Como
a muchos, me resulta difícil asimilar que, después de un año de inmenso
esfuerzo y sacrificio en los centros educativos, afrontemos una quinta ola de
COVID 19 a causa de unos bachilleres en viajes de fin de curso cuyas
imprudencias estaban programadas de antemano y fueron conocidas, aceptadas y
pagadas por sus familias. Es como si a jóvenes que van a entrar en la mayoría
de edad legal no se les pudieran pedir renuncias porque les provocaríamos una
rabieta. Pero no estamos solos en esto; se trata de una tendencia que comparten
todas las sociedades avanzadas.
Un
informe publicado recientemente por la revista médica británica The Lancet
titulado The age of adolescence ha situado la nueva edad de
término de la adolescencia en… ¡los 24 años! Confirma además que las primeras
experiencias adolescentes llegan a través de Internet a la vida de los niños y
niñas aproximadamente a los diez años, por lo cual la etapa de la adolescencia
aumenta su duración hasta una longitud insólita hasta ahora en la historia de
la humanidad, en la cual siempre fue una transición, a veces breve, a la vida
adulta. El estudio afirma literalmente: “La pubertad más temprana ha acelerado
el inicio de la adolescencia en casi todas las poblaciones, mientras que
también el retraso en su finalización ha elevado la edad de término a más allá
de los 20 años. Paralelamente, el retraso en el momento de las transiciones de
roles, incluso la finalización de la educación, el matrimonio y la paternidad,
continúa desplazando las percepciones populares de cuándo comienza la edad
adulta”.
Así
que los jóvenes de dieciocho años de hoy pueden adoptar actitudes y hábitos que
tal vez corresponden a los doce nuestros y de nuestros padres. Ya estamos
observando cómo, imperceptiblemente, muchos retrasan la consecución del carnet
de conducir, porque ya no les apetece lograr ese antiguo rito de paso. Por
supuesto, el gran rito de paso a la vida adulta, que es el empleo y por tanto
la independencia económica, se ha retrasado casi una década, y esto ya es parte
de la construcción social y no de la voluntad particular de nuestros hijos.
Pero si es verdad que la escasa y precaria oferta de empleo no les ayuda,
también lo es que nosotros mismos catalogamos como “todavía joven para tener
hijos” a una pareja de treintañeros en la que ambos trabajan.
El
retraso del final de la adolescencia marca ahora una nueva etapa de la vida,
entre los 18 y los 29 años, que se denomina “la adultez emergente”. Viene
marcada por la dilatación temporal de la dependencia familiar pero, a pesar de
ella, me parece muy importante- e incluso vital para el futuro como sociedad-
que sepamos exigir a la gente joven el cumplimiento de sus responsabilidades.
Siempre
con el apoyo de su familia, deben comprender que sus acciones tienen
consecuencias y que ellos- protagonistas de su vida- son quienes han
de empeñarse en resolver sus problemas. El sentido común debería prohibirnos a
los padres, por ejemplo, ir a pedir una revisión de examen a un profesor de
bachillerato, hacer cola para la matrícula universitaria mientras los
interesados duermen- estampa común en estos días de julio- o acompañarlos hasta
la misma puerta en una entrevista de trabajo. Es cosa suya. Tienen derecho a
asumirla.
La
adultez emergente puede terminar convirtiéndose en un cascarón irrompible. Me
preocupa.
[1] Sawyer
et alia, The age of adolescence. The Lancet, 2018.
https://www.thelancet.com/journals/lanchi/article/PIIS2352-4642(18)30022-1/fulltext
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