Siempre vi películas en clase, con los alumnos. Al principio, hace cuarenta años, con proyector y sábana; en mis últimos años de maestra, en la pizarra digital. Y
cuando la película comenzaba, en la clase oscura y sin palomitas, yo dejaba entornado un hilo de luz para ver las caras de las niñas y los niños. Y mi película era su rostro asombrado, risueño, emocionado, cuando
descubrían a Charlie Chaplin en Luces de la Ciudad. Delante de
mis ojos, a causa de los suyos, una película muda, en blanco y negro y rodada hace cien años, se
convertía en un ahora. Los niños de Tercero eran Charlie también: inseguros,
algo patosos ante el mundo que estaban descubriendo, tramposos y nobles,
generosos y en lucha por su propio espacio en el patio de recreo, en casa y en
el aula.
Y
en la clase de Sexto, con los que tenían once y doce años, dejaba entornada la luz para
contemplar en sus rostros el viaje moral de Marlon Brando en La ley del
silencio. Porque esos matones de la película se parecían a los de su barrio
y cuando Marlon se les enfrentaba es como si ellos vencieran al que les hacía bullying. Entendían esa película, entendían sus valores, su ritmo, su pathos, a
sus protagonistas. No es más violenta que los dibujos animados y, a cambio, es
profunda y totalmente humana. Aún recuerdo también cómo se sumergieron en los dilemas morales de Doce hombres sin piedad.
En las aulas de los adolescentes, me gustaba compartir la emoción por Barbarroja, de Akira Kurosawa, con su choque entre los sueños y la realidad, con su poesía que tan bien comprenden los adolescentes. ¿Una película en japonés, de tres horas y en blanco y negro? Sí, ¿por qué no? Para el verdadero Arte no hay menú infantil. ¿Qué decir de West Side Story? ¿Hay una edad de la vida en que se pueda comprender mejor a Romeo y a Julieta?
La mayoría de aquellos clásicos me costaron bromas del tipo: “¡Eh, profe, gran noticia. Ya existen las películas en color!” En realidad son obras de arte, mi obligación como profesora era mostrárselas en la certeza de que, al finalizar, conocerían cosas de ellos mismos que antes no sabían.
Sí
al cine en el aula, siempre. Pero no por su poder formador, ni siquiera
informador, sino por su fuerza evocadora. Porque una buena película es una
experiencia personal, individual. Por eso no creo en el cine-forum ni en
condicionar la elección del filme al mensaje que se quiere transmitir. Luces
de la ciudad, La ley del silencio y Barbarroja, pero
también Cantando bajo la lluvia, Matar a un ruiseñor, Bienvenido míster Marshall, Vacaciones en Roma o Los siete samuráis nos cuentan el viaje moral de sus protagonistas. Es el viaje de la
vida, el que yo misma estoy haciendo, al que debía invitar a mis
alumnos, siempre desde lo que el mensaje de la obra de arte les dijera a
ellos.
A
través de cada protagonista, el cine les invita a llegar a su protagonismo.
Recorriendo esos escenarios recorren su interior. Y ahí están sus
contradicciones, sus desengaños y su esperanza. Ellos son personas plenas que
viven un momento concreto que se llama infancia o adolescencia. Tienen mucho que decir y que
decirse a sí mismos.
Sí
al cine en el aula. Siempre. Sí a acercar a los niños el Séptimo Arte, las
grandes obras, las leyendas, y a dejar que les digan cosas como nos las dicen a
nosotros.
Me
hizo muy feliz ser espectadora de ese diálogo. Por eso, por felicidad propia, cuando mis alumnos miraban el cine, yo los miraba a ellos.
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