Vivimos los primeros pasos de un cambio
imparable en lo metodológico que comenzó hace ya algunos años con el concepto “aprendizaje
por competencias”, establecido por Jacques
Delors. En este marco para la
enseñanza, la séptima competencia se define como aprender a aprender. En
síntesis, y aunque la definición de esta competencia es ambiciosa y prolija,
aprender a aprender implica aprender a pensar. Por tanto Delors nos desafió a
los docentes: debemos enseñar a pensar.
El pensamiento es un proceso individual. Se
piensa solo, pero no a solas. Sócrates decía que de su madre, una partera,
había aprendido el oficio del pensamiento: hay que sacarlo de las entrañas, y cada
uno puede ayudar al otro, en diálogo, a extraer una idea propia y original. Sin embargo, durante los tres siglos de
existencia de la escuela napoleónica- cuyo modelo continúa hoy vigente- la
mayor parte de la tarea docente se ha dedicado a transmitir información.
Aprender es – ha sido hasta hoy- acumular datos y saber repetirlos ante un
tribunal de examen. Sin embargo, una cosa es enseñar contenidos y otra es conformar
estructuras de pensamiento que sirvan para dar forma y significado, y para
revisar las propias conclusiones. Y esto alcanza más allá de los procesos
lógicos, ya que el ser humano no es “el animal que razona” sino el “animal que
piensa”. Por eso puede pensar cosas que no sean estrictamente razonables, tal como
hace un escritor.
En el aula, “construir una estructura”
significa que los pensamientos deben estar orientados conscientemente hacia
algún objetivo, basarse en información lógica, sólida y confiable y no
solamente en ideas preconcebidas. Y ya nos acercamos al fondo de la
cuestión: enseñar a pensar bien es enseñar a leer y escribir bien. La lectura
rigurosa, aprehendida, es la movilizadora esencial del pensamiento. Esto es así
y lo será incluso en la gran revolución educativa que nos espera. Mañana, como
hoy y ayer, el legado de pensamiento, experiencia y sentimiento de los grandes autores
será el mejor instrumento de aprendizaje. Por eso es tan lamentable que la
literatura no ocupe un lugar importante en los planes de estudio de nuestras
malogradas leyes de Educación. Y como no está, apenas puede incidir sobre ella
la nueva manera de enseñar, más concreta y significativa para los alumnos, que
ha penetrado en las aulas por, según, sin, sobre y tras las normas del BOE.
Durante décadas he soñado con un
aprendizaje holístico y despojado de las fronteras entre materias, que
permitiera a los alumnos encontrar sentido a los contenidos de las clases. En la
escuela de mis ensueños, los alumnos estudiaban los teoremas de los grandes
geómetras griegos con el profesor de Matemáticas; un rato después analizaban
los órdenes arquitectónicos clásicos con el profesor de Arte y luego, yo misma,
la profe de Lengua abría los paladares de los pequeños gourmets a la
degustación de La Ilíada y de
Aristófanes. Y de esa inmersión total en los avances de la humanidad durante
una época concreta de la historia, los alumnos salían motivados y preparados
para seguir avanzando. Nunca perdí la esperanza de ver, antes de jubilarme, los
contenidos académicos globalizados de esta forma. Y he tenido suerte: ya están llegando
a las aulas gracias a la maravillosa metodología que se denomina “aprendizaje
por proyectos”.
Si la Literatura como asignatura
académica no está- aunque se la espera- la lectura en biblioteca, a la que la
escuela dedica mucho tiempo, arrastra desde hace un par de décadas una epidemia
de corrección política. Las estanterías infantiles se han llenado de libros un
poco superficiales pero, eso sí, imbuidos de valores contemporáneos. No quiero
ser malinterpretada: defiendo esos valores personal y profesionalmente, pero sé
– como sabemos todos los profesores- que Tintín
y los Hermanos Grimm- a pesar de ser tan, tan incorrectos- animan a los niños a
terminar un libro comenzado. Sabemos que por la puerta de Mortadelo y Filemón, con sus “crash” y sus “boom”, se entra a
libros más grandes. La desaparición de los cuentos clásicos en formato texto me
parece lamentable porque Sheherazade fue una estupenda compañera de mi
infancia. Sin embargo no se han marchado del todo. Mientras las bibliotecas
escolares se abarrotan de libros sosos y muy didácticos, los héroes de los
cuentos clásicos- desde Aladino a la Bella Durmiente- llegan a los niños
pequeños en su peor versión a través del prisma deformado de una famosa
factoría de películas.
Ya es hora de que la escuela
comprenda que todo es leer: Mark Twain, Galdós, Bécquer (¿han probado sus Rimas y Leyendas en los alumnos de doce años?), ensayos y artículos de
prensa. Cuando alguien se engancha a la lectura puede interesarse hasta por los
ingredientes del champú. Pero para transformar los primeros pasos en una gran
historia de amor es necesario acercar a los niños libros bien sazonados, delicatesen, como las hay por miles en
la literatura universal. Tenemos que despojarnos de obsesiones, superar nuestro
pequeño narcisismo y comprender que, para un estudiante de Bachillerato, las Memorias de Adriano de la Yourcenar
traducidas por Julio Cortázar pueden ser, además de una experiencia moral
insuperable, una inmersión en la gran literatura en lengua española.
El libro Veinte poemas de amor y una canción
desesperada apela directamente al corazón de los adolescentes. Los niños
más pequeños pueden adorar a Rafael Alberti y a todos los poetas que, como él,
permanecieron siempre con el alma llena de infancia, porque los niños aman y
entienden la gran poesía cuando tienen acceso a ella. Machado y Lorca tienen
mucho que decirles. Uno de los momentos más bellos de mi carrera docente
sucedió este curso pasado cuando un joven de etnia gitana descubrió, maravillado,
los poemas del Romancero Gitano. ¿Y
qué decir de Quijote? Nuestro gran
intocable, enmohecido en su gloria, es una lectura maravillosa que, con una
adaptación mínima realizada por el profesor, se convierte en motivo de alegría
y de jolgorio en clase. ¡Si está lleno de expresiones cómicas, y hasta de
palabrotas que los chicos descubren con asombro! Yo misma he visto reír y
llorar a la vez a un grupo de adolescentes después de acompañar a Sancho en la
Ínsula de Barataria. Y he visto chicas entusiasmadas con el discurso feminista
de la Pastora Marcela, escrito hace cuatrocientos años. ¿Y El Aleph? Los alumnos de 6º de primaria pueden pasar dos o tres
días escribiendo cosas que aparecerían en ese famoso agujero. Y son capaces de
adivinar que Borges era ciego, por la escasa sensorialidad de su descripción.
Vuelvan a leerla: ciertamente es muy conceptual. Los chavales de doce años se
dan cuenta enseguida.
Estoy convencida de que la
escuela del próximo futuro no despreciará las buenas traducciones de los
clásicos juveniles, porque Julio Verne, que no es literatura española, es sin
embargo un Cupido perfecto para animarse a leer. Como lo son Salgari, Kipling, Alcott
o Conan Doyle. Y no nos olvidemos de los monstruos sagrados. Recomiendo a los
profesores que representen la Escena del Balcón de Romeo y Julieta en las clases de los primeros cursos de secundaria.
El flechazo por Shakespeare puede ser eterno. Y esto nos lleva directos al
poder adictivo de las antologías, ya sean de prosa o verso. Grandes aliadas de
la lectura de los clásicos que un malhadado día, sin saber por qué,
desaparecieron.
Antes o después seremos capaces
de planificar las lecturas de manera progresiva a lo largo de la escolarización
para que los niños no pasen directamente y sin red de Manolito Gafotas a La
Celestina; dejaremos de temer a los grandes porque habremos encontrado para
ellos pasión y contexto. En la nueva escuela habrá teatro, poesía y narración. Olvidado Rey Gudú y El Señor de los anillos- Matute y Tolkien, qué maravillosa pareja-
esperarán a los chicos en los estantes de la biblioteca. Y ellos, transformados
en auténticos gourmets de la literatura, leerán y releerán- porque esto de
releer ya no estará prohibido ni será una rareza- y querrán escribir textos
nuevos que partan del conocimiento de lo que ya han leído y lo enriquezcan con
una aportación personal. Lo repito: porque leerán, querrán escribir.
No menciono el soporte. Es una
simple herramienta. Creo en el encanto del libro en papel, y lo fomento, pero
mis alumnos y yo hemos proyectado los capítulos del Quijote en una pizarra
digital y los hemos leído juntos, interrumpiendo para comentar, con toda
felicidad.
“Pasemos por alto todo el proceso de
desfiguración y decadencia y tratemos de reconquistar la no destruida fuerza
nominadora del lenguaje y de las palabras; porque las palabras y el lenguaje no
son vainas en las que sólo se envuelven las cosas al servicio de la
comunicación hablada y escrita. Sólo en la palabra y en el lenguaje las cosas
devienen y son.”
Esto dijo hace años Martin Heidegger. Sólo en
la palabra y en el lenguaje las cosas devienen y son para los seres humanos.
Somos nuestras palabras.
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