La
violencia en el ámbito juvenil vuelve a ser noticia. Sin embargo, en los
claustros no la hemos comentado apenas. Tal vez para convencernos de que la
muerte de dos ancianos a manos de unos chiquillos no supone un motivo de
alarma. O tal vez porque a todos, al escuchar la noticia, se nos ha venido a la
cabeza ese alumno desafiante; ese que está durante muchas
horas del día – y de la noche- expuesto a la agresividad que mana desde mil
pantallas. “Me echo agua en la cara de madrugada para seguir despierto jugando
a la Play”- me decía ayer mismo un niño de ocho años. Los profesores no sabemos
cuándo se desborda el vaso, cuándo la sobredosis de violencia externa y soledad
interior muta el juego infantil en paranoia. Tampoco sabemos cuándo se olvidan definitivamente
las consecuencias de los propios actos, aunque convivimos con chicos que crecen
en una sociedad de actos sin consecuencias. Y al darles clase, al apuntar uno
cualquiera de los límites que la educación pone en la naturaleza del ser
humano, los percibimos sobreprotegidos por sus familias en lo banal y abandonados
en lo esencial.
¿Qué
puede hacer la escuela ante el tsunami de violencia que acompaña el desarrollo
psíquico de los niños? Algo y nada. Algo si comprendemos que la tarea principal
de los docentes es el “traspaso” del modo de empleo de la vida. Aunque se nos
apremie para subir puntos en PISA, la docencia es un encuentro personal en el cual
alumnos y maestros recorremos un camino ético. Así que ahí estamos, redoblando
las iniciativas a favor de la convivencia y la acción tutorial. Ahí estamos con
nuestros reglamentos de centro, embutiendo las fracciones entre
artículos de la Declaración de los Derechos Humanos.
Pero
no podemos hacer nada sin el aporte a la comunidad educativa de profesionales
de la psicología, la pedagogía terapéutica, la compensatoria. La crisis se ha
llevado la mayoría de los apoyos de los centros educativos. Los que quedan apenas
pueden acompañar a los alumnos con dificultades de aprendizaje, y para los que
tienen dificultades de relación con los demás queda solo el tutor, a cuenta de
su vocación docente. Por cierto, nunca se ha considerado que la psiquiatría
infantil deba tener sitio en la escuela.
No
podemos hacer nada sin una familia que se implique con responsabilidad en la
educación de los hijos. Esa familia también necesita apoyo de la sociedad:
mensajes educativos desde los medios de comunicación, menos banalidad, mejores
ejemplos públicos, menos violencia estructural. ¿Cómo hacer comprender a los
padres que la violencia es devastadora para la mente infantil?
Por
último, los centros no podemos hacer nada sin una buena política educativa.
Ahora se habla de resucitar una mesa para la convivencia escolar. Yo ya no creo
en las “mesas”. Se trata de reconocer la labor en las aulas, de otorgar a los profesores un rango de valor. Cuando los
gobernantes desacreditan la labor docente abren la puerta a una dinámica
perversa en la cual la sociedad no respeta, por tanto la familia no respeta, por
tanto el alumno no respeta.
Este
es un tema que debería preocuparnos mucho a todos. Me sumo a la reflexión del
director de cine Guillermo del Toro: “Si consiguiéramos que la infancia no
sufriera violencia y traumas durante una sola generación, el mundo cambiaría
completamente y tal vez para siempre.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario