valor (que dejan al margen aquellos que
surgen de las mujeres, que invisibilizan las tareas de cuidados, que excluyen
las emociones del discurso…), o los mandatos sobre cómo debemos relacionarnos
unas personas con otras en función del género, la orientación, la identidad, el
origen social y étnico o las diversas capacidades.
Si tenemos en cuenta que,
desde los primeros años de vida, la escuela es uno de los contextos de
socialización más importante, y que a través de las dinámicas escolares podemos
estar transmitiendo y repitiendo pequeñas violencias, es necesario contar con
estrategias concretas para, por un lado, facilitar esa toma de conciencia
propia y de las personas de nuestro alrededor (incluyendo al profesorado, al
alumnado, las familias…) y, por otro, para aprender a detectarlas y reconducirlas.
Las escuelas estamos
invitadas a la acción, a poner en marcha estrategias específicas en nuestro
contexto educativo: el reconocimiento de la diversidad, el reconocimiento de
las mujeres, la valoración y corresponsabilidad en los trabajos de cuidados, la
convivencia y el empoderamiento personal por encima del género. Estos aspectos
se concretan, a su vez, en propuestas en distintos ámbitos relevantes: los
objetivos y contenidos del currículo, la metodología y organización del aula,
las relaciones, los espacios, el lenguaje y los materiales didácticos. Todos
los pasos didácticos deben hacernos más conscientes de cómo funcionan nuestros centros escolares, identificando y solucionando todos los aspectos negativos
de la base de la pirámide en cuya cúspide está la violencia de género.
Estamos en ello, con
un compromiso creciente y que debe ser cada vez mayor. Pero no olvidemos a
Tolstói: “La
mejora de las condiciones sociales es previa a la mejora que proporciona la educación.”
El próximo miércoles 13 de noviembre participaré en una mesa redonda sobre Educación y violencia de género organizada por Ilunion.
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