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martes, 7 de julio de 2015

El tiempo en el centro educativo


¿Alguna vez has saboreado con tus alumnos una película de Chaplin?
 
Ser profesor es una tarea difícil y en la que se trabaja mucho. Me gusta decirlo alto y claro porque siempre me ha dolido el tópico de la buena vida y las vacaciones interminables de los docentes. Enseñar no es solo atender a los alumnos y mantener el discurso pedagógico sin desconcentrarse durante muchas horas al día; siempre hay documentos que revisar, lecturas por hacer, problemas que solucionar, relaciones que mejorar, padres y madres a los que citar, correcciones de exámenes y ejercicios, preparación de las clases, cursos de perfeccionamiento… Y por supuesto, siempre nos acompaña la burocracia como odiosa compañera de viaje. Una vez hice un recuento del papeleo que asfixia nuestro ejercicio profesional, y me salió una lista que copio en párrafo aparte por si a ustedes se les agota la paciencia y la quieren omitir:

“La Programación General Anual, el Plan de Acción Tutorial, la ficha individualizada de cada alumno y la ficha general de cada grupo por aula, la programación de actividades de acogimiento, la programación anual de aula, la documentación trimestral para la entrevista general con familias y para la entrevista personal con cada familia, las actas de las reuniones de ciclo o departamento, de la Comisión de Coordinación Pedagógica y de la Comisión de Evaluación, las fichas de evaluación individual y global, el informe de evaluación trimestral individual y global, el informe de evaluación anual individual y global, la  programación personalizada de alumnos con refuerzo educativo, los partes e informes disciplinarios, las medidas, pautas, seguimiento y control de las entrevistas con padres, la ficha personalizada de alumnos con adaptación curricular significativa y no significativa, la documentación individualizada demandada por los equipos de Orientación y Equipos de Atención temprana, la programación previa y la justificación de las actividades extraescolares, el acta de cada reunión con los equipos de orientación y de atención temprana, reuniones del Consejo escolar, revisión, aportación de documentos e informes de los miembros de la comunidad escolar, la Memoria Final de curso por tutoría, ciclo, departamento y comisión pedagógica, la evaluación de centro, el Plan de Acción Tutorial… Los institutos de Secundaria deben cumplimentar cada año el DOC, el Reglamento de Organización y Funcionamiento, el Proyecto Educativo, el Plan de Acción Tutorial, el Plan General Anual, Plan de Prevención de Riesgos Laborales, atención psicopedagógica, y cinco o seis documentos más, la mayoría de los cuales deben ser tramitados por el Consejo Escolar, la Comisión de Coordinación Pedagógica, el Claustro de Profesores, etc. Las administraciones educativas envían papeles y exigen papeles, informes, actas, registro de toda actividad en el aula… Los equipos directivos completan a diario datos de planificación, estadísticas o inventarios, proyectos, memorias, peticiones...”

La burocracia en el sistema educativo es tanta y tan ajena a la realidad cotidiana del aula que sorprende. Es verdad que los sistemas educativos occidentales se han organizado históricamente alrededor de un modelo burocrático: una función enmarcada en un desarrollo normativo. Sin embargo, desde hace unas décadas, una superestructura legalista ahoga a los claustros y produce la sensación de que importa más que los alumnos. Hoy un profesor está obligado a informar por escrito sobre el menor de sus pasos y a priorizar - en las horas no lectivas - la elaboración de documentos sobre la atención directa a los alumnos. El papeleo obedece a una tendencia que ha ido en aumento: la del control administrativo de la enseñanza. Todo lo que se hace en el aula debe estar controlado, supervisado, registrado, no como garantía de calidad de las prácticas educativas sino como demostración de fuerza de la propia administración. En la práctica, esto constituye un freno a la creatividad. Los docentes se han resignado a ser vistos como ejecutores de leyes educativas y se han acostumbrado a sentir la desconfianza de las familias hacia su profesionalidad.

Nadie ha demostrado para qué sirve esta avalancha burocrática. Por el contrario, conozco a profesores desbordados que, para cumplimentar informes, restan tiempo a la preparación de sus clases. Agentes de una de las profesiones más creativas, están obligados a ceñirse a programaciones cerradas y no tienen apenas espacio para la imaginación. Recuerdo a una extraordinaria profesora de Historia que me contó una vez, desolada, que no pudo acudir con sus alumnos a una interesante exposición inaugurada en el mes febrero porque la programación anual estaba cerrada desde septiembre. Es una experiencia común a muchos profesores. Sin embargo, la autonomía, la creatividad, la flexibilidad, la adaptación a las circunstancias concretas de los alumnos y a las posibilidades que ofrece la actualidad cotidiana son los grandes valores de la docencia. Cuando se pueden llevar a la práctica, aumenta la motivación porque desarrollar la vocación mejora la aptitud. Y lo que marca la calidad de una institución escolar no son los documentos sino el esfuerzo, la creatividad y la dedicación de las personas que la constituyen.

De ahí que el manejo de los lapsos temporales se ha convertido en una habilidad imprescindible para los profesores porque hoy son las agujas del reloj quienes ordenan nuestras actividades. Como me dijo el maestro José Santalla cuando tuve el honor de entrevistarle para el libro “Memorias de la pizarra”: “Esa cantidad de tareas que tienes que interrumpir desde que llegaron los timbres…”

En la mitología griega, el dios Cronos devoraba a sus hijos. Mucho me temo que hoy lo sigue haciendo. A qué negarlo, los timbres mandan. Para los profesores, Cronos es el calendario del curso, la programación escolar, el horario lectivo, el temario que se debe terminar, el apremiante libro de texto, el cambio de clase, la entrada del siguiente profesor que te deja con la palabra en la boca, la pila de documentos pendientes. Para los alumnos, la dificultad para ajustar sus propios tiempos y paladear los aprendizajes. Hay muchas cosas que mejorar en la enseñanza y la mayoría están relacionadas, precisamente, con el tiempo que se dedica a las cosas y el orden de prioridades en que se han situado. Me gustó escuchar, en una conferencia inaugural del Congreso Educared, al gran Ferrán Adriá afirmando que la solución a la falta de recursos es la creatividad y exponiendo para ella esta receta: “pasión por lo que se hace, riesgo, afán por compartir, tiempo y libertad.” Los docentes ya ponemos la pasión, las ganas de compartir y el riesgo. Para ser plenamente creativos necesitaríamos un poco más de tiempo y libertad.

He preguntado a algunos docentes sabios y me han dado consejos para paliar los destrozos de la planificación del tiempo en la actividad cotidiana de clase. Se refieren a la organización  personal, que es la mayor fortaleza contra los envites del reloj.

El primer consejo es elaborar un plan de tiempo porque a veces los profesores tampoco estamos en clase. Para ello es necesario invertir un par de días en observar los propios hábitos. Tomar nota de los momentos en que se pierde el tiempo o se realizan actividades poco productivas es el primer paso para corregir errores. Por ejemplo, cuánto tardamos en revisar los deberes y mandar los del día siguiente; cómo apaciguamos la clase y si podríamos hacerlo de otra manera.... Se trata de encontrar las “fugas de tiempo”.  Entre ellas, una de las más comunes es la búsqueda de los materiales necesarios para cada clase. Me han recomendado organizar nuestro entorno de trabajo por áreas, con un esfuerzo cotidiano porque todo esté en su lugar, desde nuestra mesa a las carpetas de documentos. Rotular, separar por categorías, deshacerse de lo inservible y archivar lo exitoso son reglas útiles.

Nos recomiendan también ejercitar la disciplina. Muchos docentes se niegan a llevar una agenda diaria, otros improvisan su rutina y así terminan haciendo cosas que no eran necesarias y omitiendo las realmente importantes. A pesar de que criticamos la falta de atención de los estudiantes, a los profesores también les cuesta centrarse en una actividad y terminarla sin distracciones. Y conviene una pizca de autocrítica: una cosa es la creatividad y otra muy distinta las ocurrencias. Ser creativo es pensar los problemas de manera nueva; ser ocurrente es moverse como una hoja en otoño.

Es positivo llevar una agenda. Mantener en ella una lista de tareas pendientes y registrar cada cosa que va terminando a medida que pasa el día. Esto puede servir de estímulo y de recordatorio pues a veces las tareas que se posponen se quedan sin hacer más por falta de organización que por escasez de tiempo. Además, debemos mantenerla limpia, es decir, evitar que incluya tareas no esenciales. Muchas veces los profesores, por falta de organización, repetimos actividades sin necesidad, o desaprovechamos las guardias y luego tenemos que llevarnos trabajo a casa. Puede ser útil priorizar las tres cosas más importantes que deben hacerse cada día y mantenerse en ese plan.

Es importante también a repensar las rutinas y saber por qué motivo actuamos. Una antigua sentencia puede servirnos como lema: Si no me sirve para crecer, dejo de hacerlo; si no llena mi alma de nuevos aprendizajes dejo de leerlo; si no me hace mejor, dejo de mirarlo.

Por último, debemos aprender a delegar en los alumnos, fomentar su autonomía en todo lo que puedan hacer y aceptar su ayuda cuando la brinden. El complejo de omnipotencia docente es una buena fuente de estrés.

Por supuesto ni el profesor más organizado puede combatir en solitario la tiranía de las programaciones y los horarios, pero una escuela entera que tuviera el propósito de potenciar el valor del tiempo presente sí podría hacerlo. Ya lo hacen las comunidades de aprendizaje, las escuelas colaborativas, los centros que elaboran sus propios textos, los que enseñan por proyectos, los que han instaurado bancos de tiempo…

Algunos factores que pueden aumentar la calidad del tiempo educativo en un centro son:

·        Comprender que la unidad de funcionamiento es el centro y no el aula.

·        Compartir los planteamientos pedagógicos. Por supuesto, requiere un mínimo de estabilidad en la plantilla.

·        Implicar de manera positiva y organizada, con objetivos claros, al mayor número de familias posible.

·        Un liderazgo participativo que preste apoyo moral al profesorado, aprecie su trabajo y respete su opinión. Es imprescindible para aglutinar a un claustro en torno a un proyecto de mejora.

·        Una cultura de solución de problemas en común. Implica, por supuesto, crear un clima de confianza.

·        Una planificación del curso anticipativa, preventiva, que permita tomar decisiones rápidas y efectivas a los problemas que se vayan planteando.

·        Actuaciones pedagógicas a medida del centro concreto.

·        Potenciar la acción tutorial.

Y es que el tiempo tiene más calidad en un centro con la autoestima alta, en el cual los profesores hayan aprendido a trabajar en equipo y los alumnos se sientan relevantes. Se acabó el individualismo, es hora de fortalecer la institución escolar. La escuela es una pequeña sociedad donde todos los elementos están representados y deben ser activos. Agobiados por conseguir resultados, ahora descuidamos a la propia institución, sus referencias y sus proyectos; los consideramos secundarios y no lo son.

La concepción moderna de lo que debe ser un centro educativo implica que sus profesores reconozcan las buenas prácticas docentes que ya llevan a cabo y las conviertan en señas de identidad. Hoy, más que nunca, el futuro de la educación está en manos de los propios profesionales.

Para terminar quisiera compartir la reflexión completa del maestro José Santalla sobre el tiempo:

“Me parece que la enseñanza ha perdido calidad con esa cantidad de asignaturas y tareas que tienes que interrumpir desde que llegaron los timbres, y sobre todo lo acusan los niños pequeños. Ese trasiego… Nunca me gustó ese momento en que los alumnos están haciendo una lectura y disfrutando de comentar lo que leen, y entonces suena un timbre y todo quedó ahí hasta el día siguiente. No les dejamos paladear una tarea. Porque al día siguiente ya no es lo mismo. Y al final el trabajo de clase está todo el tiempo volviendo a empezar, cuando aprender es paladear.

Los niños son ahora mucho más ansiosos, más inquietos. Pero no tendrían por qué ser diferentes a los niños de antes, que eran mucho más tranquilos. Es el ritmo de la sociedad y la manera de estar hoy en la escuela la que fomenta que estén nerviosos porque es una fuente de desconcentración. Hacemos una cosa pensando en la siguiente. Y esto se vuelve aún más grave cuando son algo mayores, en los institutos, porque la propia dispersión de la adolescencia se agrava con este ritmo frenético.

En un colegio debe reinar la calma y los niños deben percibirla desde el momento en que crucen la puerta. Con inquietud no eres capaz de discurrir ni de centrarte ni de disfrutar. Los centros deben volver a ser una isla de tranquilidad, de relax, para aprender mejor. Si dejamos entrar todo lo que hay fuera no vamos a conseguir nada. Aunque los niños son ahora mentalmente más despejados que antes, no dedicamos tiempo, calma suficientes para, por ejemplo, que aprendan a comprender una lectura. Y creo que el 95% de los niños, si dominaran bien eso, no tendrían problemas para llegar a la universidad.”[1]

Un centro educativo en el que haya calma, en el que se lea con sosiego, en el que se dialogue y se crezca. No tengo más que añadir.

 



[1] Carmen Guaita, Memorias de la Pizarra, San Pablo, 2012.

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