Presenciamos
en torno a nosotros un inmenso naufragio de la ética política. Si Hércules, para
limpiar los establos del rey Augias – que acumularon durante años los
excrementos de quinientos doce toros- tuvo que desviar el curso de varios ríos,
nosotros, para arrastrar la suciedad sin fondo que hoy nos rodea, tendremos que
cambiar nuestros modos de país de pícaros. Porque quien roba a los ciudadanos
no es un pícaro sino un delincuente, y porque esos ríos desnaturalizados por
culpa de la corrupción pueden ser- están siendo ya - las instituciones de
nuestra democracia.
Creo
que todos nos sentimos desorientados. Más que nunca necesitamos señales para
distinguir, en todo este caos, a quienes muestren algo de seriedad y tengan
palabra. Qué antigua se ha quedado esta expresión, por cierto. Qué insólito es
que lo que se promete se cumpla. Y sin embargo no hay lugar para bromas: si la
ética no rige el uso que los políticos hagan de nuestra confianza, depositada
en ellos a través de los votos, no habrá futuro. Así de claro.
Todo
este panorama desolador lo es mucho más cuando se contempla desde la escuela.
Si estás en la urbe, porque la suciedad y el abandono te recuerdan
constantemente que había que recortar en limpieza y asfalto para llevárselo más
crudo; si estás en el pueblo, porque los campos se malvendieron y tal vez lo
que divisas ahora desde el patio del cole es el inmenso fantasma de un
aeropuerto.
Si te
apartas de la ventana de clase y miras hacia adentro, notas la ausencia del
profesor enfermo cuya baja no se ha cubierto; ves la puerta cerrada del aula de compensatoria; los carteles bilingües de lo que fue en tiempos
el aula de enlace. Por supuesto, los alumnos a quienes estaban destinados esos apoyos,
siguen ahí, más perdidos. Los políticos robaban, claro, por eso no hubo dinero
para ampliar la red de banda ancha, para pagar el verano de los profesores
interinos, para otorgar licencias por estudios, para extender las pizarras
digitales, para renovar el mobiliario escolar…
Robaban
como fieras, compulsivamente, mientras nosotros dábamos clase de ética y
ciudadanía. Pero seguíamos allí, impertérritos, explicando a los alumnos qué son
el honor y la justicia, porque la escuela es el lugar natural para aprender lo
relacional y social, y por tanto la ética ciudadana y democrática. Los chicos entendían
los conceptos y hasta se aventuraban a ponerlos en práctica, el truco era no
buscar ningún modelo de conducta que pudiera salir en el telediario.
La
corrupción duele más desde la escuela porque ella es el santuario de la ética.
Y duele en los claustros, tan castigados por los recortes, porque los
guardianes del santuario somos, qué cosas, los humildes profesores y maestros.
La dignidad de la
docencia estriba sobre todo en su condición de profesión esencialmente ética.
Hay facetas vitales en las que podemos dedicarnos a acompañar el verbo ser con
sustantivos. En ellas, todo brota desde ese fundamento: soy madre, soy joven…
Sin embargo, en el ámbito profesional es frecuente conjugar el verbo ser con
adjetivos: soy puntual, soy competente… Pues bien, la docencia es sustantiva. Se
es maestro. Ineludiblemente. Dentro y
fuera del aula.
Siempre me ha gustado observar las particularidades
de nuestra ética profesional. Por ejemplo, tengo la certeza de que un profesor
que esté esperando a que el semáforo se ponga en verde y vea a un niño en la
acera de enfrente esperando también, no cruzará la calzada en rojo aunque no
vengan coches. ¿Es irrelevante? No; es la asunción completa de un requisito
profesional y personal: la ejemplaridad.
Mientras dura su
camino común, cada profesor es un referente ético para cada alumno; por su
parte todos los alumnos son apelaciones a la excelencia moral para el maestro. La tarea
docente transmite el mundo para que pueda ser mejorado por la generación
siguiente, que a su vez habrá de transmitirlo. Y ese avance, durante el cual
las generaciones se suman, es profundamente, dignamente humano. Quienes
desempeñan la docencia deben conocer y aceptar su dimensión ética, una de las
más exigentes de todas, en una profesión que, paradójicamente, carece de código
deontológico.
Cuando todo naufraga, la escuela como paradigma de
la personificación sigue a flote, por eso clamamos por la presencia política y social de la ética. O
nos robarán el futuro.
Artículo escrito para el periódico Escuela.
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