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sábado, 9 de noviembre de 2019

Educación y violencia de género



El próximo 25 de noviembre es el Día Internacional contra la Violencia de Género, que la ONU propuso conmemorar hace ya casi veinte años. 

La violencia de género se identifica preferentemente con el maltrato físico hacia una mujer; no podemos olvidar, sin embargo, el maltrato psicológico, sexual o económico, la mutilación genital, el matrimonio forzado, el tráfico de mujeres, y otras manifestaciones como la violencia institucional, el acoso callejero o el acoso sexual.

La violencia de los hombres contra las mujeres es un atavismo, una disfunción estructural que lleva existiendo desde el origen de la humanidad. Hemos avanzado mucho en su transformación aunque todavía quede mucho por hacer. El rechazo hacia la violencia contra las mujeres, su penalización legal y social es un gran avance y debemos cuidar los mensajes políticos para no retroceder en algo que supone un progreso para las mujeres y para los hombres también.

¿Cuál es por tanto el papel de la educación escolar ante la violencia de género?

En el Informe sobre el desarrollo mundial 2018, Jim Yong Kim, el presidente del Grupo Banco Mundial, afirma: En el caso de los jóvenes, la educación fomenta el empleo, incrementa los ingresos, mejora la salud y reduce la pobreza. A nivel social, estimula la innovación, fortalece las instituciones y promueve la cohesión social. Los niños con los que la sociedad está más en deuda son aquellos que más necesitan de una buena educación para prosperar en la vida”.Como contraste a esta adjudicación de responsabilidades, León Tolstói  nos dice en Ana Karenina: “La mejora de las condiciones sociales es previa a la mejora que proporciona la educación.”

La escuela, por supuesto, tiene mucho que decir pero no todo, y esto es algo que debe quedar bien claro precisamente porque en la educación está la solución a este problema. Y sin duda es Tolstói quien tiene razón: es la sociedad la que debe renovar estructuras, emplearse a fondo en los problemas generados por la desigualdad; solo entonces puede prosperar la semilla de la educación. Es un grave error atribuir a la escuela una omnipotencia que no tiene frente a la fuerza de la educación en familia y a la configuración ética de la sociedad; ante situaciones cotidianas de desigualdad y maltrato que los niños observan en sus madres, o ante costumbres importadas que las familias no pierden cuando abandonan sus lugares de origen y que constituyen una estructura oculta, porque los avances sociales son inexorables pero las diversas culturas no los consiguen de manera homogénea. Por supuesto también ante la impresionante cercanía a la violencia de género con la que viven algunos niños, y la destrucción psíquica de quienes la han presenciado. Incluso, sin ir tan lejos, y observando a mis alumnas, ante las app que reproducen y perpetúan estereotipos. O ante los videojuegos violentos que ocupan un impresionante número de horas en la vida de los chicos. Porque no debemos olvidar que la educación contra la violencia de género implica también empoderar a los chicos en valores referentes al conocimiento y la cultura, al arte, a la sensibilidad… Y separar estos valores de lo femenino, acercarlos a la masculinidad.

Adjudicadas las responsabilidades, está claro que la escuela tiene mucho que hacer. Por ejemplo es seguramente el estamento que mejor representa ante chicos y chicas la imagen de mujeres profesionales, y las profesoras debemos ser conscientes de ello. 

Por supuesto, a las aulas llega el eco de situaciones de violencia de género desde edades muy tempranas; la certeza de que tiene lugar entre parejas y ex parejas adolescentes.  En los últimos años se está visibilizando, a pesar de todo, que los adolescentes cuentan cada vez con más herramientas para su detección y denuncia, y que la sociedad en general está tomando conciencia de la magnitud de la cuestión.

En la escuela tenemos deberes que realizar, por supuesto. Y hay que tomarlos en serio. Podemos identificar, por ejemplo, el lenguaje que empleamos, los espacios en los que nos movemos y la utilización que hacemos de ellos, los conocimientos y las labores que ponemos en valor (que dejan al margen aquellos que surgen de las mujeres, que invisibilizan las tareas de cuidados, que excluyen las emociones del discurso…), o los mandatos sobre cómo debemos relacionarnos unas personas con otras en función del género, la orientación, la identidad, el origen social y étnico o las diversas capacidades. 

Si tenemos en cuenta que, desde los primeros años de vida, la escuela es uno de los contextos de socialización más importante, y que a través de las dinámicas escolares podemos estar transmitiendo y repitiendo pequeñas violencias, es necesario contar con estrategias concretas para, por un lado, facilitar esa toma de conciencia propia y de las personas de nuestro alrededor (incluyendo al profesorado, al alumnado, las familias…) y, por otro, para aprender a detectarlas y reconducirlas.

Las escuelas estamos invitadas a la acción, a poner en marcha estrategias específicas en nuestro contexto educativo: el reconocimiento de la diversidad, el reconocimiento de las mujeres, la valoración y corresponsabilidad en los trabajos de cuidados, la convivencia y el empoderamiento personal por encima del género. Estos aspectos se concretan, a su vez, en propuestas en distintos ámbitos relevantes: los objetivos y contenidos del currículo, la metodología y organización del aula, las relaciones, los espacios, el lenguaje y los materiales didácticos. Todos los pasos didácticos deben hacernos más conscientes de cómo funcionan nuestros centros escolares, identificando y solucionando todos los aspectos negativos de la base de la pirámide en cuya cúspide está la violencia de género.

Estamos en ello, con un compromiso creciente y que debe ser cada vez mayor. Pero no olvidemos a Tolstói: La mejora de las condiciones sociales es previa a la mejora que proporciona la educación.”

El próximo miércoles 13 de noviembre participaré en una mesa redonda sobre Educación y violencia de género organizada por Ilunion.


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