Una vez tuve el privilegio de pasar una tarde
entera hablando con un viejo maestro gallego. Una persona inigualable, de
silencios expresivos y de pensamientos que moraban a mil vivencias de
profundidad.
Benigno García había dedicado la mitad de su
vida a enseñar a leer a adultos, y la otra mitad a enseñar a leer a párvulos. Qué
bien le comprendí mientras llamaba abrir
los ojos al aprendizaje de la lectura y la escritura, porque se trataba de que él o ella averiguasen su verdad, viviesen la vida que estaba
destinada verdaderamente para ellos. No se puede explicar mejor la
trascendencia extrema de enseñar a alguien a leer y escribir, que es el gran
honor del Magisterio.
Consciente de la importancia de esta tarea, evocaba
a Sócrates. El gran filósofo - me
explicaba - decía que de su madre,
que era partera, había aprendido el oficio del pensamiento. Como la partera, el maestro puede ayudar
al alumno a extraer la verdad que contiene dentro de sí. Y
esto no es un tópico de la docencia sino una certeza.
En aquella tarde mágica, Benigno me permitió
pensar además sobre todas las palabras que enmarcan la tarea educativa. Y es
que la relación entre maestro y discípulo es un diálogo, por eso en el
principio están siempre, siempre, las palabras.
Por ejemplo, las palabras dormidas que están escritas en los libros esperando a
que alguien las descubra mientras se descubre a sí mismo: las palabras de la
Ciencia, del Arte, de la Historia, del pensamiento, de la imaginación, de la
creatividad del hombre.
O las
palabras despiertas. Son las que uno mismo dice o escribe conscientemente,
para explicar su verdad. Las que permiten, como decía Benigno, ponerse en contacto con otras personas,
o desarrollar un espíritu crítico en vez
de tragárselo todo.
Pero hubo muchos más tesoros en la charla con Benigno. Me habló
también de las palabras eternas. Son
las que definen valores, por ejemplo, abnegación. Este valor le parecía
importante. Él creía que un profesor abnegado es aquel que se vuelca con sus
alumnos porque las personas le interesan. Me lo explicó
estupendamente: Mi trabajo era mi vida y encontraba normal que
en ella hubiera momentos de enormes satisfacciones y momentos de rutina. La relación entre los maestros y los
alumnos dura mucho y es muy profunda. Él era abnegado sin darse la
menor importancia, y feliz porque había apostado en el juego de la vida todas
sus cualidades.
Benigno me acercó también a las palabras escondidas. Son las que
malempleamos a veces, banalizándolas, pero poseen una enorme carga de esencialidad
y contienen en sí mismas al hombre. Una de estas palabras preñadas de ser
humano es Verdad. Benigno empleaba este vocablo con su profundidad original. Me
impresionó mucho escucharle decir: tú vas
con la verdad, tú te conoces a ti mismo bien, y te procuras lo que te
conviene. Porque la verdad es lo que nos
conviene.
Cuando Benigno decía esto yo imaginaba cómo supo
él mismo encontrar su verdad, caminando despacio hacia sí mismo, sin
complacencias, tomándose su tiempo. En un maestro rural había un filósofo – y
un hombre justo- que intentaba vivir en
la verdad sin el ruido ni la furia de tantos intelectuales con pretensiones. Así
decía: Conocerse bien a uno mismo es la
base de la felicidad para todos los seres humanos pero es absolutamente fundamental
para un maestro.
Encontré también las palabras últimas, como adiós. Benigno decidió jubilarse el día
en que, a pesar de intentarlo mil veces, comprendió que no encontraba la llave
para acceder a un único alumno y no conectaba con él. Llegó a preguntarse si
servía para la docencia y recordaba con mucho dolor su “insomnio de maestro”: No sé qué tiene esta profesión que la
dificultad con un solo alumno te marca profundamente y la vives como un fracaso
total aunque hayas tenido a cientos a los que has ayudado. Con un solo
problema, ya no duermes.
Todos los profesores sabemos que este insomnio
es frecuente y cierto. En la docencia se implican el cuerpo y el alma, hacen
falta voz y creatividad, manos e ideas.
Por eso cuando el docente sufre, lo hace en cuerpo y alma también.
Parece una exageración que Benigno, después de
treinta años de luz, llegara a preguntarse si servía para la docencia. Sin
embargo, es una cuestión existencial y todos los profesores llegan a
planteársela al menos una vez en la vida.
En “servir para esto” se esconde una tremenda exigencia ética que
comparten solamente las profesiones en las cuales no servir supone dañar a
personas. Comprendí aquella tarde, desde la profunda emoción, que Benigno siguiera
dando vueltas a lo que pudo fallar en su relación con aquel único muchacho. Recordé
las veces que yo no he encontrado la llave para acceder a alguno de mis propios
alumnos y no pude consolarle.
Por último, Benigno me acercó a las
palabras de amor, como gracias. Su balanza estaba rebosante del
agradecimiento de cientos de personas. Contábamos
con el respeto y el afecto de los alumnos, y eso era profundamente humano, me
decía. Es hora de que los profesores vuelvan a escuchar de nuevo estas
palabras.
Cuando cayó la tarde y tuve que despedirme, me
quedaba claro que debemos conservar vivas la mirada que personifica, la certeza
del valor de la profesión docente y por supuesto las palabras.
Una buena profesora, un buen profesor son como
árboles inmensos, y el hueco que dejan cuando deciden marcharse es imposible de
llenar. Este curso se han jubilado muchos. A todos ellos, gracias.
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