Foto: El periódico de Hortaleza
“La inteligencia emocional es vivir el presente plenamente,
olvidarse del pasado porque ya no está, pensar en el futuro…, si quieres
programar, un poco, pero tampoco en exceso porque no sabes si va a llegar.
Tiene una parte intra-relacional (conocerte a ti mismo y manejar las emociones)
y otra inter-relacional (saber relacionarte con los demás). Es la inteligencia
del éxito.”
Con esta definición optimista e intensa, tal como era ella misma,
definía la maestra y pedagoga Miguela del Burgo la inteligencia emocional en
una entrevista realizada para el periódico local de Hortaleza, su barrio de
Madrid.
Miguela, que se acaba de marchar, fue durante veinte años la directora
del colegio Pablo Picasso, un emblema de la calidad y la vanguardia de la
escuela pública. Ella comprendió desde el primer momento la importancia de la
motivación, la autorregulación y la autoconciencia para el rendimiento escolar.
Y comenzó a formar a los profesores de su claustro y a los propios niños. Como
un faro, irradió a todos los colegios públicos y concertados de Hortaleza su
interés por la inteligencia emocional a la que atribuía un papel asentador de
los primeros aprendizajes. Se convirtió en formadora. Ella misma, se notaba en
seguida, era una experta en la gestión de sus propias emociones. Y fue efectiva
donde verdaderamente debe serlo cualquier innovación: en el nivel “micro”,
escuela a escuela, clase a clase. Así que hoy, para los centros escolares de enseñanza
primaria de un distrito completo de Madrid, decir inteligencia emocional es
decir Miguela.
Por eso me parece oportuno pintar un retrato de la maestra
que pone en juego ante los avatares del aula su propia inteligencia emocional. Por supuesto para mí, maestra también en un colegio de Hortaleza,
describir la inteligencia emocional de un docente será hablar de cómo era
Miguela.
Comienza la jornada y, a pesar de las dificultades, la
maestra posee una inquebrantable resiliencia que le permite renovar cada mañana
su compromiso con el aula. Llega contenta, sí. Saluda a los alumnos cuando
entran a clase desde la puerta, es decir, se permite establecer ese primer
contacto visual y sonriente desde el preciso instante en que ellos cruzan el
umbral. Así, antes de comenzar las clases, los ha visto a todos, sabe quién se
ha cortado el pelo, quién estrena abrigo o viene sin él en un día gélido.
Confía en sí misma y en sus capacidades, permanece en estado de “alerta
educativa” ante el movimiento y los mensajes que envían los alumnos. Como ella
misma es curiosa, fomenta esa curiosidad entre los niños y niñas, no le importa
detener un momento el avance del temario si debe intervenir ante algún
conflicto, con paciencia para esperar que la solución provenga de la empatía
que todos poseen y que deben encontrar en su interior para ponerla en juego. Para
ello emplea prioritariamente el refuerzo positivo, capaz de hacer pasar de una motivación extrínseca a una intrínseca,
desarrollando así la autoestima y el carácter.
A esa maestra emocionalmente inteligente le gusta comunicar y
se esfuerza en perfeccionar esa habilidad. Está preparada para afrontar con
serenidad los constantes cambios, manteniendo su identidad; para renovar su
compromiso a diario, a veces en circunstancias difíciles; para aprender a
conocerse y a conocer a los demás; para trabajar en equipo y sentirse miembro
de una comunidad educativa; para decir sí y no, y a dar crédito a lo frágil;
para reconocer en cada alumno sus potencialidades; para no llevarse los
problemas de casa al aula, liberarse de la dictadura de lo ya hecho miles de
veces y a plantearse cómo hacerlo siempre todo por primera vez. Sabe explicarse
y escuchar, mirar y ser mirada, y ha aprendido a cuestionarse todo, sobre todo
lo que ella misma hace cada día.
Por supuesto, su inteligencia emocional se asienta sobre un
sólido sustrato ético. Nuestra Miguela elige cómo va a presentarse ante los
alumnos y la comunidad educativa. Sabe de sobra que su presencia ante los demás
no es sencillamente la manifestación externa de una disposición interior sino
una elección deliberada sobre la forma en que quiere que los demás me perciban,
y esto es fruto del pensamiento ético: sé como deseas parecer, decía Sócrates. Ella ha optado por una manera determinada de ser
docente y ahora su compromiso es hacerla efectiva. Por eso no tiene miedo a
ejercer su autoridad, por eso comprende que se deriva de la inmensa
responsabilidad que ha contraído ante las familias y la sociedad, por eso se la
gana a diario con decisiones justas, con una tendencia constante hacia lo que debe ser.
Nunca
se le olvida percibir
las emociones y sentimientos de sus alumnos, y les ayuda a ponerlos en
palabras. Su objetivo es una cohesión de grupo que haga brillar el respeto y la
cordialidad y aleje el fantasma del acoso. No es tarea fácil sino permanente y
sujeta a vaivenes. Nuestra Miguela, como todas, trabaja en un aula de verdad no
ante probetas de laboratorio en condiciones ideales para la proliferación de
los cultivos.
Por supuesto, domina el arte del enfado, habilidad básica de
la docencia que sin embargo nadie nos enseña. Por eso, ante las regañinas y
castigos se mantiene siempre muy consciente, auto controlada, no pierde nunca la
alerta de que es justo y educativo. Su lenguaje corporal y dialéctivo siempre
es asertivo. Enfatiza la creación de debates
y de un ambiente en el aula democrático y respetuoso y en el que cada uno pueda
tener su lugar y capacidad para expresarse e interactuar. Su inteligencia
emocional impregna, a lo largo de su jornada laboral, todo lo que piensa, dice,
calla y hace.
¿Conocemos los docentes la importancia de cuidar y potenciar nuestra propia inteligencia emocional? ¿Hablamos de ella? Miguela del Burgo lo hacía
constantemente. Al fin y al cabo, ella sabía que las cualidades de la persona
emocionalmente inteligente se llaman - se llamaron siempre- valores.
Sucede una cosa muy curiosa contigo, Miguela: no te has ido. Eso debe de ser lo que llaman "dejar un legado."
Te sigo queriendo y admirado mucho. Gracias.
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