La repetición de curso es una de las más graves
decisiones que el docente ha de afrontar durante su trayectoria profesional,
por las enormes consecuencias que desencadena en la vida de un alumno. Y es que
profesores y familias estamos obligados a acertar.
En los últimos años, la repetición de curso se ha
convertido en un recurso común. Bajo su bandera, se han enrolado desde el mal
comportamiento hasta las ratios escolares. A día de hoy, nuestro índice de
alumnos repetidores es incomprensible y alarmante. Numerosos estudios han
analizado ya su falta de efectividad. Por eso importa entender en profundidad
qué significa y para qué sirve.
Imbuidos de fe en la psicología evolutiva, padres y
docentes estamos convencidos de que una persona se desarrolla en etapas
cerradas, de manera que solo alcanzando los objetivos de una se puede llegar a
la siguiente. Por eso hemos impuesto el retrato de una infancia que parte de
cero y va alcanzando progresos como quien sube escalones, con pautas que deben
superarse para alcanzar la etapa siguiente. Así, hemos llegado a considerar
patológico todo desarrollo más rápido o más lento que el establecido y diagnosticamos
síndromes y disfunciones cuando el comportamiento de los niños no se adapta al
estándar escrito. Al convertir la construcción personal en una escalera, damos
por hecho también que llega a una cima. Y las programaciones escolares, los
contenidos, criterios de evaluación e indicadores de aprendizaje se establecen
a partir de esos estándares.
Los educadores, sin embargo, estamos obligados a
saber que cada alumno es una persona plena en su individualidad, única en su
visión, viva en su actualidad. ¿Cuál sería el lugar de la repetición de curso
en este contexto? Pues una decisión a tomar desde la certeza de que un niño o
una niña precisan de un periodo de maduración previo a la adquisición de
determinadas competencias académicas.
También nos desenfocan las constantes evaluaciones. Se ha llegado a
convertir un instrumento de reflexión, encaminado a buscar soluciones de
mejora, en un objetivo en sí mismo. Y si la evaluación es un fin y no un medio, el profesor pierde el control sobre el sentido
de su trabajo y el alumno se cosifica.
Las calificaciones escolares no pueden importar más
que los procesos o que los efectos de la educación sobre el progreso personal
de los alumnos. Los docentes
somos profesionales capaces de amplificar no el “capital humano” sino el capital del humano: el conocimiento y la
cultura. En este contexto, la repetición de curso no puede ser algo parecido a
un hangar: “espera aquí hasta que alcances el aprobado”. El progreso de cada
alumno se cimenta en la atención a sus capacidades específicas, y solo desde ese
punto, con la presencia de todo el apoyo que sea necesario, puede lograrse
plenamente.
La repetición de curso
debería ser un tratamiento a medida de cada persona concreta, encaminado a desarrollar
sus posibilidades. Debemos tener presente que en nuestras aulas hay quienes,
tal vez durante el periodo de un año lectivo, afrontan dificultades personales
tan grandes que a cualquier adulto lo dejarían fuera de combate. Esos niños no
necesitan volver a comenzar un curso - con la sensación de fracaso que
conlleva- sino dilatar el tiempo de los aprendizajes con apoyo, tutoría
personal, mano tendida y acompañamiento.
Ahora bien, para que esta
certeza no se diluya en el océano del buenismo, deben ponerse en juego
muchos recursos humanos. La innovación metodológica, la atención
individualizada, la entrada de distintos profesionales en el aula, el desdoble
de grupos, la presencia de profesores de educación compensatoria y de apoyo son
esenciales para que la repetición deje de ser el único medio de afrontar una
necesidad educativa.
Y esa palabra ya no la
puede pronunciar la escuela. Estamos esperándola.
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