Hace
ya más de cuarenta años, un minero llamado Teófilo Mediano que había pasado
casi toda su vida bajo tierra, en un pozo oscuro y asfixiante al que tenía que
bajar a diario, encontró entre el carbón una pequeña veta de oro.
Con
ella, y con mucho esfuerzo, Teófilo Mediano empezó a trabajar ya a plena luz,
como autónomo. La época era favorable y se enriqueció.
Como
era un hombre de escasa cultura, el dinero deslumbró a Mediano más que la
libertad. Pasó de vivir en su casita a una mansión e incluso se atrevió a
comprar para su familia un título nobiliario – marqués de Medianías- que le permitía
codearse, aunque guardando las distancias, con lo más granado de la nobleza
europea. Pero no se le ocurrió leer ni un libro. Para qué si le iba tan bien a
pesar de la ignorancia.
Teófilo
murió de desorientación hace veinte años. Felicísimo, su hijo, heredó el título
y la fortuna, ambos menos lustrosos de lo que parecían. Felicísimo, inculto
como su padre, despreciaba el origen de su familia y pronto lo olvidó.
Como marqués
de Medianías, se dedicó a viajar por el mundo en un jet privado que apenas
podía mantener, y pidió créditos para llenar sus armarios de zapatos ingleses,
sin invertir en nada, sin conservar su patrimonio, sin leer ni un libro.
Preso
de la locura de las apariencias, taló los árboles de su jardín para construir
pabellones de invitados, y cada vez que en su casa se estropeaba una tubería,
la cubría con molduras doradas para no tener ni que arreglarla ni que verla.
Hace casi
cuatro años, los severos inspectores de su banco anunciaron a Felicísimo
Mediano que sus cuentas se encontraban en números rojos y tenía que ajustar el
presupuesto.
El
marqués echó un vistazo rápido a lo que le rodeaba: una mansión con dorados y
sin desagües, con casitas pero sin árboles; un avión sin gasolina; un frac para
acudir a fiestas a las que ya no le invitaban…
Y como tenía el sentido de las prioridades atrofiado por la falta de
uso, y su inteligencia había estado siempre en barbecho, decidió mantener la
ropa en el armario y el jet en el hangar y, para disminuir gastos, comenzó una
dieta estricta.
Los
banqueros han seguido apretando y hace ya tres meses que el Marqués de
Medianías dejó completamente de comer. Y en eso sigue, no sé hasta cuándo.
España
se parece a Felicísimo Mediano.
Somos
un país de gente inteligente que no cultiva su inteligencia y por eso nuestros gobernantes
– ahora y siempre- pueden tomar
decisiones importantes sin dar razones a los ciudadanos, con potestas pero sin autoritas.
A
causa de ese sustrato de incultura, nos hemos dejado deslumbrar por la aparente
riqueza y no hemos establecido bien las prioridades. Claro que para hacerlo es
necesario el proyecto, la visión de lo que uno quiere llegar a ser. Tampoco confiamos en la fuerza de la
asociación y seguimos tan individualistas como siempre, mientras nuestra
mansión se reconvierte en caseta de mina.
Ahora,
como le sucede al marqués de Medianías, vamos a dejar de alimentarnos. Acumulamos
todos los recortes presupuestarios posibles sobre la educación sin comprender
que la educación y la cultura son nuestra única esperanza, nuestro único
alimento.
El
Gobierno ha anunciado un recorte más para el sistema educativo, cuya cuantía es
casi inimaginable. Se añade a los
que ya se han producido en los últimos años y al de los presupuestos generales
del Estado. Con seguridad, tendrá graves consecuencias no
solo para las condiciones laborales de los docentes sino para la atención de
calidad a los alumnos y los programas de
mejora de los centros. Además, al sumarse a la congelación de la oferta de
empleo público, desembocará sin remedio en la pérdida del puesto de trabajo de
miles de profesores interinos.
Es
imperdonable que a los docentes nos lleguen estos recortes con los sueldos
tiesos desde hace una década, sin Estatuto Docente que contemple los mínimos y
máximos de nuestra profesión y nos proteja de los vaivenes de las primas de
riesgo. La inexistencia del Estatuto permite a las administraciones públicas
improvisar con las jornadas, salarios, derechos y obligaciones de los docentes,
ofertar empleo mirándose de reojo unas a otras y prodigar las ocurrencias
legislativas.
Pero
además, con la perspectiva de hoy, es imperdonable que quienes pudieron hacer
reformas en el sistema educativo para mejorar su calidad no las hicieran. Es
imperdonable haber aguantado durante un decenio la sangría del abandono escolar
sin poner en marcha medidas serias. Y no haber conseguido un Pacto por la
Educación.
Y por supuesto, causa estupor seguir escuchando
los comentarios de políticos que lesionan la profesionalidad docente, cuando el trabajo de los profesores puede ser,
en ocasiones, mucho más difícil de desempeñar que el de los ministros.
Nos
alejamos de las reformas para mejorar la calidad y ni siquiera nos queda dinero
para cubrirlas con molduras doradas. Quisiera pensar que aún tenemos tiempo para
rectificar y apreciar lo que de verdad importa, pero es difícil hacerse
ilusiones. Aún así, mantengo, aunque con altibajos, la esperanza de que alguna
vez dejemos de vivir “a lo marqués de Medianías”.
Muy buena la historia como metáfora de la situación actual.
ResponderEliminar