Durante mucho tiempo, las
mujeres hemos tenido que entrar en un corsé
social que definía nuestra naturaleza. Así, la ineludible capacidad para dar a
luz y criar a los hijos se vio adornada con unas características propias que
pasaron a constituir la esencia del género femenino: la debilidad, la belleza,
la falta de iniciativa, la sumisión al varón. Nos llamaban el el sexo débil pero éramos en realidad el sexo debilitado.
Hoy estamos en una era diferente.
Para las mujeres de la sociedad occidental, el acceso al trabajo remunerado y
los avances de la medicina abrieron hace ya algunos años las puertas de un
cambio de paradigma. Aunque desde el final del siglo XIX se había desarrollado
un movimiento a favor de los derechos de la mujer, el canon del feminismo
moderno lo estableció en 1949 Simone de Beauvoir con su libro El segundo sexo. En él, la filósofa
francesa analizaba la perspectiva de las mujeres que empezaban a actuar en un
terreno, el de la industria y los servicios, tradicionalmente reservado a los
hombres. De Beauvoir denunciaba la dificultad de integrarse en este mundo
varonil con la educación tradicional “para señoritas”, y la necesidad de
enfrentarse a los mitos y prejuicios creados a imagen y semejanza de los
hombres. En El segundo sexo
argumentaba que las mujeres recibían en la sociedad la categoría excluyente de
“otras”, como una tribu llama “otros” a los extranjeros o a los completamente
diferentes. En el mundo de los hombres- afirmaba - las mujeres son “otras”,
extrañas que aceptan esta condición inferior. Por eso deben luchar por incorporarse
a la categoría “varón”. A partir de ese momento, el feminismo se empleó en
conseguir la igualdad en la categoría:
“otras” no, iguales.
Apoyándose en esta teoría, la aventura de la igualdad en la
categoría nos ha llevado a las mujeres muy lejos. Sin embargo, la segunda
década del siglo XXI puede ser buen momento para evaluarlo y reconocer que
hemos pagado por él un precio alto. Hemos aceptado que “iguales” quiera decir
incorporadas a los parámetros diseñados por y para los hombres, sin que tengan
que modificarse en absoluto. Hemos tolerado que la visibilidad y la influencia
de una mujer supongan ocultar aspectos que le son esenciales. El feminismo más
radical, además, con algo que podría denominarse “revancha por las culpas de la
historia”, nos ha animado a una guerra de sexos en la que el hombre ha llegado
a ser una pieza a abatir. Esta actitud excluyente es peligrosa para todos: lo
es para el proyecto vital de las mujeres y lo es para los hombres, con
frecuencia despojados de opinión ante muchas decisiones que les incumben.
Nuestro nuevo espacio precisa de espacio para ellos. Cuando el feminismo
desvincula a la mujer del hombre, choca frontalmente con la realidad de la
vida, en la que estamos juntos los dos sexos pese a quien pese. Y además, se convierte
también en un corsé.
Las mujeres occidentales, que asumimos responsabilidades
importantes en lo laboral y compromisos muy serios en lo personal, estamos situadas
en el centro de ambos extremos. Deberíamos ser las mujeres sin corsé. Sin
embargo, en realidad llevamos puestos los dos: el de la feminidad y el del
feminismo.
Hoy casi nadie se atreve a decir que muchas mujeres con alta
capacidad escogen opciones laborales poco ambiciosas porque no toleran el
diseño de los horarios. Estamos aplaudiendo como una conquista que la
maternidad, o la renuncia a ella, sea una decisión exclusiva de las mujeres -
de nuestro cuerpo se llega a decir –
sin reconocer que los hombres tienen responsabilidad sobre sus hijos y que
muchos quieren asumirla. Por el contrario, apenas denunciamos la pervivencia –
incluso el auge- de los peores estereotipos sobre las mujeres: el patrón del
“sexo débil”, del “bello sexo”, sumiso, desprotegido, menos inteligente,
plegado a los deseos del varón, dispuesto a servirle, obsesionado por parecerle
atrayente. Tan vigente resulta este esquema de género, que se muestra cada
tarde desde los programas de televisión y cada semana desde cientos de
revistas, muchas de ellas específicamente femeninas.
Y mientras las mujeres concretas intentamos ajustar nuestras
medidas particulares al corsé de la feminidad, al del feminismo, o a ambos a la
vez, las occidentales alcanzamos cotas de igualdad y de poder impensables hasta
hace apenas treinta años, justo cuando parece que las mejores conquistas del
feminismo retroceden.
Debemos comprender que nos movemos como un péndulo entre enormes
contradicciones porque estamos desmontando prejuicios atávicos y estableciendo
una nueva posición que nos obliga a hombres y mujeres a hacer un viaje, a recolocarnos en el espacio. Para liberarnos de
los dos corsés tenemos que empezar a
defender la igualdad en la diferencia. Ha llegado la hora de decir: somos otras que los hombres, sí, pero esta no
es una categoría personal diferente ni una clasificación por méritos sino una
vivencia insustituible, la de ser una mujer. Inevitablemente, el retrato del
hombre que camina junto a esa mujer también debe modificarse: no puede ser un
enemigo ni un tirano sino un aliado que también debe encontrar un lugar “a su
manera”. La masculinidad no es el
machismo sino, tal vez, su contrario.
Iguales en derechos y deberes, diferentes en la manera de encarar
la vida. Así es como debemos lograr que sea. Y definirlo para que perdure,
porque las más genuinas mujeres del siglo XXI son nuestras alumnas y ellas
deberán tener la posibilidad de hacerlo todo
como mujeres en un mundo en el cual esta condición, como la de ser hombre,
sea relevante en la intimidad e irrelevante en la proyección externa.
Iguales en derechos y deberes, diferentes en la manera de encarar
la vida. Así es como debemos lograr que sea. Para mí
una de las claves del futuro está en despojar a los valores de sus
características de género y verlos desde su verdadera dimensión: la personal.
Somos personas decididas, responsables, libres, sensibles, solidarias,
frágiles, vulnerables, limitadas, complejas. Hombres y mujeres.
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