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martes, 16 de abril de 2019

Notre-Dame






Año tras año he narrado a mis alumnos, como ejemplo de motivación, la historia de ese tallador de piedra del siglo XII que realizaba un trabajo durísimo con una canción en los labios, y cuando le preguntaban por qué estaba tan contento respondía: “Estoy construyendo la catedral de París”.

Ahora comparto con todos la consternación ante el incendio de Notre- Dame. He llegado a preguntarme por qué sentía un dolor tan profundo, y me parece que es porque, al perder Notre-Dame, hemos perdido también las vidas de miles de seres humanos. En esa catedral estaban sus sueños, sus símbolos, sus huellas, su alegría, su dolor, su fe. Por eso era tan bella.

Sentir algo que es de todos como muy nuestro, recordar cuándo y con quién se visitó por primera vez, reconocerlo entre mil imágenes, amarlo. Notre- Dame era un símbolo de lo mejor que Europa ha aportado a la humanidad, y de lo mejor que ha hecho la humanidad por sí misma. Eso debe de significar la expresión “patrimonio universal”.

Algo nos dice que esa aguja neogótica, que hemos visto caer con horror tantas veces desde las pantallas, simboliza un mundo que desaparece.
La catedral de París se reconstruirá más moderna, ignífuga, pero no se recuperarán las huellas perdidas. Novecientos años de historia son muchos años. Tal vez hoy las lágrimas por Notre-Dame lo son por nosotros mismos.

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Sí, yo también he comenzado a releer a Víctor Hugo. 

"Se cumplen hoy trescientos cuarenta y ocho años, seis meses y diecinueve días desde que despertara a los parisienses el vuelo ruidoso de todas las campanas..."


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