Hace años, un alumno adolescente me miró a los ojos y me
preguntó con toda seriedad: “Todo este esfuerzo que me pides,
¿para qué sirve?”
Por
supuesto, hay una respuesta personal, ética: la apuesta por la formación
siempre es acertada. Sin embargo, yo sabía qué él necesitaría también algo tangible en el
futuro: seguridad, dignidad, empleo, posibilidades de crecimiento.
¿Para qué
sirve nuestro esfuerzo? Esta pregunta nos la estamos haciendo todos y va
dirigida a la gestión política. Quienes deben contestar ocupan el poder. La
respuesta tiene que ser socialmente efectiva y moralmente ejemplar. Solamente así
comprenderemos por qué nuestra aportación como ciudadanos consiste
en trabajo, sacrificio y, en demasiadas ocasiones, conformidad y silencio.
Me preocupa
mucho la desmotivación, ese mirar para otro lado o convertir todo en chiste. Me preocupan el pesimismo y la desesperanza. No son la misma cosa: el pesimista piensa que solo van a suceder cosas malas; al desesperanzado ya no le importa lo que pueda suceder.
Ambas actitudes son un peligro muy grave porque podrían derrotarnos como sociedad a la
manera de un virus, desde dentro.
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