La maestra
va a comenzar la clase de Naturales en 4º de Primaria, su tutoría. El tema de
la sesión es el sistema nervioso. Para despertar el interés por el cerebro
humano, pregunta a los alumnos qué diferencias encuentran entre las personas y
el resto de los animales. Y los chiquillos de nueve años comienzan a enumerar
conceptos inolvidables.
Séfora, una de las niñas, toma nota de ellos en la
pizarra digital, y escribe al dictado de sus compañeros: “La imaginación, la
curiosidad, la palabra, la risa, el llanto, la emoción, poder elegir entre
hacer algo bien o mal, soñar, el cine, los libros, cambiar de vida, proyectar,
elegir, hacer cosas inesperadas y dar sorpresas, la libertad, saber que va a
morir, el pensamiento, la reflexión, la emoción, contar cuentos, crear,
construir, jugar al ajedrez, enamorarse, amar…”
Al terminar la clase la maestra está
segura de que Sócrates y Kant, Nietzsche y Kierkegaard, Arendt y Zubiri, en
realidad, eran personas que supieron conservar durante toda la vida sus almas
de niño. Así que, cuando llega el momento de copiar el esquema sobre el sistema
nervioso, siente que es ella la que baja el nivel.
Está segura también de que el
gran reto de la escuela, reto incumplido, inaprensible desde los viejos
conceptos, está en fomentar ese pensamiento alto y libre de los niños, sin
encorsetarlo en los parámetros rígidos de lo que hay que decir y hacer porque
siempre se ha dicho y hecho así.
Lo que se aprende en la escuela
debe tener sentido fuera de ella; lo que un niño y una niña deducen, inducen y
crean debe convertirse en un verdadero punto de partida. Y como el patrón
estándar de corrección y evaluación se pliega ante la fuerza de la creatividad
humana, cada docente debe asumir la obligación profesional y moral de potenciar
esta fuerza en sus alumnos.
Yo soy esa maestra. ¡Cuánto he aprendido esta semana! ¡Gracias, chicos y chicas de mi
escuela!
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