Vivimos
en un tiempo que ha abolido la distancia crítica,
la que permite un espacio para el análisis y la reflexión de los hechos, para
la búsqueda de nuestras referencias. Por eso nos entretenemos en una sucesión
de trivialidades y desde ellas tomamos decisiones en la educación, en la
política, y hasta en la vida personal. A pesar de todo seguimos necesitando, de
la manera más profundamente humana, mirar lo que acontece, pensar lo que
acontece, preguntarnos por ello. Es obvio que el vértigo de la actualidad no es
la plenitud y que todos estamos echando de menos, aún sin saberlo, la dimensión
interior.
Las
dos palabras que definen a un buen educador son templado y consciente, que forman parte de la celebérrima
definición de Heidegger: Tiene espíritu
quien se decide, templado y consciente, a acercarse a la esencia del ser.
Ese
acercamiento a nuestra esencia es el gran viaje de la vida y es una decisión
personal, que se puede tomar o no y seguir viviendo como si nada. Así que,
antes de pensar en transmitir algo, templados
y conscientes, tenemos que tomar la decisión de emprender nosotros mismos un
viaje hacia el extremo opuesto de lo banal. Y el primer paso consiste en pensar
en lo que hacemos. Los adultos, quiero decir: los profesores, los educadores. Para
enseñar a pensar hay que estar pensando. ¿Nos conformamos nosotros con la
repetición mecánica de lugares comunes? ¿Con la respuesta oficial, única, standard? ¿Con lo correcto sin más?
Porque
pensar no es lo mismo que reflexionar. Cuando yo decido en una zapatería si voy
a comprarme unos zapatos de tacón alto o plano, y voy sopesando las distintas
utilidades de uno y otro, reflexiono. Pero esa decisión no implica pensamiento.
Pensar es crear algo nuevo, aprender algo de mí mismo que antes no sabía,
resolver problemas que no admiten soluciones simples, únicas y prediseñadas.
Para
aprender a pensar es imposible prescindir de los datos y de la información, y
no se piensa sino a partir de cierta cultura, de cierto cultivo interior.
Pensar es la antesala de la acción, el espíritu crítico y la capacidad de
adecuarse a una realidad que cambia constantemente y, a veces, dramáticamente.
Esto significa que los pensamientos deben estar orientados conscientemente
hacia algún objetivo y deben basarse en información lógica, sólida y confiable
que se obtiene de diversas fuentes y no solamente en los prejuicios o ideas
preconcebidas.
Pensar
es un proceso individual. Se piensa solo, pero no es necesario estar a solas.
Sócrates decía que de su madre, que era partera, había aprendido el oficio del
pensamiento: como la partera, cada uno puede ayudar al otro, en un diálogo sin
prejuicios, a extraer la verdad que contiene dentro de sí. Los docentes somos
parteras, y así nos tenemos que ver. Cada alumno tiene dentro de sí la fuente,
la posibilidad de la verdad, sólo hay que ayudarles a darla a luz. ¿Cómo? Dialogando,
conduciendo con preguntas a la movilización de su mente, preguntándole sobre
sus experiencias, sentimientos y opiniones, no solamente sobre sus actividades.
Tenemos que animarles a definir su visión de la realidad a partir de los
conocimientos adquiridos y las vivencias personales. A los jóvenes de hoy,
sobreprotegidos en tantas cosas, apenas les dejamos intervenir efectivamente en
el mundo. Y con frecuencia no nos parece necesario preguntarnos si piensan o
qué piensan.
Pensar tiene también un ingrediente ético. Es elegir cómo
presentarse ante los demás. Es lo significa el viejo aforismo socrático: sé como deseas parecer. Nos equivocamos
cuando pensamos que nuestra presencia es la inevitable manifestación externa de
una disposición interior. No; es una elección deliberada sobre la forma en que
queremos que los demás nos perciban, y esto también es un fruto del
pensamiento.
El
pensamiento es también un lugar adonde ir, nuestro espacio interior. El auge de
las religiones orientales da la medida de hasta qué punto los occidentales
estamos echando de menos este sitio.
Y esto es así porque las actividades mentales no pueden darse si no es mediante
una retirada deliberada, aunque sea momentánea e invisible, del mundanal ruido, de los deseos e
inquietudes del presente inmediato. Porque
el pensamiento interrumpe la acción, la actividad ordinaria. El pensamiento
exige pararse a pensar.
Y
el espacio interno al que acudimos cuando nos paramos a pensar es el lugar
donde tiene su morada la más profundamente humana de todas nuestras facultades,
la imaginación. Y también viven allí, junto a ella, sus dos hermanas, la
memoria, que almacena y pone a disposición de nuestro recuerdo lo que nunca más
estará, y la voluntad, que anticipa lo que aportaremos a aquello que no ha
llegado todavía, y que no se ocupa de objetos sino de proyectos.
Ya
comprobamos a diario, incluso en los titulares de prensa, que la facultad de
pensar es fácil de perder: basta con vivir constantemente distraído. Por eso
mismo, en la era de las redes sociales y de las mil pantallas, esta decisión
templada y consciente debe ser potenciada con el deseo consciente de aprovechar
cualquier momento para pensar, en una especie de alerta educativa.
Estamos
creyendo tontamente que nuestra vida se define por lo que hacemos, es otro
efecto perverso de la aceleración que se traduce, en lo político y en lo
personal, en esa búsqueda constante de resultados y de iniciativas. Nos
equivocamos. Lo que hacemos ocupa, todo lo más, un 25% de nuestras vidas. Los
otros tres cuartos están ocupados por lo que deseamos, lo que proyectamos, lo
que soñamos, lo que pensamos. Ahí es donde se encuentra nuestra esencia
personal. El espíritu existe, y es, en palabras de Hegel, lo que él se hace a
sí mismo. Cuando piensa.
También
en nuestros días es posible la libertad, es posible la educación. No todo está
escrito en el BOE, no todo se desarrolla en un plató de televisión o en el
Consejo de Ministros. Merece la pena
que la escuela emprenda una lucha contra la banalidad. Tal vez sea, además, la
única manera de devolver a la educación al primer plano del debate educativo. Así
que me atrevo a invitar a ir hacia nuestro proyecto personal, hacia la
participación activa que fortalezca la institución escolar, hacia la decisión
templada y consciente de encontrar nuestra propia esencia y valorar nuestra
intuición más profunda, que es una intuición de bien. Para completar nuestro êthos,
como personas y como sociedad nos queda, afortunadamente, mucho camino por delante. Son tiempos
difíciles pero como dice Plotino: hasta el hombre obligado a luchar puede
decidir si quiere hacerlo cobarde o valientemente.
Profundo pensamiento, bellamente expresado.
ResponderEliminarProfundo pensamiento, bellamente expresado.
ResponderEliminarMuchas gracias Agustín.
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