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miércoles, 19 de julio de 2017

Blanco y negro. Un cuento para el verano

He escrito este pequeño cuento inspirada por la historia del filósofo racista Joseph Arthur de Gobineau. Espero que os guste.



Blanco y negro.


- Mi padre debe tener un funeral de primera.
Estas palabras, pronunciadas en el mismo tono grave y firme con que hablaba el difunto Joseph Arthur de Gobineau, han impresionado mucho a Badalamenti, el director de la funeraria. Tenía otra opinión sobre este joven y la verdad es que parece serio. Como todos decían que era un hijo de papá sin sangre en las venas… Instintivamente, Badalamenti adopta una postura obsequiosa, con la espalda levemente encorvada y las manos juntas sobre el estómago. Con la torsión del cuello demuestra que está escuchando atentamente.
- Despliegue los mayores lujos. No escatime en servicios.

En realidad, para Joseph Arthur de Gobineau hijo este no es un funeral sino un examen. Desde que el viejo lobo falleció hace unas horas, su hijo solo desea estar - por primera vez - a la altura de ese gigante. El caso es que aunque no se atreve a confesarlo, Joseph Arthur no encuentra dentro de sí ni un gramo de duelo por aquel padre siempre frío y ausente. Él quiere sobre todo iluminar su propia figura, que ha vivido treinta y ocho años escondida bajo una gigantesca sombra. Quiere quitarse el apelativo “hijo” del nombre y averiguar por fin quién es él además del único descendiente del ilustre conde de Gobineau.

Joseph Arthur se parece mucho a su difunto padre. Es tan alto y bien plantado como él, grande y ágil a la vez, un tirador de primera. Sin embargo, Gobineau padre poseía una enorme ventaja: su apabullante autoridad. Se desenvolvía en todas partes con la certeza de ser extraordinario y no tener iguales. Seducía a las mujeres con su actitud pícara y reservaba para los hombres una mirada despiadada que los juzgaba y condenaba a todos en un segundo. Usaba con maestría un gesto inapelable y amable a la vez, que subordinaba a quien estuviera a su lado pero no le convertía en esclavo resentido sino en perrillo fiel.

Joseph Arthur hijo jamás ha podido llegarle a su padre a la suela del zapato. Ha sido siempre mucho más torpe, más ingenuo, más silencioso, más soñador; un poeta sin talento que caza bien, no un estratega, no un campeón del ajedrez filosófico y de la diplomacia como el inmenso Joseph Arthur de Gobineau, el insigne autor del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas; el hombre más alejado de la poesía que haya existido. 
Ahora, ante el cadáver amarillento donde anidaba una energía inagotable, Joseph Arthur se esfuerza por recordar a su padre pero solo puede evocar al filósofo que fue. Vienen a su memoria con nitidez los gestos y actitudes del prócer, sus famosas frases, sus expresiones polémicas, sus trucos. Por ejemplo, esa familiaridad señorial con que hablaba a los inferiores de manera que nunca dudasen ni de su amabilidad ni de su poder. Si él se atreviera a copiar al viejo… Joseph Arthur hijo va intentarlo con el director de la funeraria, a ver qué tal se le da.
-Un funeral de primera, Badalamenti. Sin escatimar en gastos. Confío en su profesionalidad.
La primera parte le ha salido muy bien, firme en el ademán y con expresión amistosa. Ahora, siguiendo las pautas del viejo lobo, la mirada debe enfriarse lentamente y después congelarse sobre los ojos del interlocutor.
- No me defraude, Badalamenti, no me defraude.
Al dueño de la funeraria le recorre visiblemente un escalofrío por la espalda.
-Por supuesto que no Monsieur de Gobineau. Pierda usted cuidado. A su disposición siempre, señor conde.
¡Señor conde! ¡Monsieur de Gobineau! Esto es subir de categoría, dejar atrás para siempre el tratamiento de “señorito” que le condenaba a ser indefenso y niño. ¡Señor conde! ¡Qué bien suena! Los trucos del viejo lobo funcionan. Quién sabe, a lo mejor esa nueva vida con la que sueña Joseph Arthur consiste simplemente en caminar sobre las huellas de su padre, en ser igual que él.


Al día siguiente, la nave central de la catedral de Turín está a rebosar. El obispo y el cabildo en pleno reciben a las principales autoridades. El funeral va a estar presidido por el príncipe de Saboya, tío carnal del rey Humberto I, pero también está allí el conde Raimondi, de signo político contrario al viejo Gobineau y eterno opositor a su presencia en Italia. En los primeros bancos buscan sitio los líderes del partido conservador, un par de duques arruinados y vistosos, los dirigentes del Círculo Turinés de Empresarios y Banqueros, el director del periódico local más afecto a las ideas racistas del difunto y varios catedráticos de la Universidad. En los bancos centrales se sientan sus antiguos camaradas de la Asociación de la Diplomacia, el embajador de Francia y una representación de las familias bien de la ciudad. Los laterales son para los empleados y arrendatarios de las fincas del viejo, y para los sirvientes de su casa. La catedral está llena de amigos y deudos de Joseph Arthur Gobineau. Hay por supuesto ausencias clamorosas. Son las de sus centenares de enemigos, que no pueden acudir a su funeral porque están celebrando su muerte, como han proclamado en algunos artículos de prensa. “Los turineses de cabello oscuro se han librado por fin de Gobineau”, dice esta mañana el titular de un periódico clandestino.
El líder conservador, príncipe Benedetto di Larmonte, sube hasta el atril para hacer un elogio del difunto. En la iglesia hay tres decenas de personas que podrían hacerlo mejor que él, con más labia y talento, pero pocos deben a Gobineau tantos favores y durante tantos años. El discurso, por supuesto, corresponde a lo que todos esperan:
- El conde fue un hombre de convicciones férreas que él mismo creó para su vida e impuso en su entorno. Lo que se llama un hombre de una pieza, sin fisuras ni contradicciones. Fue un héroe condecorado dieciocho veces, embajador de Francia ante Irán, Alemania, Grecia, Brasil y Suecia, autor de innumerables libros de filosofía y literatura, que entre unas épocas y otras tuvo responsabilidades políticas en Francia durante más de cuarenta años y ha vivido sus últimos rodeado de la devoción de los italianos. Un hombre que defendió sus creencias con una vida íntegra e intachable y que supo decir bien claro lo que muchos pensamos y pocos se atreven a proclamar. Descanse en paz este modelo de próceres.
Junto al altar mayor de la catedral, Joseph Arthur de Gobineau hijo siente el estómago un poco revuelto. Eso de representar el papel del viejo lobo no termina de ser bueno para su salud. En fin, ahora llega el momento que ha ensayado cuidadosamente ante el espejo durante toda la noche. Va a leer un párrafo del discurso más famoso de su padre. Lo tiene tan ensayado que se lo sabe de memoria: En bien de la superioridad racial, conviene evitar toda contaminación con los elementos inferiores de los pueblos vencidos. Pues la caída de una civilización tiene una sola causa: la alteración de su pureza original por la asimilación de factores de disgregación. Éste es el caso de los Arios, antaño siempre dominantes, quienes – por desgracia – cada vez que sometían a un pueblo se mezclaban con él. En esas mezclas, los arios han perdido su pureza. Sólo quedan hoy algunos rarísimos ejemplares de arios puros. Se distinguen estos por su amor a la soledad, por la fuerza y suavidad de su espíritu, por la generosidad de pensamientos, que les impulsan a seguir los caminos de la belleza, del honor y del sacrificio, cosas todas ellas detestables para los demás seres vulgares.
Por eso no
hay suficientes soldados en el Ejército para obligar a la Patria a acoger en su seno la incesante oleada de las razas inferiores, ni hay poder suficiente para obligarnos a admitir de buen grado a los negros en nuestros hospitales, nuestras escuelas, nuestras universidades y nuestras iglesias. Joseph Arthur hijo ha decidido mantener la última “s” vibrando un momento en el aire para crear ese punto de emoción que el viejo obtuvo tantas veces en sus discursos. Cuando esta emoción sobrevuele la nave central de la catedral, él podrá por fin tomar el testigo, dejará de ser el hijo y pasará a convertirse en el único Joseph Arthur de Gobineau que exista en el mundo. Entonces bajará solemnemente por la escalera del altar y, arrodillado, buscará dentro de sí algún rescoldo de su propia emoción por la pérdida del padre.

Joseph Arthur recorre al auditorio con los ojos, solemnemente.  Antes de comenzar la lectura toma un poco de aire y, en ese preciso instante, le sobresalta ver a una mujer. Está situada detrás de la columna que separa los bancos centrales de la nave lateral. Es un poco más joven que él, alta y bien plantada, con un inconfundible aire de antillana y la piel muy oscura, casi negra. Está de pie, quieta y serena, y no despega los ojos del rostro de él. A Joseph Arthur le golpea de repente una ráfaga de emoción que parece haberse escapado de la simple presencia de esa mujer extraña. Aprieta los ojos, que se le han llenado tontamente de lágrimas, y se esfuerza por estar indignado. Al fin y al cabo es intolerable encontrar a una negra en la catedral durante el funeral de su padre. Pero la indignación no quiere estar a su lado y se le marcha enseguida.  Joseph Arthur de Gobineau siente por primera vez desde que murió el viejo un nudo en la garganta, una congoja profunda y extraña. Es como si los ojos brillantes de la mujer antillana, fijos en los suyos, le cubrieran con un manto de noche, y al mirar no pudiera ver nada más que estrellas, cientos, miles, millones de estrellas. Joseph Arthur comprende que no va a ser capaz de leer el discurso, que ni siquiera va a encontrarlo en su bolsillo. Tampoco está seguro ya de su memoria: “obligarnos a admitir de buen grado a los moros y los negros en…” ¿El corazón? Abochornado, musita un “descanse en paz” y baja del altar atropelladamente.

Cuando ocupa su asiento en el primer banco, junto al embajador y el príncipe de Larmonte, no piensa más que en el rostro de aquella mujer. Él la ha visto ya, eso es seguro, pero no puede recordar cuándo ni dónde. De todas formas, ha sido absurdo encontrarse con ella durante el funeral del viejo lobo. Ojalá no la haya visto nadie más. La reputación del más insigne filósofo racista podría resentirse. El caso es que…
- ¡Agnès! ¡Se llama Agnès!
El alcalde y el líder conservador se vuelven hacia Joseph Arthur que, ajeno al lugar en que se encuentran, tiene el rostro enrojecido por la emoción y les habla entrecortadamente:
-Se llama Agnès y es hija de la antillana que fue sirvienta de mi madre. ¡Vivía en mi casa! ¡Jugamos juntos alguna vez, escondidos de los mayores! ¡Hace muchísimos años que dejé de verla!
- Este pobre muchacho no tiene remedio- dice en voz suficientemente alta Benedetto di Larmonte.

Al terminar el funeral el nuevo conde de Gobineau está agotado. Aún así debe recoger el testamento de su padre en la oficina del notario Solti, un viejo amigo de la familia. Es un trámite burocrático y no puede durar mucho. Se trata simplemente de comprobar las escrituras de las tierras y las casas y firmar los papeles del banco. Meras formalidades porque Joseph Arthur es hijo único, heredero universal.

Efectivamente Solti se ha esforzado en facilitar las cosas y el trámite es breve. Después de revisar papeles, recoger llaves de cajas fuertes, hacer unas cuantas firmas por triplicado y dejar listas las retribuciones de la notaría, Joseph Arthur recibe una carta manuscrita de su padre, que Solti le entrega sin darle mayor importancia.
-Conociendo al viejo, seguro que son instrucciones para la hacienda o las acciones de bolsa. No querrá que te descarríes.
Joseph Arthur acepta con naturalidad la lógica notarial. Es muy propio de su padre mandarle un control desde el más allá. Serán instrucciones, órdenes, recomendaciones, regañinas… Bueno, pues a por ellas.
-Estoy dispuesto imitar a mi padre en todo. Leeré la carta con mucha atención.
Solti le mira apenas un segundo, distraído como está en sus papeles.
- Me parece muy bien. Mis condolencias muchacho. Pareces muy cansado. Descansa.


Al salir de la notaría Joseph Arthur, que no es capaz de encerrarse ya en el coche de caballos, atraviesa la verja del parque Valentino, camina un trecho y se sienta en un banco junto a las riberas floridas del Po. Cierra los ojos y se deja acariciar por el sol de media tarde que brilla por primera vez en esos días de abril después de un invierno lluvioso. En la quietud de esa hora comprende por primera vez que se ha quedado solo en el mundo. Lo curioso es que él se sintió siempre solo, en los internados, en los estudios universitarios y en las concentraciones militares, pero no tenía que conducir la soledad ni tomar decisiones sobre sí mismo. Simplemente debía responder a lo que se esperaba de él, y la verdad es que nadie esperó nunca de Joseph Arthur de Gobineau hijo algo original, noble o serio. Ahora, sin embargo, todo ha cambiado. Por fin es el dueño de su nombre pero lo siente como un vaso vacío que hubiera contenido un licor especial y debiera volver a llenarse no se sabe bien de qué. Solo queda un conde Gobineau en el mundo, eso es seguro, pero falta saber qué clase de hombre es.

A Joseph Arthur le da un poco de pereza darle vueltas a la cabeza en esta tarde tan soleada después del largo invierno. Tal vez su padre, que tenía todas las respuestas, piense por él una vez más. El joven abre el sobre y saca un folio blanquísimo que reconoce bien, con las iniciales J.A.G. doradas en la parte superior. La carta, escrita con la letra gruesa y expansiva del viejo, dice:
Color de la canela, la pimienta en grano, el clavo de olor, el azúcar de caña, la miel de castaño y brezo. Olor del chili y la hierbabuena. Así era la piel de mi negra.
La quise, Arthur. La quise con toda mi alma. Más que a nada y más que a nadie. Más que a tu santa madre, que descubrió este amor y aún así supo perdonarme.
No solo la quise por la caricia, el aroma y la ebriedad de los sentidos, también por el descanso y la risa, porque a su lado yo era blando y bueno, y porque, desde su niñez en las islas, conocía el nombre de todas las estrellas. La quise porque no lo pude remediar, porque con mi piel y la suya juntas componíamos el color blanco y negro del universo.
Tuve una hija con ella. La crió y ambos guardamos el secreto. Yo sustenté a esa niña, mi hija, y pagué la casa donde vive ahora. He cuidado siempre de ella como cuidé a mi amor hasta el día de su muerte. No la abandones, hijo. Ve a verla. Quiérela porque se lo merece. Su madre le enseñó de niña el nombre de todas las estrellas.
Para esconder a mi verdadero amor, para que nadie descubriera este secreto, yo mismo me escondí detrás de una máscara.  Cuando mi negra murió yo morí también, y me embalsamé detrás de mi máscara. Durante muchos años he estado muerto, he hablado y actuado como un muerto. Tal vez por eso te parecí frío siempre. Pero ahora, cuando escribo esta carta para contarte por fin mi secreto, me siento vivo otra vez, próximo a reunirme con ella y próximo a ti, hijo. Cerca de ti por primera vez.
Tu padre fue un hombre triste detrás de una máscara. Ahora que tú eres por fin el único y verdadero Joseph Arthur de Gobineau, solo tengo para ti un ruego y es este:
Arthur, hijo, que mi máscara no se convierta en tu rostro.
Por favor, ve a verla, ella ha hecho brotar sangre de mi sangre. Haz de su familia la tuya. Ambos os merecéis el uno al otro.
Al lado de la firma angulosa está la dirección de una casa.

Media hora más tarde, cuando Joseph Arthur de Gobineau llama temblando a la puerta, el corazón le avisa de algo que ya sabe. En el umbral se recorta la silueta oscura de una mujer alta y bien plantada, con aire de antillana y la piel casi negra, que lleva a una niñita de la mano. La mujer tiene los ojos muy enrojecidos porque ha llorado hace poco, pero ahora sonríe tímidamente.
- Hermano.
-¡Agnès!

Dicen que los seres humanos nacen el día en que se contemplan en la mirada de otro ser.
 - Que mi máscara no se convierta en tu rostro, Arthur.


Y así fue como el único Joseph Arthur de Gobineau comenzó a vivir su verdadera vida.

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