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lunes, 10 de junio de 2013

Benigno, el maestro






Una vez tuve el privilegio de pasar una tarde entera hablando con un viejo maestro gallego. Una persona inigualable, de silencios expresivos y de pensamientos que moraban a mil vivencias de profundidad.

Benigno García había dedicado la mitad de su vida a enseñar a leer a adultos, y la otra mitad a enseñar a leer a párvulos. Qué bien le comprendí mientras llamaba abrir los ojos al aprendizaje de la lectura y la escritura, porque se trataba de que él o ella averiguasen su verdad, viviesen la vida que estaba destinada verdaderamente para ellos. No se puede explicar mejor la trascendencia extrema de enseñar a alguien a leer y escribir, que es el gran honor del Magisterio.

Consciente de la importancia de esta tarea, evocaba a Sócrates. El gran filósofo - me explicaba - decía que de su madre, que era partera, había aprendido el oficio del pensamiento. Como la partera, el maestro puede ayudar al alumno a extraer la verdad que contiene dentro de sí. Y esto no es un tópico de la docencia sino una certeza.

En aquella tarde mágica, Benigno me permitió pensar además sobre todas las palabras que enmarcan la tarea educativa. Y es que la relación entre maestro y discípulo es un diálogo, por eso en el principio están siempre, siempre, las palabras.

Por ejemplo, las palabras dormidas que están escritas en los libros esperando a que alguien las descubra mientras se descubre a sí mismo: las palabras de la Ciencia, del Arte, de la Historia, del pensamiento, de la imaginación, de la creatividad del hombre.   
           
O las palabras despiertas. Son las que uno mismo dice o escribe conscientemente, para explicar su verdad. Las que permiten, como decía Benigno, ponerse en contacto con otras personas, o desarrollar un espíritu crítico en vez de tragárselo todo.

Pero hubo muchos más tesoros en la charla con Benigno. Me habló también de las palabras eternas. Son las que definen valores, por ejemplo, abnegación. Este valor le parecía importante. Él creía que un profesor abnegado es aquel que se vuelca con sus alumnos porque las personas le interesan. Me lo explicó estupendamente: Mi trabajo era mi vida y encontraba normal que en ella hubiera momentos de enormes satisfacciones y momentos de rutina. La relación entre los maestros y los alumnos dura mucho y es muy profunda. Él era abnegado sin darse la menor importancia, y feliz porque había apostado en el juego de la vida todas sus cualidades.

Benigno me acercó también a las palabras escondidas. Son las que malempleamos a veces, banalizándolas, pero poseen una enorme carga de esencialidad y contienen en sí mismas al hombre. Una de estas palabras preñadas de ser humano es Verdad. Benigno empleaba este vocablo con su profundidad original. Me impresionó mucho escucharle decir: tú vas con la verdad, tú te conoces a ti mismo bien, y te procuras lo que te conviene.  Porque la verdad es lo que nos conviene.

Cuando Benigno decía esto yo imaginaba cómo supo él mismo encontrar su verdad, caminando despacio hacia sí mismo, sin complacencias, tomándose su tiempo. En un maestro rural había un filósofo – y un hombre justo-  que intentaba vivir en la verdad sin el ruido ni la furia de tantos intelectuales con pretensiones. Así decía: Conocerse bien a uno mismo es la base de la felicidad para todos los seres humanos pero es absolutamente fundamental para un maestro.

Encontré también las palabras últimas, como adiós. Benigno decidió jubilarse el día en que, a pesar de intentarlo mil veces, comprendió que no encontraba la llave para acceder a un único alumno y no conectaba con él. Llegó a preguntarse si servía para la docencia y recordaba con mucho dolor su “insomnio de maestro”: No sé qué tiene esta profesión que la dificultad con un solo alumno te marca profundamente y la vives como un fracaso total aunque hayas tenido a cientos a los que has ayudado. Con un solo problema, ya no duermes.

Todos los profesores sabemos que este insomnio es frecuente y cierto. En la docencia se implican el cuerpo y el alma, hacen falta voz y  creatividad, manos e ideas. Por eso cuando el docente sufre, lo hace en cuerpo y alma también.

Parece una exageración que Benigno, después de treinta años de luz, llegara a preguntarse si servía para la docencia. Sin embargo, es una cuestión existencial y todos los profesores llegan a planteársela al menos una vez en la vida.  En “servir para esto” se esconde una tremenda exigencia ética que comparten solamente las profesiones en las cuales no servir supone dañar a personas. Comprendí aquella tarde, desde la profunda emoción, que Benigno siguiera dando vueltas a lo que pudo fallar en su relación con aquel único muchacho. Recordé las veces que yo no he encontrado la llave para acceder a alguno de mis propios alumnos y no pude consolarle.

Por último, Benigno me acercó a  las palabras de amor, como gracias. Su balanza estaba rebosante del agradecimiento de cientos de personas. Contábamos con el respeto y el afecto de los alumnos, y eso era profundamente humano, me decía. Es hora de que los profesores vuelvan a escuchar de nuevo estas palabras.

Cuando cayó la tarde y tuve que despedirme, me quedaba claro que debemos conservar vivas la mirada que personifica, la certeza del valor de la profesión docente y por supuesto las palabras.

Una buena profesora, un buen profesor son como árboles inmensos, y el hueco que dejan cuando deciden marcharse es imposible de llenar. Este curso se han jubilado muchos. A todos ellos, gracias.





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