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Bienvenidos a esta sala de profesores. Gracias por compartir conmigo las ganas de pensar sobre educación.



sábado, 13 de febrero de 2016

Educar en valores es educar


 
Educar es una de las experiencias más transformadoras y bellas de la vida pero también es un compromiso con la vida misma. En lo bueno y lo malo, en la riqueza y la pobreza, en la salud y la enfermedad somos el padre o la madre, la profesora o el maestro de otro ser humano. Por tanto, estamos para siempre vinculados a él. En cierto sentido, nos hacemos eternos a través de las personas a cuya educación contribuimos.

 Educar es transmitir el modo de empleo de la vida, dar a conocer las posibilidades de la inteligencia humana pero también del alma – los sentimientos - y del espíritu – la capacidad de juzgar, ejercer la fuerza de voluntad y decidir libremente-.

 La clave de la educación está en ayudar a nuestros hijos o alumnos a ser felices y capaces de hacer felices a los demás. El proceso equivale a mostrarles un camino, proveerles de buenas botas, cogerles de la mano los primeros tramos y apartarse después para que puedan hacer camino al andar. Las herramientas con las que se educa son el amor y el sentido común, y los ingredientes que forman parte del modo de empleo de la vida son, sin duda alguna, los valores.

 Sin embargo, es difícil explicar exactamente qué entendemos por valores. En términos económicos, el valor está ligado al precio y así podemos establecer que lo más valioso es lo más caro. Pero esto no es suficiente. ¿Cuánto pagaríamos por una familia unida o por un amigo leal? Es evidente que los asuntos propiamente humanos se desarrollan en otro terreno.

 


Los valores existen. Son cualidades positivas, reales y no relativas, y tienen por ello una dimensión objetiva. Pero es muy importante tener en cuenta que son relacionales, es decir, nosotros los captamos o no - los valoramos-  en una dimensión subjetiva que es esencial también. Son como las cualidades de un gran vino, que permanecen ocultas mientras no lo pruebe quien las sabe apreciar. O como el arpa de la rima de Bécquer, cuyas notas esperan la mano que sabe arrancarlas.

Desde que los antiguos griegos propusieron el concepto Êthos para definir el carácter, el sentido ético se considera parte esencial del hombre. La ética constituye y fundamenta nuestra personalidad, nuestros hábitos, nuestra predisposición para elegir en un sentido o en otro.

En el transcurso de la vida vamos formando nuestro carácter – es decir, somos cada vez más éticos-, y debemos construir, a partir de la educación recibida y con el esfuerzo propio, una manera de ser que nos permita avanzar con la moral alta y no desmoralizados. Altos de moral, es decir, controlando las circunstancias, dueños de nuestra vida, con los pies firmes y la frente alta. Con la moral del Alcoyano, si es que alguien recuerda esa vieja expresión. Forjar un buen carácter a partir de la herencia genética, la educación y la capacidad para superar ambas es, de hecho, la tarea de cada vida.

En esta dimensión resultan imprescindibles los valores positivos, las virtudes, aquello que los antiguos griegos llamaban la areté: una manera buena de ser. Poner en práctica las virtudes ayuda a realizarse como ser humano y ajusta la convivencia con los demás. Quien se mueve en una escala de valores positiva está apropiado de sí, es dueño de su vida, libre.

Y esto es así porque las virtudes  - que recibimos después de haberlas ejercitado, como nos recuerda Aristóteles - nos permiten empoderarnos, una bella y antigua palabra castellana que significa dar poder a las propias capacidades, el objetivo de una buena educación. Por eso educar en valores es educar, sencillamente. Debemos mostrar cuáles son los valores buenos porque para captarlos es necesario estimarlos, comprender su jerarquía y distinguirlos de los deseos y las preferencias. Debemos enseñar a valorar lo que verdaderamente sirve para vivir.

 


Sin embargo, tenemos que educar en una sociedad que busca la felicidad en el bienestar y no comprende que el sentido de las cosas importa aún más que la felicidad. Decía Heidegger: Ninguna época acumuló tantos y tan ricos conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época logró que este saber fuera tan rápida y cómodamente accesible. Y no obstante, ninguna época supo menos qué es el hombre.

 Es inevitable que nos preguntemos: ¿Quién educa en realidad? ¿Cómo debemos educar hoy?

 
 
 
La primera respuesta es sencilla. Todos los que estamos en contacto con un niño le educamos de alguna manera, pero no con la misma responsabilidad. El papel protagonista del proceso educativo es de los padres. Los hijos miran constantemente a sus padres, los aprehenden. Para crecer necesitan imitar e identificarse con unos modelos y eso es precisamente lo que la familia es para ellos. No nos debe extrañar que la juzguen en cuanto tengan capacidad para hacerlo.

 Los valores que la familia transmite son, inevitablemente, los que conforman su propio modo de empleo de la vida. Los hijos ponen a prueba la educación de los padres, pero también la capacidad de reflexión y la madurez, porque mientras ellos crecen se va llevando a cabo simultáneamente la tarea ética del adulto.

 

 


Además hay otros ámbitos educativos importantes. La adquisición de conocimientos, destrezas y valores de la convivencia social se lleva a cabo en la escuela. En cierto sentido, los profesores ejercemos sobre nuestros alumnos un liderazgo moral, y el liderazgo no es sino la voluntad constante de mejora… propia.  Sin embargo, para que este escenario importantísimo funcione bien, debemos procurar coherencia entre colegio y casa, sabiendo que la educación escolar complementa a la de la familia, no la suple. Por supuesto, también los medios de comunicación son emisores de mensajes educativos y a través de ellos entran en casa la mayoría de los valores que imperan hoy, pero ni siquiera su influencia, aunque tiene la fuerza de un titán, sustituye a la de la familia.

 

La segunda cuestión - ¿Cómo educar hoy?-  es más compleja. Todas las sociedades humanas se definen por su escala de valores y los que priman hoy en la nuestra no son empoderantes. Descritos brevemente, con ayuda de la profesora Adela Cortina, algunos de los valores más valorados en el momento actual son:

 
·        El “cortoplacismo”, la ausencia de un proyecto de futuro. Su paradigma es la tarjeta de crédito. Disfrute ahora y pague más tarde es uno de los mensajes que más escuchan los jóvenes. Nuestro dueño es el absoluto presente –carpe diem-. Decía Nietzsche: el hombre ya no es capaz de hacer promesas. Claro que no, puesto que las promesas necesitan tiempo para ser cumplidas. Y sin embargo, hacer una promesa y cumplirla es la única manera que tenemos de controlar la incertidumbre del futuro.

 
·        El individualismo. Pone en primer lugar la libertad negativa, es decir, entendida como independencia absoluta: “en mi perímetro hago lo que quiero y nadie interfiere”. Es una actitud que daña gravemente la convivencia. Nos gusta disfrutar de las ventajas de formar parte de una sociedad pero no asumimos las responsabilidades que conlleva. La imagen más elocuente es la casa donde hay un televisor y un ordenador en cada dormitorio y ya no hay turnos que esperar, ni nada que ceder, ni un espacio común para con-vivir. Nuestra cultura, llena de recursos comunicativos, en triste paradoja, nos aísla y nos hace  romper vínculos con los más cercanos a nosotros.

 
·        La ética “indolora”: se reclaman los derechos pero no se reconocen las  obligaciones. Y tampoco parece caber el respeto, la philia politike de los clásicos, una consideración hacia la persona que está frente a mí, sea quien sea, y que es independiente de las cualidades o los logros que admire en ella. Uno de los indicadores de la despersonalización de nuestro tiempo es precisamente que sólo cabe el respeto para lo que admiramos o estimamos.

 
·        La exterioridad, la incapacidad de reflexionar. Es una pérdida dolorosa. El auge de las religiones orientales, con sus técnicas de meditación, atestigua cuánto echamos de menos, sin saberlo siquiera, la dimensión interior. Para ser dueño de la propia vida hay que conocerse: ¿Quién soy yo? ¿Por qué hago lo que hago? Como diría el profesor Savater: las preguntas de la vida.

 
·        La competitividad, la autoestima fuerte, ciega, entendida como hacer más cosas y aguantar más tiempo, que se confunde con la libertad, la juventud o la modernidad. Y junto a ella, la experimentación de lo nuevo por lo nuevo, sin calcular las consecuencias, en la convicción de que la diversión y la felicidad están asociadas al consumo. Una estrategia de mercado bien disfrazada nos hace creer que el alcohol, las drogas, la sexualidad indiscriminada y la adquisición de la última moda son experiencias obligatorias. Esta valoración produce estragos en la salud física y mental de mucha gente joven y les hace olvidar que las personas felices tienen responsabilidades y compromisos.

 

·        El gregarismo, que no es sociabilidad sino inercia de seguir lo que todo el mundo haga o diga. Cada vez resulta más difícil distinguirse de la masa, de manera que las opiniones personales, si discrepan de lo políticamente correcto – ¿establecido por quién?- se mantienen ocultas, se sofocan. Aunque nunca del todo, claro está. En este sentido, las tecnologías de la comunicación están abriendo nuevas corrientes de opinión y participación en las que seguramente está el germen del futuro.

 
·        La falta de compasión, la dureza en los sentimientos. No nos damos cuenta de que compasión no es condescendencia de los que están bien con los que se encuentran mal, sino acompañamiento del otro en el sufrimiento y en la alegría. Además, como la compasión está unida a la justicia, estamos olvidando también que ésta es, en su origen, dar a cada uno lo suyo, no a todos lo mismo.

 

Para educar bien, es imprescindible mostrar a los niños y adolescentes aquellos valores que pueden fortalecer su personalidad. Nos encontramos:

 ·        frente al “cortoplacismo”, el proyecto personal, la apuesta por la propia vida, que exige compromiso y esfuerzo. Como decía Aristóteles: las personas disfrutamos poniendo en juego la mayor cantidad de facultades posible. La felicidad es una actividad.

Las claves están en la disciplina, que funciona como alimento de cualquier proyecto, y la fuerza de voluntad, el músculo necesario para afrontar los retos que la vida nos presenta.

¿Cómo se educa en estos valores? Aumentando el nivel de            exigencia, poniendo cada día frente a nuestros hijos o alumnos algunos pequeños retos personales, escalones adecuados a su estatura, cuyo premio sea la satisfacción de haberlos subido.

 


·        Frente al individualismo, el personalismo. Martin Buber lo explica muy bien: No existe otra manera de construir una comunidad en la que se equilibren justicia y libertad más que basándola en la relación de encuentro entre personas. Es el diálogo cara a cara, que justifica la posición erguida del hombre frente a las otras especies. La tolerancia y el respeto fundamentan este encuentro entre personas que debemos poner en práctica cada día.

 
·        Frente al gregarismo, la participación social. El hombre no sólo tiene voz para expresar el placer o el dolor; también tiene palabra, capacidad de buscar acuerdos. Ser gregario es lo contrario de ser social. Sentirse ciudadano quiere decir estar comprometido con buscar lo mejor para todos. El ejemplo de unos padres que se implican en su comunidad, el trabajo en grupo, ser responsable de pequeñas tareas, la solidaridad, la participación en actividades sociales, ayudan a educar en este valor. La generosidad, que ensancha la vida, y el esfuerzo por la paz serán nuestras claves también.

 


·        Frente al consumo desenfrenado, la austeridad. También en la manera de consumir mostramos nuestro compromiso vital. Ser austero en este tiempo es una elección porque estamos rodeados de estímulos que deciden por nosotros. No somos más libres ni más felices por malbaratar las cosas. La vida diaria de cada familia, la dinámica de cada aula, puede educar en este valor, indudablemente con el ejemplo.

 
·        Frente a la ética indolora, la exigencia de los derechos y también de las responsabilidades. Padres y profesores tenemos que establecer normas claras que enmarquen la convivencia desde el principio, como las tiene la sociedad en que los jóvenes van a vivir y como las tiene la inevitable relación con los demás. Ser responsable quiere decir escuchar los retos y las exigencias de la vida y responder a ellas. Pero sólo puede responder de sí mismo quien se gobierna.

     
·        La autoestima razonable, que reconoce los propios límites y es capaz por ello de potenciar lo mejor y aceptar lo menos bueno, de hacer más fuertes las propias capacidades y superar el desánimo que producen los fracasos. Para ella, el deporte es el educador por antonomasia pero también importa entender el verdadero significado de la belleza y del Arte. Ambos, deporte y arte, esperan algo más de protagonismo en nuestras aulas.

 
·        El fortalecimiento de los vínculos con la familia y con el entorno. Es imprescindible recuperar las obligaciones, la ob-ligatio que establece una vinculación con los demás y que nos liga a nuestra propia realidad personal. Para nuestros alumnos, una de estas obligaciones fundamentales es el esfuerzo ante el estudio, que deben entender como un compromiso ante su propia vida y ante la sociedad.

 
·        La recuperación de la interioridad, del “examen de conciencia”, que hace preguntas sobre uno mismo. No corras, ve despacio, que a donde debes ir es a ti sólo, escribía Juan Ramón Jiménez. Lectura y reflexión, pero también algún momento de silencio, de pantalla apagada, de diálogo tranquilo … Escuchar a los niños les enseña el valor de escucharse para encontrar su propia identidad.

 
Los valores empoderantes se alimentan unos a otros y nos permiten caminar cerca de la esencia del ser humano.  En ella se encuentran la consciencia de ser una persona única – “yo”- y poseer una vida singular, la libertad, y el sentido de la trascendencia para reconocer el misterio tremendo y fascinante que nos envuelve y es mayor que nuestras fuerzas.

 
Dicen que Francisco de Goya quería escribir en su epitafio: Aún aprendo. Seguramente, la inagotable posibilidad de aprender es el gran privilegio de cada ser humano. Educar bien a las próximas generaciones es nuestro reto y nuestra responsabilidad. Podemos aprender a hacerlo y podemos construir para nosotros mismos una actitud empoderante.

 


 

4 comentarios:

  1. De acuerdo con lo que dices! Tambien felicidades por tu novela, un poco triste, menos mal que termina bien... Eulalia se lo merecía!

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  2. Eres y seras la gran maestra ,has conseguido k mi Joni vuelva a la escuela con alegría siempre seras un ejemplo a seguir excelente persona y sobre todo gran luchadora siempre te kerremos y nunca olvidaderos todo lo bueno k has echo por nosotros te queremos con todo nuestro corazón y esperó k siempre tengamos contacto xq aunke no lo creas nos haces mucha falta liza mas a mi...grande Carmen Guaita

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  3. Gracias x todo .Carol,Joni,Idaira,Ángel

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  4. Gracias a vosotros por tanto cariño. Con tus niños siento que tengo la profesión más bonita del mundo. Un abrazo muy grande, Carol.

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