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domingo, 21 de junio de 2015

El tiempo como esencia de la profesión docente


 
 
En su libro “Momentos estelares de la humanidad”, el escritor austriaco Stefan Zweig cuenta que Vasco Núñez de Balboa, al avistar por primera vez el Pacífico, entró en las aguas y bebió de ellas para comprobar si eran saladas como las del mar que él había dejado atrás. Los docentes estamos ante un panorama tan nuevo como el de aquellos descubridores y también tenemos que encontrar las referencias.

A simple vista, parece que han desaparecido las metáforas que nos definían: un profesor es un árbol que da frutos, una cadena con sus eslabones, un labrador que siembra… Todas eran, por cierto, imágenes que proyectaban nuestro esfuerzo en el tiempo porque una de las claves de la profesión docente es la trascendencia.

La filósofa Hannah Arendt describió magistralmente esta energía de las interacciones humanas: La fuerza del proceso de la acción nunca se agota en un acto individual sino que crece al tiempo que se multiplican sus consecuencias. Quien actúa nunca sabe del todo lo que hace pues siempre hay consecuencias que jamás intentó tanto en lo positivo como en lo negativo.[1] Hasta hace poco, la certeza de que cada uno de sus actos incidía en la vida de los alumnos formaba parte de la visión del profesor sobre sí mismo y de la imagen que presentaba ante las familias. Hoy, desde luego, nos cuesta más.

Parece que ya no se nos necesita como mensajeros de la cultura, que nadie aprecia que prestemos un servicio social. Las leyes se suceden pero en todas permanece invariable la desconfianza hacia los profesores. Es evidente: se ha puesto en cuestión la esencia e identidad de la profesión docente, que está muy relacionada con la variable más profunda del tiempo.

El primer escollo que debe sortear hoy la identidad del magisterio es la confusión entre información y conocimiento. La opinión general asegura que el conocimiento mana desde las pantallas, pero quien piensa así pierde de vista que en ellas sólo aparece información, aunque sea a toneladas. Como solo puede manejar ese volumen quien sepa lo que busca, sigue haciendo falta el sustrato que aporta la educación. Las herramientas digitales enriquecen el trabajo en el aula pero no pueden hacer ese trabajo en lugar de un profesor porque la enseñanza es una forma de comunicación humana: una personificación. Tal vez, agobiados por las exigencias tecnológicas lo estemos olvidando.

Otro motivo de deterioro de la identidad docente es el relativismo. La idea de que el sistema de valores y conocimientos que transmiten los profesores es una construcción discutible llegó a la educación en los años sesenta del siglo pasado y se convirtió muy pronto en un modelo pedagógico extendido. La docencia ha sido víctima de un sistema educativo que se instaló en lo relativo. Aún lo tenemos entre nosotros, bajo mil siglas sucesivas, paradójico, banal, lleno de normas, volcado en imponer horarios frente a serenidad, resultados frente a procesos... El desprecio que el modelo educativo tiene por la esencia se traduce, entre otras cosas, en la distribución de las materias, que se han convertido en compartimentos estancos y se dan la espalda unas a otras, cuando la primera aproximación de los jóvenes al conocimiento debería ser holística.

Las leyes de educación españolas de las últimas décadas nos dicen que lo trivial es tan valioso como lo profundo, que la burocracia cuenta más que la dedicación al alumno y que la creatividad del docente carece de interés. El resultado es que la labor de quien enseña es menos relevante y está rodeada de desconfianza. Por supuesto, este diseño no es gratuito. Si los conceptos y valores que se aprenden en la escuela son relativos, son también modificables al albur de cada cambio de gobierno. Así lo estamos viendo.

Los profesores, por definición, nadamos a contracorriente y esto debería enorgullecernos. Nuestra tarea se fundamenta en la transmisión de absolutos que lo son, claro está, “relativamente” -porque la sociedad avanza- pero que constituyen un  trampolín sobre el que saltar. Estos absolutos de la educación son los conceptos del conocimiento, que deben asimilarse antes de poder ser refutados, para el avance de la ciencia; y los valores de la democracia, sin cuya aceptación universal es imposible la convivencia. Todo lo demás- asignaturas, tecnologías, métodos- son simples herramientas y el problema que los legisladores nos dejan siempre sobre la mesa es la confusión entre unos y otras. Ahí es donde se nota que quienes escriben leyes de educación no conocen la complejidad de esta. Antes de cualquier otra consideración, más importante que el número de horas o el currículo de su asignatura, el docente debe proyectar en cada alumno y cada alumna un ser humano completo y, con la suma de todos, una sociedad mejor. Y debe actuar con idealismo, con la idea de perfectibilidad a pesar de las limitaciones individuales o familiares. Por eso la profesión docente, inmersa en el presente vital de sus actores, se proyecta en el tiempo más que ninguna otra; por eso solo puede evaluarse en el tiempo.

Por otro lado, hoy contamos con un nuevo elemento de presión: los resultados de las evaluaciones internacionales. Debemos maximizar la productividad de los ciudadanos porque la educación es un apéndice de la economía, dicen. Debemos ponernos al mismo nivel que Finlandia y Corea del Sur, países por cierto con buenos resultados en PISA pero con índices de depresión y suicidio juvenil de los que nadie habla. Mejorar estas evaluaciones importa más que los efectos de la educación sobre las dimensiones espirituales de los alumnos: motivación, curiosidad, creatividad, valores, progreso personal...  Así se diluye la esencia de una profesión en la que importa mucho la formación, desde luego, pero que solo puede estructurarse alrededor de la vocación y de la ética, es decir, de proyectos en el tiempo.

Por supuesto, criticar el auge de estos informes no significa dejar de evaluar, sino que los resultados de las evaluaciones deben tener en cuenta el punto de partida, los medios, las circunstancias y el efecto real de las propuestas pedagógicas; dejar de fijarse tanto en el éxito, que etimológicamente es la salida, y observar la entrada. ¿Qué traen nuestros alumnos de su casa? Recuerdo, en la presentación de un informe PISA en 2014, cómo la representante del Ministerio de Educación criticaba que los alumnos españoles no hubieran resuelto correctamente una prueba de la vida real que consistía en interpretar un plano del Metro. Un profesor que estaba en el auditorio levantó la mano y dijo: “Mire usted, es que mis alumnos son de pueblo y solo hay Metro en diez ciudades españolas. ¿De verdad es esta una prueba de la vida real? ¿Los niños de Madrid distinguen a simple vista un chopo de un olmo? Mis alumnos sí, porque esa es su vida real. Y le aseguro a usted que cuando vengan a la capital no se perderán en el Metro.” Le aplaudimos, claro. Los estándares internacionales son solo cifras. La humillación de la educación ante la economía está condenada al fracaso. Como dice un viejo proverbio alemán: pedí trabajadores, pero me mandaron personas.

A día de hoy, en los claustros resulta fácil dejarse llevar por el pesimismo y la desesperanza. No son la misma cosa: el pesimista espera que sucedan cosas malas, el desesperanzado ha perdido el interés por lo que pueda suceder y, como dice Chesterton, ya no cree en el bien ni en la belleza. Ninguna de las dos actitudes es propia de la educación que es optimismo y esperanza, una apuesta indudable por el bien y la belleza. En resumen, de nuevo, una inmersión en el presente y una proyección en el tiempo.

Hace poco se publicó un estudio que investigaba el factor que mejor conforma el prestigio de una profesión. En la enseñanza, los propios docentes valoraron la formación; pero los padres y alumnos respondieron que ese factor clave era la vocación. En esta respuesta tienen razón los padres. La vocación, que hoy apenas se tiene en cuenta, es determinante del éxito como docente en una proporción fundamental. Sin vocación, el aula puede producir rechazo. A la vocación se la sirve y desarrollarla es, en sí misma, una recompensa.

Ser profesor es una pasión. Uno parte del interés por la infancia y, durante el periodo de formación primero y con el ejercicio profesional después, se va transformando en entusiasta de la relación educativa. Ejercer esta profesión imprime carácter. Esta expresión ha quedado anticuada pero merece conservarse. Proviene de la ética clásica en la cual “carácter” se dice êthos y tiene la connotación de una meta personal que se alcanza a lo largo del viaje de la vida. Ese desafío ético es la primera prueba de que el tiempo fundamenta el desempeño de la docencia.

Por supuesto, es una vocación que solamente puede darse en personas interesadas por las personas, que sepan apreciar la belleza de quien se está abriendo al mundo. Así que un maestro tiene los ojos, las manos y la voz en el presente de un niño, y los sueños en lo que puede llegar a ser.

En el escenario profundo de la relación educativa hay un camino por el que profesor y alumno avanzan juntos. La docencia no es una profesión de primeras impresiones: no es ser comunicador o político en campaña. Aquí se debe mantener alto el listón día tras día durante muchos años. Sostener una actitud frente al paso del tiempo y, en curiosa paradoja, dejarse modelar por ese mismo tiempo.

            Podríamos creer que lo único que un maestro comparte con sus alumnos es el conocimiento, pero el escenario profundo de la relación educativa no está basado simplemente en añadir cultura al sustrato original de un niño. El proceso de la educación es un diálogo – a veces escondido bajo el peso del monólogo docente- durante el cual el maestro comparte sus convicciones, sus expectativas, sus dudas y certezas, su visión del mundo y del papel que el ser humano juega en él. En realidad, comparte sus valores, por eso el diálogo se desenvuelve en la más compleja riqueza de lo humano. Conviene aceptar la dimensión dialógica y sacarla a la luz para que no quede asfixiada en el inútil intento de esconder lo que los psicólogos denominan “currículo oculto”.

El ser de un niño y su proyecto son lo mismo; el ser de un maestro y su ética son lo mismo, así que el profesor y el alumno comparten también un camino por el cual los dos encuentran las experiencias mientras avanzan.

Vista desde ese núcleo biográfico, la docencia está siempre abierta a nuevas posibilidades, llena de esperanza, obligando a sus actores a construir un proyecto de ser, a tomar decisiones, a hacerlo mejor, a volver a empezar.  La huella que marque día a día en la vida de otros seres humanos durará para siempre.

Puede que ahora nos sintamos como Vasco Núñez de Balboa ante un inmenso océano, pero cuando probemos sus aguas comprenderemos que la esencia de nuestra profesión es la misma desde el principio de los tiempos. Dedicarse a la enseñanza será siempre una manera salada y profunda de vivir.

 

 



[1] Hannah Arendt, La condición humana. Paidós, Barcelona, 2005.

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