Resulta que Madrid es la capital europea que cuenta con
más árboles. Sin embargo - y aunque notemos su presencia - no creo que la
mayoría de quienes vivimos aquí sepamos cómo se llaman, cuántos años tienen o
si dan fruto. Y es que en el ritmo vertiginoso de una ciudad se pierde un
tesoro, el aprecio por el valor de las cosas pequeñas.
Este defecto puede llegar a convertirse, si no tenemos precaución, en
un “mal de escuela”. Y no voy a hablar ahora de la naturaleza sino,
literalmente, de las cosas pequeñas hechas por las personas.
Los profesores vivimos rodeados de las pequeñas cosas cotidianas, de
las herramientas corrientes, de las actitudes de los niños y de sus
inquietudes. A diario convivimos con ellas pero no nos fijamos porque se han
hecho invisibles bajo la enorme capa de las cosas “trascendentales” – terminar
el temario o preparar la evaluación- en que nos ocupamos.
Sin embargo estas cosas pequeñas son las mejores manifestaciones de la
dignidad y la capacidad de la especie humana, e incluso sirven como motor de
confianza en la pervivencia de la humanidad. Las miradas, los gestos, los
rasgos de los niños, su creatividad ante un problema, sus dibujos, sus
regalitos agradecidos, aquello por lo
que ríen, lo que les emociona o disgusta… Todo forma parte esencial de la
belleza de la docencia. Son, aunque no nos demos cuenta, la fuente de la
juventud eterna de un maestro y la gasolinera de su vocación.
“Escribe cinco cosas buenas de cada uno de tus alumnos”, me retó una
vez ese gran psicólogo y gran hombre que es Javier Urra. Dicho así, parece
fácil. No lo es. Para mi vergüenza, y aunque sé las notas que sacan en los
exámenes, tal vez no los conozco lo suficiente.
La docencia está llena de pequeños momentos que vivimos a diario sin
darles valor alguno, como si fueran naturales. Pero son muestras de la
capacidad del ser humano para resolver problemas complejos, manifestaciones de
la inteligencia verdadera, que no es la acumulación de conocimientos - hoy los
tiene un ordenador - sino la intuición. Así que, antes de que llegue la
jubilación, tengo el propósito de gustarlas mejor, de valorarlas más, de mirar
con más afecto a los niños que me miran, de agradecer su disponibilidad para
creer lo que digo, para obedecer lo que mando. Para agradecer su confianza en
mí. Estoy hablando de trabajar más despacio, pararse para admirar el dibujo
sencillo, para escuchar una historia pequeña, cotidiana, tal vez insustancial
para mí pero tan trascendente para el niño. Y de paso, por qué no, pararme para
pensar en lo que hago y mirar cada día, uno por uno, a los ojos de todos, para
así educarlos con la sencillez de mi presencia.
Me propongo valorar un poco cada día la belleza de tantas cosas
pequeñas como pasan en mi clase.
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