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viernes, 6 de noviembre de 2020

El mundo enfermo

 


Hace tiempo, una persona profundamente religiosa me dijo que el pecado original se nos notaba, sobre todo, en la incapacidad para resolver el hambre, la pobreza y el desamparo de la humanidad. Como si, dentro de nosotros, algo defectuoso nos impidiera aumentar con nuestras acciones la belleza de la Tierra.

Porque la Tierra es bella, perfecta en su equilibrio, armoniosa en sus formas y sus colores, asombrosa en su furia y consoladora en su calma. Y el ser humano es bello también: en la mirada poética y curiosa de la infancia, en la sabiduría y fragilidad de la vejez, en los dolores de un parto y los ensueños de amor, adolescentes sea cual sea la edad en que se vivan.

Sin embargo cada generación tiene su guerra, cada una tiene sus crisis; todas, su profundo dolor. No lo causa la muerte como consecuencia inseparable de la vida, sino como consecuencia del egoísmo, la desidia, la banalidad o la furia del hombre lobo para el hombre.  

Siempre hubo quien se aventuró en el mar en pos de sueños, hoy se nos desborda en desesperación y llanto. “Avanzas, avanzas y nada más puedes hacer. Todo lo que dejaste atrás ya lo las perdido”- escuché decir a un muchacho que había pasado dos años caminando por el Sahel y uno completo sentado junto a la valla de Melilla. No era joven más que en la edad, claro; había alcanzado con honores el doctorado en tristeza. 

También nos desborda la cara más descarnada, los puros huesos de un sistema económico que nos asegura el pan- a veces solo un mendrugo- pero crea profundas desigualdades. Y así, en las esquinas de nuestras ciudades, en vez de correr el aire y refrescar a quien va a su labor diaria, circula el dinero con su corte ministerial: el imperio de lo económico, el consumo desenfrenado. Y entonces la pobreza ya no es una condición humana que debemos resolver entre todos, sino un fracaso humillante de la vida del pobre, a quien los medios bombardean con el asombroso nivel de vida del rico.

Nos desbordan también la soledad y el silencio ocultos en los dobladillos de esta sociedad de la comunicación, donde todos hablamos libremente con todos - o eso creemos- mientras nos empapa la homogeneidad cultural. Y ya hay quien, a pesar de contar con miles de “seguidores” se ahoga de soledad. Pero que no cunda el pánico, vocean. Ya es primavera en los grandes almacenes aunque tiritemos aún con las heladas.

El mundo entero está enfermo de un virus antiguo. No es este Covid nieto de las pestes y pandemias que golpean a la humanidad desde el inicio de la historia. Estamos enfermos de egoísmo, nuestro pecado original. Y es una enfermedad tan extendida que solo puede aliviarse con un remedio: agrandar el tamaño y la fuerza de lo sano.

Salud es la oración intensa de quienes dedican su vida a rezar en las clausuras. Confieso que,  humildemente, todas las mañanas al despertar pienso en ellas, en las monjas que rezan, porque estoy segura de que en sus ruegos incluyen a mis hijos y su generación, heredera de nuestras ruinas. Ellas, sin poner un pie en la calle, conocen problemas presentes y futuros de los que yo, siempre bien informada de las noticias, no tengo ni la más remota idea.

Salud crean las manos de quienes cuidan enfermos, limpian mocos y babas de desvalidos, iluminan en la escuela la mirada de los niños, escriben poemas que cauterizan heridas, componen música que nos lava por dentro.

Trae salud al mundo la vecina que durante los meses de confinamiento puso en tu puerta un bizcocho casero. Trae salud la panadera que te contó que no cerraba porque su pan alegraba al vecindario. Trae salud el enfermero que abrazó a tu madre moribunda cuando tú no podías acompañarla en la hora final. Trae salud hasta el conductor desconocido que frena para que cruces tranquila el paso de cebra. Y entonces, a base de pequeños destellos, comprende uno que la humanidad sigue adelante porque hay mucha, muchísima salud.

Nacimos con la enfermedad original impresa en el alma, y con el secreto de su curación impreso también en nuestros recovecos. Aportar salud, bienestar y cuidado para este mundo enfermo son las tareas que explican por qué estamos hoy aquí, por qué seguimos viviendo después de nacer y por qué todavía no nos hemos marchado.

“¡Un poquillo de luz, por el amor de Dios!” Así titula el poeta manchego Valentín Arteaga un libro que habita en mi mesilla de noche. Luz para iluminar nuestro propio interior. Aire fresco de la confianza en otra persona y de la alegría. La salud de este mundo enfermo depende también de nuestras ventanas.

Artículo original escrito para la revista Providencia.

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