Mi
abuelo Manuel, a quien siempre llamé Papá Lolo, era astrónomo. Trabajaba
como asistente de los astrónomos jefes en el Observatorio de San Fernando, que
preside con su cúpula dieciochesca aquella zona de la bahía de Cádiz. Por
supuesto, dominaba las matemáticas y durante la guerra civil se ocupó en desentrañar
los códigos numéricos con que estaban cifrados los mensajes. Una mañana de
marzo del año 1938, aquellas fórmulas desvelaron la noticia del hundimiento de
un gran barco, el crucero Baleares. Había sido torpedeado durante la batalla del Cabo de Palos y setecientos
ochenta y cinco de los mil miembros de su tripulación habían muerto. Entre
ellos, casi todos los marineros, que eran naturales de San Fernando y la bahía.
Demudado, trasladó el mensaje al Estado
Mayor, que le ordenó secreto absoluto. Y tuvo que permanecer en silencio durante
tres semanas mientras las madres y las novias de aquellos muchachos- que eran
sus vecinas- hablaban esperanzadas del regreso. Él se cruzaba a diario con
aquellas mujeres, huérfanas ya de hijos, a quienes impulsaba cada mañana el
anhelo de volver a verlos. Y su corazón de hombre bueno se consumía en la llama
negra de aquel secreto.
Durante
muchos veranos de mi infancia, cuando nos sentábamos después de cenar a la
fresca del patio, mi abuelo recordaba esa historia. Y siempre, siempre, lloraba
al contármela. Las lágrimas de Papá Lolo me enseñaron lo terrible, lo inhumana
que es la violencia; lo terrible, lo inhumana que es la guerra.
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