Nos ha tocado vivir en el capitalismo, menos
mal, decían. No hay problemas ni malas perspectivas, decían. El capitalismo se
caracteriza por sus crisis y siempre sale de ellas más fuerte. Las cosas sólo
pueden ir a más y mejor. Es el momento del segundo coche, la segunda vivienda,
el único hijo, para inundarle de todo. Eso decían. Nos lo creímos.
Pero esta crisis no es como las otras, no
pasará sin más. Aún no conocemos sus dimensiones ni podemos prever sus
repercusiones sobre la sociedad, la política, sobre las migraciones humanas, el
terrorismo… Algo grave está pasando. Si paras un momento quieto puedes oír cómo
sopla en nuestros oídos el viento de la historia.
Vivimos en un sistema irracional. Nosotros, la
gente de a pie, lo intuimos ya cuando empezamos a ver hace algunos años la
sangría humana desbordándose en pateras hacia el mar.
Nos dijeron que la globalización era la
solución a todos los problemas pero era, sencillamente, la cara más descarnada
del capitalismo. Ha servido para ahondar en la circulación del dinero y no del
trabajo, en la superioridad del mercado sobre los Estados, en la suplantación
del interés social por el beneficio económico, en la privatización de los
servicios públicos... Bueno, y qué le importa eso a quien vive de ella. Todavía
me retumban en los oídos las declaraciones de ese empresario que, después de
dejar tiradas a miles de personas sin un viaje que habían pagado, afirmó que él
nunca hubiera comprado billetes de su propia compañía aérea. Y no ha pasó nada.
La globalización jugó con nosotros. Consiguió
ahondar las diferencias económicas entre los pueblos y convertirnos en hiperconsumidores a todos, incluyendo a
los excluidos del consumo. Cuando uno, desde su aldea, puede comparar su modo
de vida con el que muestran los medios de comunicación, la pobreza deja de ser
una condición humana que superar para convertirse en una humillación profunda
por la que clamar venganza. En ese nido nace la violencia.
Los que vivimos al otro lado, hemos consumido
sin parar, indiferentes a lo que hacíamos con la Tierra, con la infancia, con
la gente joven. Hoy describimos nuestro mundo como el imperio de la
comunicación, pero escondemos su cara oculta: la homogeneidad cultural, la
prevalencia de lo económico sobre las ideas y los sentimientos.
El mundo tiene que cambiar. Porque lo quiere
cada uno de nosotros, no porque lo diga el G7 o el G20. Por desgracia, la
crisis de la economía viene acompañada de una gravísima crisis de confianza en
los políticos. ¿Por qué? Porque la política se ha convertido en un club privado
donde se juega con los papeles asignados, y a nadie se le ocurre ya idear proyectos.
Toda la historia de la democracia occidental se ha basado en un“pacto social”
no escrito que permitía a los más ricos seguirlo siendo, siempre que
contribuyeran con su riqueza al funcionamiento de la sociedad. El pacto se ha
roto cuando la política ha permitido que los ricos no paguen impuestos ni
tengan responsabilidades. La amenaza del futuro es el totalitarismo que sigue a
la desaparición de las clases medias, el caos, la violencia del terrorismo
fanático y la despersonalización del consumo de drogas, donde miles de seres
humanos quieren encontrar un remedio para la angustia.
¿Quién da cuenta por tantos derroches e
insensateces? Una decisión política, un voto, no es una carta blanca. Todo lo
que es legal no es por eso mismo
siempre válido ni bueno. Progreso no implica repunte económico solamente; más
solidaridad, mejor comunicación, más participación política, es progreso
también.
Pienso como Hannah Arendt: El poder sólo es realidad donde las palabras
no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se usan
para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan
para destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades.
El año pasado pensaba que nuestra voluntad es el viento de la
historia, y nos engañaba quien nos hizo creer que somos la veleta. Ahora ya no
estoy tan segura.
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