En su libro “Momentos
estelares de la humanidad”, el escritor austriaco Stefan Zweig cuenta que Vasco
Núñez de Balboa, al avistar por primera vez el Pacífico, entró en las aguas y
bebió de ellas para comprobar si eran saladas como las del mar que él había
dejado atrás. Los docentes estamos ante un panorama tan nuevo como el de
aquellos descubridores y también tenemos que encontrar las referencias.
A simple vista, parece
que han desaparecido las metáforas que nos definían: un profesor es un árbol
que da frutos, una cadena con sus eslabones, un labrador que siembra… Todas
eran, por cierto, imágenes que proyectaban nuestro esfuerzo en el tiempo porque
una de las claves de la profesión docente es la trascendencia.
La filósofa Hannah
Arendt describió magistralmente esta energía de las interacciones humanas: La fuerza del proceso de la acción nunca se
agota en un acto individual sino que crece al tiempo que se multiplican sus
consecuencias. Quien actúa nunca sabe del todo lo que hace pues siempre hay
consecuencias que jamás intentó tanto en lo positivo como en lo negativo.[1]
Hasta hace poco, la certeza de que cada uno de sus actos incidía en la vida
de los alumnos formaba parte de la visión del profesor sobre sí mismo y de la
imagen que presentaba ante las familias. Hoy, desde luego, nos cuesta más.
Parece que ya no se nos
necesita como mensajeros de la cultura, que nadie aprecia que prestemos un
servicio social. Las leyes se suceden pero en todas permanece invariable la
desconfianza hacia los profesores. Es evidente: se ha puesto en cuestión la
esencia e identidad de la profesión docente, que está muy relacionada con la
variable más profunda del tiempo.
El primer escollo que
debe sortear hoy la identidad del magisterio es la confusión entre información
y conocimiento. La opinión general asegura que el conocimiento mana desde las
pantallas, pero quien piensa así pierde de vista que en ellas sólo aparece
información, aunque sea a toneladas. Como solo puede manejar ese volumen quien
sepa lo que busca, sigue haciendo falta el sustrato que aporta la educación. Las
herramientas digitales enriquecen el trabajo en el aula pero no pueden hacer ese
trabajo en lugar de un profesor porque la enseñanza es una forma de
comunicación humana: una personificación. Tal vez, agobiados por las exigencias
tecnológicas lo estemos olvidando.
Otro motivo de deterioro de la identidad docente es
el relativismo. La idea de que el sistema de valores y conocimientos que
transmiten los profesores es una construcción discutible llegó a la educación
en los años sesenta del siglo pasado y se convirtió muy pronto en un modelo
pedagógico extendido. La docencia ha sido víctima de un sistema educativo que
se instaló en lo relativo. Aún lo tenemos entre nosotros, bajo mil siglas
sucesivas, paradójico, banal, lleno de normas, volcado en imponer horarios
frente a serenidad, resultados frente a procesos... El desprecio que el modelo
educativo tiene por la esencia se traduce, entre otras cosas, en la
distribución de las materias, que se han convertido en compartimentos estancos
y se dan la espalda unas a otras, cuando la primera aproximación de los jóvenes
al conocimiento debería ser holística.
Las leyes de educación españolas de las últimas
décadas nos dicen que lo trivial es tan valioso como lo profundo, que la
burocracia cuenta más que la dedicación al alumno y que la creatividad del
docente carece de interés. El resultado es que la labor de quien enseña es
menos relevante y está rodeada de desconfianza. Por supuesto, este diseño no es
gratuito. Si los conceptos y valores que se aprenden en la escuela son
relativos, son también modificables al albur de cada cambio de gobierno. Así lo
estamos viendo.
Los profesores, por definición, nadamos a
contracorriente y esto debería enorgullecernos. Nuestra tarea se fundamenta en
la transmisión de absolutos que lo son, claro está, “relativamente” -porque la
sociedad avanza- pero que constituyen un
trampolín sobre el que saltar. Estos absolutos de la educación son los conceptos
del conocimiento, que deben asimilarse antes de poder ser refutados, para el
avance de la ciencia; y los valores de la democracia, sin cuya aceptación
universal es imposible la convivencia. Todo lo demás- asignaturas, tecnologías,
métodos- son simples herramientas y el problema que los legisladores nos dejan
siempre sobre la mesa es la confusión entre unos y otras. Ahí es donde se nota
que quienes escriben leyes de educación no conocen la complejidad de esta.
Antes de cualquier otra consideración, más importante que el número de horas o
el currículo de su asignatura, el docente debe proyectar en cada alumno y cada
alumna un ser humano completo y, con la suma de todos, una sociedad mejor. Y
debe actuar con idealismo, con la idea de perfectibilidad a pesar de las
limitaciones individuales o familiares. Por eso la profesión docente, inmersa
en el presente vital de sus actores, se proyecta en el tiempo más que ninguna
otra; por eso solo puede evaluarse en el tiempo.
Por otro lado, hoy
contamos con un nuevo elemento de presión: los resultados de las evaluaciones internacionales.
Debemos maximizar la productividad de los ciudadanos porque la educación es un
apéndice de la economía, dicen. Debemos ponernos al mismo nivel que Finlandia y
Corea del Sur, países por cierto con buenos resultados en PISA pero con índices
de depresión y suicidio juvenil de los que nadie habla. Mejorar estas
evaluaciones importa más que los efectos de la educación sobre las dimensiones
espirituales de los alumnos: motivación, curiosidad, creatividad, valores,
progreso personal... Así se diluye la esencia de una profesión en la que importa
mucho la formación, desde luego, pero que solo puede estructurarse alrededor de
la vocación y de la ética, es decir, de proyectos en el tiempo.
Por supuesto, criticar
el auge de estos informes no significa dejar de evaluar, sino que los
resultados de las evaluaciones deben tener en cuenta el punto de partida, los
medios, las circunstancias y el efecto real de las propuestas pedagógicas; dejar
de fijarse tanto en el éxito, que etimológicamente es la salida, y observar la
entrada. ¿Qué traen nuestros alumnos de su casa? Recuerdo, en la presentación
de un informe PISA en 2014, cómo la representante del Ministerio de Educación
criticaba que los alumnos españoles no hubieran resuelto correctamente una prueba de la vida real que consistía en
interpretar un plano del Metro. Un profesor que estaba en el auditorio levantó
la mano y dijo: “Mire usted, es que mis alumnos son de pueblo y solo hay Metro
en diez ciudades españolas. ¿De verdad es esta una prueba de la vida real? ¿Los
niños de Madrid distinguen a simple vista un chopo de un olmo? Mis alumnos sí,
porque esa es su vida real. Y le aseguro a usted que cuando vengan a la capital
no se perderán en el Metro.” Le aplaudimos, claro. Los estándares
internacionales son solo cifras. La humillación de la educación ante la
economía está condenada al fracaso. Como dice un viejo proverbio alemán: pedí trabajadores, pero me mandaron personas.
A día de hoy, en los
claustros resulta fácil dejarse llevar por el pesimismo y la desesperanza. No
son la misma cosa: el pesimista espera que sucedan cosas malas, el
desesperanzado ha perdido el interés por lo que pueda suceder y, como dice
Chesterton, ya no cree en el bien ni en la belleza. Ninguna de las dos
actitudes es propia de la educación que es optimismo y esperanza, una apuesta
indudable por el bien y la belleza. En resumen, de nuevo, una inmersión en el
presente y una proyección en el tiempo.
Hace poco se publicó un
estudio que investigaba el factor que mejor conforma el prestigio de una
profesión. En la enseñanza, los propios docentes valoraron la formación; pero
los padres y alumnos respondieron que ese factor clave era la vocación. En esta
respuesta tienen razón los padres. La vocación, que hoy apenas se tiene en
cuenta, es determinante del éxito como docente en una proporción fundamental.
Sin vocación, el aula puede producir rechazo. A la vocación se la sirve y
desarrollarla es, en sí misma, una recompensa.
Ser profesor es una
pasión. Uno parte del interés por la infancia y, durante el periodo de formación
primero y con el ejercicio profesional después, se va transformando en
entusiasta de la relación educativa. Ejercer esta profesión imprime carácter.
Esta expresión ha quedado anticuada pero merece conservarse. Proviene de la
ética clásica en la cual “carácter” se dice êthos
y tiene la connotación de una meta personal que se alcanza a lo largo del
viaje de la vida. Ese desafío ético
es la primera prueba de que el tiempo fundamenta el desempeño de la docencia.
Por supuesto, es una vocación
que solamente puede darse en personas interesadas por las personas, que sepan
apreciar la belleza de quien se está abriendo al mundo. Así que un maestro
tiene los ojos, las manos y la voz en el presente de un niño, y los sueños en
lo que puede llegar a ser.
En el escenario
profundo de la relación educativa hay un camino por el que profesor y alumno avanzan juntos. La
docencia no es una profesión de primeras impresiones: no es ser comunicador o
político en campaña. Aquí se debe mantener alto el listón día tras día durante
muchos años. Sostener una actitud frente al paso del tiempo y, en curiosa
paradoja, dejarse modelar por ese mismo tiempo.
Podríamos
creer que lo único que un maestro comparte con sus alumnos es el conocimiento,
pero el escenario profundo de la relación
educativa no está basado simplemente en añadir cultura al sustrato original de
un niño. El proceso de la educación es un diálogo – a veces escondido
bajo el peso del monólogo docente- durante el cual el maestro comparte sus
convicciones, sus expectativas, sus dudas y certezas, su visión del mundo y del
papel que el ser humano juega en él. En realidad, comparte sus valores, por eso
el diálogo se desenvuelve en la más compleja riqueza de lo humano. Conviene
aceptar la dimensión dialógica y sacarla a la luz para que no quede asfixiada
en el inútil intento de esconder lo que los psicólogos denominan “currículo
oculto”.
El ser de un niño y su
proyecto son lo mismo; el ser de un maestro y su ética son lo mismo, así que el
profesor y el alumno comparten también un camino por el cual los dos encuentran
las experiencias mientras avanzan.
Vista desde ese núcleo
biográfico, la docencia está siempre abierta a nuevas posibilidades, llena de
esperanza, obligando a sus actores a construir un proyecto de ser, a tomar decisiones, a hacerlo
mejor, a volver a empezar. La huella que
marque día a día en la vida de otros seres humanos durará para siempre.
Puede que ahora nos
sintamos como Vasco Núñez de Balboa ante un inmenso océano, pero cuando
probemos sus aguas comprenderemos que la esencia de nuestra profesión es la
misma desde el principio de los tiempos. Dedicarse a la enseñanza será siempre
una manera salada y profunda de vivir.
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